EL AMOR SACRIFICIAL
Y LA
ABNEGACIÓN DE LAS MUJERES
Íntimamente vinculado al estereotipo de la domesticidad femenina y
al papel de sumisión y obediencia al varón por parte de la mujer en el hogar,
encontramos el de su amor, abnegación y entrega incondicionada a los demás
miembros del mismo. En efecto, “el estereotipo femenino más acariciado por la
ideología patriarcal”, escribe García
Estébanez, “el de que la naturaleza de la mujer consistía en el servicio y
sacrificio por los demás, la obligó a mostrarse generosa y altruista; de ahí
cundió la especie, difundida por la espiritualidad cristiana, de que a la mujer
le gustaba este desprendimiento y entrega al bienestar de los otros[1].
Esta ideología,
del altruismo y de la abnegación femeninas, que alcanzó su momento estelar y
enfermizo con la concepción burguesa de la mujer como el ángel de la casa, tratará de desmitificarla Susanne Kappeler, en términos muy claros: las mujeres en el
patriarcado, afirma, no han sido desprendidas, han sido explotadas como
esclavas del amor esponsal y de la solicitud familiar; su altruismo era
extorsionado; si las mujeres no hubieran sido altruistas se las hubiera
considerado una monstruosidad y no hubieran podido vivir en el régimen del
patriarcado; también los esclavos cooperaron al sostenimiento del Imperio
romano construyendo sus puentes y sus calzadas, pero no lo hicieron por
altruismo, sino forzados, para salvar sus vidas[2].
Así, y por sólo citar a
unos pocos pensadores representativos de la época moderna, para Fichte, por ejemplo la dignidad de la mujer consiste en no tener voluntad propia: en
someterse pasivamente al poder masculino. Su honor exige, pues, deshonor, su
dignidad la total indignidad y su libertad clama la esclavitud voluntaria de la
alcoba, su único reino:
La mujer
se da al varón no por placer sexual, pues esto sería contrario a la razón, sino
por amor; por amor se ofrece al varón y su existencia se pierde en la de éste […]
amor autosacrificado al marido, sobre el que se basa toda su dignidad. Una
mujer razonable y virtuosa sólo puede sentirse orgullosa de su marido y de sus
hijos; pero no de sí misma, porque se olvida de sí misma en ellos (Fichte Moral, 142)[3].
Ese
amor sacrificial, como lo denomina el
pensador alemán, hacia el marido, en el que basa la dignidad de la mujer,
comporta un olvido de sí misma en él (y en los hijos, si los hubiere), es el
que propugnara mucho antes Rousseau para su mujer
ideal (educada para su completa dedicación al marido y los hijos, porque
una vez agotada la tarea de la seducción y de la atracción física, sólo le
quedan los deberes de naturaleza esencialmente hogareños, como corresponde a su
ideología de la domesticidad) y el que
Kant atribuyera al rol doméstico y
familiar de la mujer.
El
mismo que A. Comte exigía a la
esposa ejemplar: la naturaleza exige que la esposa sirva de contrapeso al
instinto sexual puramente egoísta del marido y, al mismo tiempo, que se somete
a él, porque sólo bajo ese impulso se siente el hombre atraído por ella, sufre
su atracción y sigue deseándola y amándola. El coniugio no tiene en la mujer otro sentido que la de ennoblecer la
pasión grosera del varón con su pureza. Por otra parte, el que la mujer tenga
su destino sustancial en la familia
es algo que Comte no duda en lo más mínimo; por el contrario, es sobre lo que,
precisamente, construye su “sana” teoría de la familia. Esta es el lugar
acolchado, iluminado por la sonrisa y caldeado por la absoluta dedicación de la
mujer, y en la cual, tanto para Fichte como para Comte, el hombre olvida la “lucha y el trabajo en el
mundo exterior”.
Igualmente
Kierkegaard y Nietzsche inciden en el rol de la mujer como “descanso del
guerrero”. Kierkegaard, por ejemplo, al conectar la tradición patrística de un
Clemente de Alejandría reduciendo el ser
de la mujer a vivir para los demás, recuerda cómo el Esposo en las Palabras sobre el Matrimonio canta a la
mujer: “¡Oh debilidad maravillosa! Ella ama al hombre a tal punto que desea que
sea él mismo quien domine, y por lo mismo el parece tan fuerte y ella tan
débil, porque ella gasta su fuerza en sostenerlo, la gasta como abnegación y
sumisión […] y experimenta un placer invistiendo continuamente al hombre con la
fuerza ostensible.”[4].
Para Kierkegaard la mujer en sí misma es nada; ontológicamente es dependiente
de otro ser. “El destino profundo de la mujer es ser la compañera del hombre”[5].
¿Cuál
es la definición más adecuada del ser femenino?, se pregunta el filósofo danés,
el mejor representante de la “misoginia galante y romántica”, para
inmediatamente responder: “La de un ser que encuentra su finalidad en otro ser.
La mujer es el ser que existe para otros seres”[6].
Y ello es así, porque la mujer es el “sueño del hombre”, el sueño de Adán,
“materia informe sobre la que se ejerce individuación amorosa”[7].
Es la criatura de su creador, Pigmalión, “que hace emerger a su dama de lo
informe femenino”. La mujer es, no solo funcionalmente sino ontológicamente, un ser para otro, “porque en sí todo lo
que es femenino es extrínseco: un ser cuya finalidad está en otro ser, que no
tiene vida propia, cuyo espíritu es vegetativo, contenido en los límites de la
Naturaleza e incapaz de excederlos”[8]. Un ser para otro, entregada a otro, e incluso
existente para otro y por otro, es un ser esencial, ontológicamente abnegado,
abandonado, perdido, alienado de sí mismo. En La enfermedad mortal, Kierkegaard reiterará esa misma idea:
La esencia de la mujer es la entrega, el
abandono; y no hay femineidad donde no haya eso. Es bastante curioso que nadie
sea capaz de igualar en melindres a una mujer […] tan melindrosa que, a veces, llega
a hacerse cruelmente delicada… y sin embargo, su esencia es la entrega, y lo
maravilloso del caso es que todo lo aludido no es propiamente sino una
expresión de que su esencia es la entrega. […] El abandono es lo único que la
mujer tiene, y por esta razón la misma naturaleza se encarga de ser su
defensora. […] En la entrega se ha perdido la mujer a sí misma y solamente así
es feliz, solamente es ella misma; porque, desde luego, no tiene ni un adarme
de femineidad la mujer que sea feliz sin el abandono, es decir, sin entregar su
propio yo, por muchas que por otra parte sean las cosas que entregue[9].
Para
Schopenhauer, por su parte, no cabe
ninguna duda de que la mujer es, debe ser un ser tutelado, ya que por
naturaleza está destinada a la obediencia: “Prueba de ello [es] que la que está
colocada en ese estado de independencia absoluta, contrario a su naturaleza, se
enreda en seguida, no importa con qué hombre, por quien se deja dirigir y
dominar, porque necesita un amo. Si es joven, toma un amante; si es vieja, un
confesor” (AMM, 102).
Nietzsche también participa de esta
conceptualización sumisa y dependiente del ser femenino. Acostumbradas a la
sumisión desean naturalmente servir al varón abnegadamente. Como señala A. Valcárcel, para el filósofo de Röcken
“lo que las mujeres son se explica por lo que deben hacer. Y sirven a los
varones, al estado, a la moral. Exageran su debilidad e implementan el instinto
de rebaño. Sin embargo la verdadera moral comienza allí donde ese instinto
gregario termina […]. Lo mejor que pueden hacer las mujeres es acomodarse a su
función vicaria. Ser el reposo del guerrero para cumplir así el transfundirse
en el hijo que la especie gravosamente les impone”[10].
Por eso mismo: “La felicidad del hombre se llama: yo quiero. La felicidad de la
mujer se llama: él quiere” (AHZ, I, “De las mujeres viejas y jóvenes)[11].
Y
en términos similares se expresarán otros filósofos y pensadores del siglo XX,
como Giovanni Gentile u Ortega y Gasset. El pensador italiano
exaltará la figura de la mujer enfatizando, precisamente, su sumisa pasividad y
domesticidad y su entrega al marido y al hijo. Su dignidad y grandeza residen
enteramente en esto: “Ser confortadora del hombre, que siente la necesidad de
retirarse de vez en cuando de la vida pública, política, científica o
artística, y refugiarse en su intimidad, y reclina su cabeza en el dulce regazo
de su mujer”[12].
Ortega y Gasset, por su parte, lo hará al decir que la persona de la mujer se cumple en su referencia al varón,
tesis que mantiene enfrentándose a Simone
de Beauvoir, para quien una persona que se define por referencia a otro, o
dependencia de otro, no es una persona[13].
Así
se pensaba hasta comienzos del siglo XX. No es extraño, en consecuencia, que Sigmund Freud y su discípula Helen Deutsch hablaran –sin más
fundamento científico que seudo-argumentos y testimonios como los que hemos
transcrito a lo largo de nuestro ensayo- no ya de la histeria como en sus obras iniciales de sus comienzos
psicoanalíticos, sino del masoquismo
primario como la característica primordial o esencial de lo femenino. La ideología de la
abnegación y la entrega femenina no sería sino la expresión teórica de ese
rasgo psicopatológico atribuido injustificadamente a la(s) mujer (es) por el
paterfamilias de la secta psicoanalítica y secuaces. John Stuart Mill y Harriet Taylor denunciarán en La sujeción de la mujer esa “errónea
doctrina inculcada a la mujer de que ha nacido para la abnegación y de que su
vida está al servicio de alguna causa externa a ella misma”[14].
La dedicación a un ideal, aunque ahora se trate de la emancipación femenina, se
vive con el espíritu de sacrificio y entrega propios de una abnegada mujer
tradicional.
Como
anteriormente hemos ido viendo, en el imaginario del hombre las mujeres pasaron, sin transición, del
estatuto de animal al de Sacerdotisa
y Encarnación de la Humanidad misma, por parte de Augusto Comte, cuyo culto
podría realizarse vicariamente en el propio hogar. De hecho la Capilla de la Humanidad se alojaría en París
en la casa de su amada Clotilde de Vaux, en la rue Payenne de Marais[15]. Ese ser, la mujer, que no hace tanto –apenas
un par de siglos- se consideraba diabólico
va a ser promocionado a finales del XIX en Dama[16],
ángel o diosa
del hogar –como proclamaran y postularan pensadores tan heterogéneos como
el pensador luterano cristiano de la angustia Kierkegaard, el anarquista P.J.
Proudhon, el socialista utópico Etienne
Cabet o, el ya aludido, Augusto
Comte- recluyéndola de nuevo como
antaño en el dulce hogar. Eso sí, ahora transformado en una jaula de oro[17].
TOMÁS MORENO
[2]
Cf. Susanne Kappeler, The Will to
Violence. The Politics of personal Behaviour, Cambridge, Polity Press,
1995, pp. 27 y 42. Citado por Emilio García Estébanez en Contra Eva, op. cit, p. 111.
[7] Kierkegaard utiliza bella y poéticamente muchas
metáforas e imágenes de la Escritura para referirse a la dualidad hombre-mujer
(Diario de un seductor, op. cit., p.
129).
[8] Amelia Valcárcel, “Misoginia romántica, Hegel, Schopenhauer, Kierkegaard,
Nietzsche”, en A. Puleo (coord.), La
filosofía desde un punto de vista no androcéntrico, Secretaría de Estado de
Educación, 1993, pp. 19-20.
[11] F. Nietzsche, Así habló Zaratustra,
traducción de Andrés Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid, 1972, p. 107.
[12] G.
Gentile, “La donna nella coscienza moderna”,
Sansoni, 1934, p. 17., citado en Rosa Manieri, Mujer y capital, Tribuna feminista, Debate, Madrid, 1978, pp.
38-39.
[13] J.
Ortega y Gasset, El hombre y la gente (I), El Arquero, Revista de Occidente, Madrid, 1970, pp. 179-180.
[14] John
Stuart Mill y Harriet Taylor Mill, “La sujeción de la mujer”, op. cit., en Ensayos sobre la igualdad sexual. Ed.
Península, Barcelona, 1973.
[15]
Tras la muerte de Clotilde en 1846, Comte reorganizó su sistema filosófico
anterior en una nueva religión secular positivista o Religión de la Humanidad,
en cuyo calendario festivo figuraba el 6 de abril como el “día de Santa
Clotilde”; también instituyó un día dedicado a “las mujeres santas”. Su nuevo
culto religioso al Grand Être Supréme,
comprendía todo un sistema completo de creencias, rituales y sacramentos, con
su catecismo positivista y su liturgia propia, sus sacerdotes, su
Sacerdotisa-Encarnación de la Humanidad (la Mujer) y su Pontífice (el propio
Augusto Comte autoelegido para el cargo). Cf. André Therive, Clotilde de Vaux ou La déesse norte,
Albin Michel, París, 1957.
[16] Para el tema de la idealización de la mujer en la
misoginia romántica y su mitificación en forma de Dama del amor cortés, véase
Celia Amorós, Sören Kierkegaard o la
subjetividad del caballero, Anthropos, Barcelona, 1987.
[17] A.
Le-Bras-Chopard, El zoo de los filósofos,
op. cit., p. 253. Balzac resumió con cierto cinismo esa peculiar situación
femenina: “La mujer es una esclava que hay que saber sentar en un trono”.
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