“ANTÍGONA”
Y “YERMA” O LA SACRALIDAD
DE LA VIDA ORGÁNICA (Tercera Parte)
VIII.
Precisamente
por todo ello -lo ya expresado en el epígrafe anterior- Álvarez de Miranda señala que los pechos fecundos o que aspiran
obsesivamente a la fecundidad no son, ni en el poeta granadino ni en las religiones arcaicas, un motivo
de “atracción sexual”, sino una expresión de la vida que se transmite, y por lo
tanto una expresión sacral[1].
De
ahí el horror del poeta a la mutilación de esos órganos, expresado crudamente
en la propia Yerma: “Pero ¡ay de la
casada seca! / ¡Ay de la que tiene los pechos de arena!”; o, en el Romance de la Guardia Civil española:
“Rosa de los Camborios, / gime sentada en su puerta / con los dos pechos
cortados”; o, finalmente, en aquellos otros del Martirio de Santa Olalla: “El Cónsul pide bandeja / para los seños
de Olalla. / Por los rojos agujeros / donde sus pechos estaban / se ven cielos
diminutos / y arroyos de leche blanca”.
No
son, pues, los prestigios sensuales, sino los prestigios vitales, los que
subyugan al poeta. Para la mentalidad arcaica la sexualidad es una potencia y
en cambio no lo es la virginidad: “en el mundo antiguo –señala Van der Leeuw- la fecundidad es más
potente y más santa que la castidad”[2]. Y
esto –apunta Álvarez de Miranda-parece dicho también pensando en García Lorca:
ya
desde sus primeros poemas proclama su elegía sobre la mujer virgen: “Llevas
en la boca tu melancolía / de pureza muerta, y en la dionisíaca / copa de tu
vientre la araña te teje / el velo infecundo que cubre tu entraña” (“Elegía”).
Cualquier lector de García Lorca sabe que
todas las obras del poeta granadino están sembradas de expresiones alusivas a
la virginidad (“pureza muerta”, “velo infecundo”) y al deseo de maternidad más
que a la simple sexualidad. Las heroínas lorquianas tratan de librarse a toda
costa de la virginidad- y por tanto también a costa de la muerte- y se sienten
impulsadas ciegamente hacia la nupcialidad y la maternidad, no tanto por un
imperativo afectivo-amoroso de carácter sexual, sino por una exigencia de
fidelidad a la vida.
Salvar
la maternidad es para la mujer arcaica un modo “religioso”, el único tal vez,
de comunión vital y de salvación. Y sólo en función de la semilla que el varón
aporta es importante el amante o el marido. Por eso Álvarez de Miranda recuerda a este respecto que en las religiones
arcaicas y, muy singularmente, en las mediterráneas las divinidades masculinas
tienen un papel subordinado y un puesto de mero “paredro” junto a la gran
divinidad femenina, “la cual no conoce en el amante al marido sino al hijo”[3].
Así en “Yerma”, la protagonista, después de matar a su propio marido, pronuncia
estas palabras, las últimas de toda la tragedia, y que son su exacto resumen:
“Yo misma he matado a mi hijo”.
IX.
Ni en Antígona, ni en Yerma aparece el tema del “amor”, en el
sentido que tal término ha tenido en la literatura y en la cultura
occidentales, al menos desde la época del “amor cortés” medieval, o del “amor
romántico” decimonónico. Más que de dialéctica del amor o de los sexos, habría
que hablar de dialéctica genesíaca –una especie de anhelo de protección y
conservación, en versión naturalística, de la “sacralidad de la vida orgánica”.
Yerma
y Antígona protagonizan trágicamente la historia de dos desamores: el de la
joven griega, porque no puede explicitarse ni reconocerse, dado el carácter
(presumiblemente) incestuoso del
mismo: su amor por Polinices, su hermano, trasciende la afectividad fraternal,
para convertirse en una pasión imposible, ya que el amado es hermano y ha
muerto; el de la casada joven andaluza, porque no tiene un referente personal
en el que proyectar y realizar su auténtico amor, ya que “no ama”
verdaderamente a su marido, sino sólo la necesidad biológica de parir, de
procrear.
En
Antígona –“alma de hermana”, la llamará Goethe
en su “Himno a Eufosina”- al amor de hermana se le superpone el amor de
“mujer”. Es cierto que “indicaciones” directas de “incesto” son raras en esta
obra de Sófocles, pero, a menudo, en encuentros entre ella y Polinices, el
lenguaje, el clima de lo incestuoso se perciben inmediatamente debajo de la
superficie[4].
Así, Antígona alude frecuentemente al “hermano amado”, “mi hermano más querido”
(phíltatoi) o se refiere a él con
expresiones como “al lado del amado”, al “queridísimo (philtate) y “tiernamente amado” hermano. Hay un pasaje
desconcertante en el “Canto de la muerte” de Antígona en el que, aludiendo al
casamiento de Polinices con Argía, Antígona dice que esa “alianza” es “fatal”
para ella misma.
En
un momento concreto llega incluso a hablar de un “descenso a la muerte” y de
“una amorosa reunión con el muerto”: “yaceré junto a él como una amada con su
amado (“phíle… philou metá”). Peguy,
el gran poeta francés, habla por eso, al referirse a la tragedia de Antígona,
de un “amor fraternal y culpable”. Por lo que respecta a Hemón, el hombre que
la ama y la desea, Antígona no le dirige una sola palabra en el transcurso de
la obra. Es a Hemón, no a Antígona, a quien el coro ve inspirado por el “eros”.
Antígona ama, sobre todas las cosa a Polinices, y apenas tiene ningún deseo de
vivir después de la muerte de su amado. Parece intuir que la maldición de
Edipo, su padre, -la maldición del “incesto”- puede caer o ha caído de nuevo
sobre su familia…
En
Yerma, el amor biológico de “hembra” suplanta y diluye el amor personal y
afectivo de “mujer” enamorada. El fracaso de su relación con Juan proviene de
la presión social, de la imposibilidad de satisfacer libremente su amor como
consecuencia de una norma introyectada por la tradición (por la ideología) que
reduce la función vital de la mujer única y exclusivamente a los deberes
maternos.
Y
esta moral social impuesta se traduce en un complejo de culpabilidad que la
amargará hasta llegar a repudiar su propio “cuerpo”, su propia “sexualidad”
(“¡maldito sea el cuerpo!”) e incluso a toda su casta familiar, por tener que
adaptarse inexorablemente a la norma procreativa: “¡Maldito sea mi padre, que
me dejó su sangre de cien hijos! ¡Maldita sea mi madre, que los busca golpeando
las paredes! […]”. Personaje trágico, Yerma, que lucha contra fuerzas
interiores (carácter, sexualidad) y exteriores (leyes sociales, tradición,
educación), propias de una sociedad arcaica y de una cultura represiva, y que,
a manera del destino de los griegos, precipitarán su trágico y agónico fin.
El
gran antropólogo y fenomenólogo de la religión G. van der Leeuw, con su aparente crudeza, expresa una precisa
realidad de las mentalidades religiosas arcaicas: “Durante mucho tiempo la
salvación no revistió ninguna forma: el primer salvador no es otro que el phalus que aporta la fecundidad”[5].
¿Puede un poeta moderno –se pregunta Álvarez
de Miranda- vivir esta verdad? Y responde: García Lorca puede vivirla y
expresarla con palabras y con algo más que palabras: en el último acto de
“Yerma”, “por entre el coro de las mujeres estériles circula la danza
desenfrenada del Macho y de la Hembra, aquél agitando un cuerno de toro con el
que acosa a ésta, fascinada, como las otras, por los prestigios del claro
símbolo fálico”[6].
Tomás
Moreno
[1] Extractamos en
los párrafos que siguen algunas de las reflexiones del antropólogo español al
respecto.
[2] Cfr. Marina
Warner, Tu sola entre las mujeres. El
mito y el culto de la virgen María. Taurus, Madrid, 1991, pp. 79 y ss.
[3] A. Álvarez de
Miranda, op. cit., p. 18.
[4] Sobre el tema de
la relación incestuosa en Antígona cfr. G. Steiner (op. cit.) y
también Martha C. Nussbaum, La fragilidad del bien. Fortuna y ética en
la tragedia y la filosofía griega, Visor, Madrid, 1995, pp. 106-110. A
propósito de la saga familiar de
Edipo véase J. Bermejo, Mito y parentesco
en la Grecia arcaica, Madrid, 1980.
[5] G. van der
Leeuw, Phänomenologie der Religion,
Tubingen, 1933, loc. cit. en Álvarez de Miranda, op. cit., p. 18.
[6] A. Álvarez de
Miranda, op. cit., p. 19. Con independencia de las indudables reminiscencias
orgiástico – dionisíacas de esta danza
ritual (presentes como tantas veces se ha señalado en Las Bacantes de Eurípides) el poeta se ha inspirado directamente en
un rito mágico de fecundación, de profunda raigambre popular: en la romería del
cristo de Moclín , a la que iban las mujeres a pedir la gracia de la
fecundidad. Francisco García Lorca, hermano del poeta, escribe al respecto (no
hemos podidodar con el original castellano) en Federico García Lorca ou le réalisme poétique, (Revista “Europe”,
especial dedicado a García Lorca, nº agosto-septiembre, 1980, p. 100): “Les
incidents les moins vraisemblables de ses piéces sont fréquemment basés sur des
données réelles . Le pèlerinage de Yerma, par exemple, s’inspire de celui de
Moclin, dans la prince de Grenade, et la danse finale vient d’une danse
folklorique du nord de l’Espagne oú l’homme et la femme, sans aucun costume
particulier, portent les attributs symboliques de la procréatión appelés respectivament
tronaor et piuleta”. Sobre esta temática véase Carlos Feal, “Eurípides y Lorca:
observaciones sobre el cuadro final de Yerma”,
en José María Camacho Rojo (ed.), La
Tradición clásica en la obra de Federico García Lorca, op. cit. p. 347-357.
Gracias, profesor, por este regalo de sabiduría donde amalgama tanto pensamiento ilustre sobre un tema universal, tan antiguo como la civilización. En un apretado y sustancioso trabajo nos da una visión extensa y profunda del pensamiento sobre el tema. Gracias de nuevo y un abrazo.
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