LA DOMINACIÓN MASCULINA:
EL DISCURSO DE LA DIFERENCIA
En el segundo
ensayo, que tiene el significativo subtítulo de “De la Bestialización a la
Exclusión”, su autora, Armelle Le Bras-Chopard, analiza pormenorizadamente este
proceso y las estrategias que han llevado, en la ideología filosófica
occidental, a incluir a las mujeres en el mismo zoo que ya ocupaban, juntamente con los animales domésticos, los
animales salvajes y los monstruos, los “otros” grupos humanos estigmatizados[1]. El estratégico razonamiento utilizado para ello, es muy simple,
el mismo que ha servido, en su opinión, para distinguir al hombre del animal: “El
animal no es un hombre (primera premisa); la mujer no es un hombre (segunda
premisa); luego... Es fácil sacar la conclusión de este silogismo falaz, en lo que se refiere a las mujeres, “si el punto de referencia ‘esencial’
de la humanidad –del “ser hombre”- es identificado en exclusividad como macho y
no como macho y hembra indistintamente[2]. La consecuencia de todo ello ha sido dramática, por no decir
trágica, para las mujeres. No se le ha permitido históricamente el acceso a la palabra, a su
propio discurso, a la producción de saber, a la participación política, ni a la
gestión de su propia vida, llegando incluso a negársele toda existencia cívica
como una menor de edad. Este discurso de la no-masculinidad,
y en consecuencia, de la “menor humanidad” de la
mujer, más explícito en los
autores de los siglos pasados, el que está presente en los pensadores de todos
los tiempos, y el que ha sido el responsable de marginar a la mujer de la
historia -de la mujer que piensa, trabaja, hace política y se expresa
libremente como dueña de su propia palabra y de su propia vida- impidiendo por
siglos su emancipación.
En su obra, Le Bras-Chopard destaca cómo algunos planteamientos misóginos de
grandes pensadores, púdicamente olvidados, nos harían sonreír si no hubieran
preparado o acompañado prácticas de exclusión, a veces mortíferas, para las
mujeres. Desde el comienzo de la historia humana -la que se inicia tras el
matriarcado, esa ignota edad anterior a la Historia- el discurso masculino ha
tendido a expulsarla a la animalidad
(o a atribuirle determinados rasgos
de ella) o a una “raza intermedia”, suerte de eslabón perdido entre el animal y
el macho, cuando no al mundo demoníaco, satanizándola[3]. La dominación masculina de la mujer ha pasado por diferentes
etapas: antes de hacer jurídicamente de ese “ser animado” (no inerte, aunque se
ha llegado a defender hasta su “carencia de alma”) un objeto, de alienarlo como
una propiedad o posesión, cuyo uso queda regulado siguiendo el espíritu del
derecho romano, habrá que animalizarlo previamente. Ese ser que tiene la
capacidad de moverse por sí mismo debe ser domesticado,
manejado por las buenas o por las malas por el macho. La mujer no va a ser
tratada de entrada como un objeto, sino que lo será como consecuencia de su estatuto
animal o “casi animal”. El trato infligido a la mujer será, en efecto,
“diferente según se las asimile a ‘animales salvajes’ o a unos ‘animales
domésticos’ cuya dificultosa doma es paralela a su carácter indócil y hace de
ella, como del caballo, la más bella conquista del hombre”[4].
Así pues, este discurso teórico
sobre la “diferencia”, que se estableció en la Antigüedad griega, que sobrevivirá
a la inserción del judeocristianismo en el mundo romano, que atravesará el
imaginario medieval, lo encontraremos, en sus grandes líneas, más o menos
encubierto o disfrazado, incluso en el corazón mismo de la conciencia moderna. No deja de ser raro, apunta Delacampagne,
que un discurso como éste “sobreviva
en lo esencial a tantos cambios sociales y culturales; que se adapte tan bien a
nuevos lenguajes; que se transmita con tanto éxito cuando no tiene el menor
fundamento en la realidad; que sea capaz, en fin, de sobrevivir a las
destrucciones que ha efectuado muchas veces la ciencia”[5].
Erigido así el varón, por la razón patriarcal, instrumental y ordenadora, en
exclusivo punto de referencia de la humanidad y, consiguientemente, propuesta
la masculinidad como indiscutible
patrón de racionalidad y sentido, la “diferencia sexual de la mujer” - su no-masculinidad- se convirtió en el factor que ha condenado
durante milenios a la mujer a su
segregación y marginación, sancionando y legitimando así su dominación y las
estrategias de reclusión y control social, utilizadas contra ella, por su supuesta (triple) inferioridad natural. Desde
estos presupuestos antes analizados, en esta investigación tratamos de indagar
las raíces culturales de la misoginia occidental y las causas/motivaciones de
la violencia de género, de la violencia machista, que asola nuestras sociedades
occidentales. ¿Por qué se ha considerados dogmáticamente como incuestionable la
inferioridad de la mujer en relación al varón? ¿Por qué las mujeres han ha sido
objeto de interdicciones respecto a su relación con lo sagrado y de
prohibiciones sin cuento a lo largo de una milenaria historia opresión e
infamia? ¿A qué se debe la prohibición de ejercer el libre uso del lenguaje, la
negación del derecho a su propio discurso, impidiéndole, durante la mayor parte
de la historia, el acceso a la educación, a la producción del saber y a la
creatividad cultural? ¿Cómo entender su sistemática exclusión de la ciudadanía
y de la participación política, llegando incluso a negársele la gestión de su
propia vida, de su existencia social como una menor de edad. A todas estas
cuestiones trataremos de responder a lo largo de este ensayo. (Cont.)
TOMÁS MORENO
[1] Sobre los mecanismos de “estigmatización” de un grupo humano, véase
Erving Goffman, Estigma. La identidad deteriorada, Amorrortu editores, Buenos
Aires, 1998.
[2] A. Le Bras-Chopard, El zoo de los filósofos, op. cit. p. 229.
[3] Cf. Jean Delumeau, El miedo en Occidente, (capítulo 10: “Los Agentes de Satán. III.- La Mujer »),
Taurus, Madrid, 2002, pp. 471- 531 ; también W. Lederer, Ginophobia ou la Peur des femmes, París,
1970.
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