DE LA NADA Y LA VOCACIÓN DE SER:
LA
APTITUD POÉTICA
No pocas veces he interrogado, por cierto, con una grande curiosidad, a quienes dicen conocerse y sobre su inclinación manifiesta hacia una u otra actividad, la(s) cual(es) le(s) ha(n) realizado plenamente
y les ha(n) hecho ver ese sentirse completos en su tránsito existencial. Huelga decir que
no han sido muchas las personas que he conocido –en vivo o en el ámbito
histórico e incluso literario- con esta gran suerte o mejor y reconocido designio. No obstante, ese ser singular que a estos
personajes caracteriza y que se ha materializado en virtud de una vocación
irreductible en sus vidas, siempre me ha
resultado extrañamente familiar, e incluso creo que todo el mundo –que quiere
atender a esta potencia más o menos manifiesta y consciente en nuestras vidas-
puede participar de ella, y, sin embargo, la frustración de esta fuerza es causa de grandes males
en el espíritu del que la inhibe, consciente e inconscientemente.
Los
mitos más antiguos (y profundos) nos remiten a este impulso de desarrollo
personal –recuérdese, por ejemplo, a Platón, en La República y, concretamente, en el tratamiento
del mito de Er.[1] El daimon, que diríase es propio de todo ser
consciente, está activo antes del mismo nacimiento y ya observa una proclividad o predisposición
hacia algo que puede traducirse en imagen, ley, norma, modelo y que decía
nuestro admirado filósofo, es sin duda portador de nuestro sino.

Sin
duda he sabido de primera de primera mano de este
impulso –energía- vocacional en el ámbito de la creación poética, como fenómeno
expresivo literario y, sobre todo, como modus singular de entender el alma, el
espíritu, la psique y su integración en el mundo, como fuerza esencial (y la vez sustancial) de todo lo que se manifiesta creativamente en el mundo.
Este
genius, daimon, ángel –de la guarda-
o designio de mi espíritu, expreso en mi caso materialmente en el poema es un
claro paradeigma –paradigma- vocacional
que incluía todo lo que fuere -intemporalmente- mi persona, indiferente a
cualquier apreciación moralista pues excede la conciencia, y es que es fuerza
vital, hálito anímico, alma libre que anhela realizarse en virtud de la luz –para quien la sabe saber ver- que la ilumina.
Es
ese vasto dominio que incluye la ciencia y el arte del verso, se sobrepasa en estos
extremos para verterse como magia, religión e incluso para muchos como locura,
es, en fin, la encarnación de una fuerza que sobrepasa el concepto de ego
conformado al albur de las convenciones de este mundo: es la razón de amor, la ciencia de la paradoja, el ser en devenir
constante que, como interpretaba un admirado psicólogo[3],
no elegí sino que me eligió por sus propias , diversas y acaso oscuras –o luminosas-
razones.
Francisco Acuyo
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