Inauguramos, para la sección de Microensayos del blog Ancile, esta primera entrega del trabajo titulado, Antígona y Yerma, o la sacralidad de la vida orgánica, por el profesor y filósofo, colaborador habitual de estas páginas, Tomás Moreno.
“ANTÍGONA”
Y “YERMA”
O LA SACRALIDAD DE LA VIDA
ORGÁNICA
(primera parte)
(primera parte)
I.
En su insuperado ensayo La Metáfora y el
Mito, uno de nuestros mayores antropólogos culturales e historiadores de la
religión, Ángel Álvarez de Miranda,
escribía en 1959 estas palabras: “La sacralidad de la vida orgánica se percibe
como una realidad operante en la mente arcaica y manifestada en múltiples
mitologías a través del tema de la fecundidad y de sus conexos. La fecundidad
hace asistir al portentoso espectáculo de ‘la vida que nace’: en torno a ella
se agrupan, como epifenómenos, la generación y la esterilidad, la sexualidad y
la virginidad, la nupcialidad y la maternidad. Todo esto constituye uno de los
ejes de la religiosidad naturalística basada en la sacralidad de la vida
orgánica”[1].
En
dicho estudio, recuerda Francisco Rodríguez
Adrados[2],
nuestro antropólogo puso de relieve “las asombrosas coincidencias entre el
mundo mítico-religioso y simbólico de Lorca (temas de la tierra, la fecundidad,
la muerte) y el de las religiones agrarias”. Y prosigue: “Sin duda mucho de
ello se conservaba en la Andalucía de su tiempo y basta que recordemos el libro
de Pitt- Rivers sobre la permanencia de esta cultura arcaica en la Andalucía o
el ensayo de Salinas “García Lorca y la cultura de la muerte”[3].
Pues
bien, el tema de la “sacralidad de la vida orgánica” es, efectivamente, uno de
esos ejes desde los que se articulan
y se emparentan no ya las más nucleares obras de Lorca (“Bodas de sangre”, “La
casa de Bernarda Alba”, “Yerma” o el “Romancero Gitano”) como sostenía Álvarez
de Miranda, sino también, dos de las obras más densamente trágicas, más
dolorosamente vivas, vigentes y pregnantes de significado de toda la historia
de la literatura occidental: “Antígona”, de Sófocles y
“Yerma”, de Federico
García Lorca. La Grecia de la época trágica y la Andalucía de comienzos del
siglo XX se encuentran y abrazan en la intemporalidad de una misma constelación
mítica: la de la “fecundidad” y sus “mitologemas” conexos.
Antígona
y Yerma –sus protagonistas- representan, pues, dos “variaciones” del mismo
tema: el de la “sacralidad de la vida familiar”, pero enfocadas desde dos
perspectivas diferentes –la dimensión “fraternal” en un caso; la dimensión
“maternal”, en el otro- e impulsadas por dos instintos básicos orientados a la
“preservación de la especie”: el de “conservación” de la “oikia” (casa,
familia, vínculo fraternal: “sotería”) y el de la “procreación” o surgimiento
de una nueva progenie.
Ambas
mujeres entregan su vida y su libertad tratando de protegerla; la mujer griega,
llegando al sacrificio de su propia vida, al suicidio; la andaluza, matando al
causante de su desesperanza, su marido. La tragedia, en los dos casos, es
inevitable: un ineluctable destino, impulsado por un instinto natural de
“fecundidad”, de “supervivencia de la casta familiar, o de “autotrascendencia
biológica”, acaba por imponerse trágicamente[4].
II.
Muy sumariamente el argumento de “Antígona” (442-441 a. C.), la tragedia de
Sófocles, viene a mostrarnos la siguiente situación: la acción acontece en
Tebas. Ha habido una guerra. A un lado está el ejército conducido por Eteocles,
hermano de Antígona e Ismene. Enfrente, una expedición invasora, formada en
parte por extranjeros, pero comandada por el otro hermano, Polinices. Etéocles
y Polinices, hijos de Edipo, se han dado muerte recíprocamente en la batalla.
Creonte, el tirano de Tebas, tras honrar pomposamente el cadáver de Etéocles,
el hermano patriota, ha ordenado que Polinices, por traidor, sea dejado
insepulto para ser pasto de las aves y animales carroñeros.
Pero
para Antígona, hermana de ambos fratricidas, las leyes divinas y la “piedad
familiar” -que la obligan a enterrar a su hermano proscrito, Polinices- están
por encima de las leyes humanas y políticas, y transgrede las órdenes del
tirano Creonte, su tío carnal, dando sepultura al cuerpo de su hermano (la
obligación de enterrar a los muertos, y más si se trata de un hermano, es para
Antígona no sólo una “ley no escrita”, divina, inviolable, que no pueden borrar
los decretos de ningún gobernante, sino un deber inexcusable y una auténtica
pasión a la que sacrificará su vida).
Creonte
ordena encerrarla viva en un antro de piedra o cueva: con ella, sin embargo, se
ha hecho encerrar, sin saberlo nadie, el hijo de Creonte, Hemón, prometido de
Antígona. Cuando el viejo adivino Tiresias lo reconviene con terribles
palabras, Creonte, inquieto, ordena abrir el antro; pero Antígona acaba de
ahorcarse y Hemón se quita la vida ante los ojos de su padre. Incapaz de
soportar el dolor por la muerte de su amado Hemón, Eurídice, su madre, se da
muerte a su vez[5].
III.
“Yerma” (1934), el “poema trágico en tres actos y seis cuadros”, de García
Lorca, nos cuenta la historia de una campesina, Yerma, que se ha casado sólo
para tener hijos y que vive angustiosamente la tragedia de la esterilidad, sin
encontrar salida posible. Al parecer, la raíz o causa de su infertilidad reside
expresamente en la negación a engendrar por parte de su marido.
Su
marido, Juan, es un trabajador afanoso, que no quiere tener hijos y que no ve
en la esposa más que la “hembra” que sacie sus deseos sexuales. Yerma, con su
anhelo de maternidad obsesivo, arrastra infelices sus años de juventud. Dos
fuerzas, pues, “que no se encuentran jamás en un mismo
plano”, en el plano del
amor interpersonal. La tragedia va a resolverse –como señala Díaz Plaja- den dos direcciones. “una
interior, estremecida de intimidad, desolada de su propio vacío fisiológico, y
otra, externa y agresiva, que se proyecta sobre su marido, el hombre que la
codicia con pasión de macho fuerte, que no ve en ella sino la hembra que le
sacia”[6].
Las
mujeres de su edad estrechan en sus pechos nuevos lactantes. Yerma prepara en
silencio la canastilla del hijo que no puede nacer. No le faltan, por parte de
sus amigas, los consejos lúbricos que fácilmente desenlazarían el nudo de la
tragedia planteada -en la romería del tercer acto se le ofrece la ocasión:
ceder ante los deseos e impulsos de los mozos que la hostigan y solicitan…-
pero Yerma es una mujer honrada, sabe cuál es su deber moral; se ha casado con
Juan y Juan debe ser el padre de sus hijos. Por esto, finalmente, cuando su
marido le revela que nunca ha deseado prole, Yerma ve en aquel deseo negativo
la más odiosa traición, y cuando Juan se le acerca deseoso, lo estrangula[7].
IV.
El tema de ambas obras apunta, pues, a una misma obsesión del alma femenina por
proteger la vida de su entorno familiar más biológicamente cercano. Ambas
sacrifican incluso el amor físico, erótico, su propia “sexualidad”, su más
íntima y natural “feminidad”, a la consecución de un propósito impuesto por la
cultura a la “Feminidad”, a la “Mujer” en abstracto. En ambos casos, lo
“femenino” permanece oculto, latente, sin emerger en la llama fecunda de la
relación con el varón amado. Las dos supeditan lo erótico personal a lo biológico
impersonal. Antígona muere “virgen”; Yerma sin conocer el verdadero amor de
su hombre.
Ambas
están poseídas por una función biológico-orgánica que, socialmente establecida
y “culturalmente” introyectada, se impone a todas sus pulsiones, a las más
íntimas e individuales. Ambas son “femeninas”, en el sentido más convencional,
pero el estereotipo de la “Feminidad” en abstracto, vigente en sus respectivos
ambientes -una función transindividual, más social que personal- ahoga e impide
el natural desarrollo de sus más íntimos y personales sentimientos humanos y
femeninos.
Sus
respectivas feminidades íntimas, personales, se ven así reprimidas, frustradas,
irremisible y trágicamente mutiladas por causa de una “Feminidad” estereotípica
que se les impone desde fuera, desde la función que una “cultura” tradicional,
rígida y asfixiante les ha asignado: velar por la perpetuidad y continuidad
familiar, tanto hacia el pasado (Antígona) como frente al futuro (Yerma). Y
todo ello, en nombre de la “piedad
fraternal”, un ineludible deber de la religión familiar helénica, en el
caso de la mujer griega, o bien, en el del “honor
conyugal”, una onerosa e insalvable imposición social, en el caso de la
andaluza. (Continuará).
Tomás
Moreno
[1] Ángel Álvarez de
Miranda, La Metáfora y el Mito, Cuadernos
Taurus, Madrid, 1963, pp. 13-14. Trabajo que apareció en el tomo II de sus Obras
con el título de Poesía y Religión.
E. de Cultura Hispánica, 1959.
[2] Francisco. R.
Adrados “Las Tragedias de García Lorca y los Griegos” en Del teatro griego al teatro de hoy, Alianza Editorial, Madrid,
1999, pp. 287-299.
[3] Ibid., p. 290.
Rodríguez Adrados señala además: “En las costumbres populares, el teatro de
títeres, la copla, las romerías, encontraba Lorca elementos que le ponían en
contacto con la misma cultura agraria de que brotó la obra de los trágicos
griegos. La danza popular, la canción de boda y de duelo y una serie de
rituales que están en el fondo del teatro griego y que he estudiado en otro lugar
no son muy distintas de contrapartidas suyas en la cultura popular de Andalucía
y de otras tierras de España. Y, sobre todo, e s bien sabido que los temas
centrales de Bodas de sangre, de Yerma (y de Doña Rosita, Bernarda Alba y otras
obras más) proceden de sucedidos reales de la Andalucía de su tiempo”.
[4] La mayoría de
los expertos en García Lorca han
estudiado las reminiscencias específicas en su teatro de pasajes de los
trágicos griegos, fundamentalmente las de Esquilo en Bodas de sangre, las de Las
Suplicantes en los coros lorquianos y en el Hipólito de Eurípides. La persecución del tercer acto en Bodas de Sangre recuerdan la que se da
en Euménides. Hay también influjo de Esquilo
en Yerma (el “ditirambo” del macho y
la Hembra ofrece junto a recuerdos del tema dionisíaco a los que alude el
propio Lorca y a raíces autóctonas (la romería de Moclín, de Almería), algunos
recuerdos de la danza frenética de las danaides perseguidas por el heraldo
egipcio al final de Las Suplicantes
y, sobre todo, en opinión de F.R. Adrados,
el influjo en Yerma (tragedia
de la maternidad frustrada) del Hipólito de Eurípides (tragedia del eros frustrado) y las similitudes entre
Yerma y Fedra, sus protagonistas. La vinculación o similitud entre “Yerma” y “Antígona”
de Sófocles que nosotros aquí
desarrollamos no ha sido –que sepamos- tratada nunca.
[5] Las mejores
traducciones en castellano de Antígona
son : la bilingüe de I. Errandonéa, Tragedias
de Sófocles, Alma Mater, Barcelona, 1959-1965; Sófocles, Antígona, Edipo rey, Electra, edición de
Luis Gil, Guadarrama, Madrid, 1968; Sófocles, Tragedias trad. de Mariano Benavente Barreda, Biblioteca Clásica
Hernando, Madrid, 1971. Sobre Sófocles y la tragedia griega en general pueden
verse: Ignacio Errandonéa, Sófocles y la
personalidad de sus Coros, Moneda y Crédito, Madrid,, 1970; Kare Reinhard, Sophokles, Franfort, Klostermann, 1947;
V. Ehrenberg, Sophokles und Perikles,
München, Beck, 1956; F. Rodríguez Adrados, El
héroe trágico y el filósofo platónico, Taurus, Madrid, 1962; Hugh
Lloyd-Jones, M. Fernández Galiano, F. Rodríguez Adrados, A. Tovar, Estudios sobre la Tragedia Griega,
Cuadernos de la Fundación Pastor, nº 13, Madrid, 1966; R. M. Lida, Introducción al teatro de Sófocles,
Paidós, Buenos Aires, 1971; Ana Iriarte, Democracia
y Tragedia: la era de Pericles, en Historia del Pensamiento y la Cultura,
Akal, Madrid, 1996; J. Cruz Cruz, “Antígona. La tragedia de la familia en
Hegel”, en Razón y Libertad. Homenaje a
A. Millán Puelles, Rialp, Madrid, 1990..
[6] G. Díaz-Plaja, Federico García Lorca, Espasa Calpe,
Austral, Madrid, 1961, p. 207.
[7] Sobre Yerma existen numerosas ediciones: la de
A del Hoyo, en Obras completas de
Aguilar, Madrid, 1960; la de I. M. Gil, edit. Cátedra, Madrid, 1981; la de M.
Hernández, en Alianza, Madrid, 1985; y, sobre todo, la edición crítica de M.
García Posada, “Teatro 1. Obras 3”,
Akal, Madrid, 1998.
Agradecido al autor del este excelente trabajo, y a ti por traerlo, amigo. Aprendo mucho de ustedes. Un abrazo.
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