Se prosigue analizando la segunda parte de Sexo y carácter, de Weininger, en esta ocasión bajo el título: Los tipos sexuales, y todo redactado por el filósofo Tomás Moreno para la sección, Microensayos, del blog Ancile.
SEXO Y CARÁCTER (SEGUNDA PARTE)
(“LOS TIPOS SEXUALES”)
La
Segunda parte (“Los Tipos Sexuales”) consta de catorce capítulos. Se inicia con un
capítulo, “El hombre y la mujer”, en el que se examinan los tipos
sexuales. Sin embargo, para conseguir que su caracteriología hipotética
funcionara, Weininger tenía que presentar tipos ideales (construidos como abstracciones
o ideas platónicas) de masculinidad y
feminidad (cap. I), puesto que,
según su definición del problema, éstos ya no eran idénticos a los géneros
observados, macho/hembra de la primera parte. Muy sumariamente a lo largo de
estos catorce capítulos Weininger va a tratar de analizar y descubrir las diferencias entre la sexualidad
masculina y femenina y sus divergencias intelectuales. Asociará así, como
veremos, la masculinidad con la capacidad de discernimiento intelectual y la
memoria (cap. II); con la
genialidad, la moralidad, la voluntad y la religión (caps. III, IV y V); con el amor verdadero (cap. VI); con la identidad personal, el celo por la verdad y por el
bien, el impulso a la trascendencia y el anhelo de inmortalidad (caps. VI, VII, VIII, IX, X) y por
último, con la raza aria (cap. XIII) En cuanto a la feminidad, la vinculará a la credulidad
y a la confusión mental; atribuyéndole la amoralidad, la impulsividad o
instintividad y la irreligión; así como la carencia de Yo y de individualidad,
la nulidad ontológica, la mendacidad, la tercería, la mutabilidad, la esclavitud
al deseo sexual, la histeria y, como era de esperar, su vinculación al
judaísmo. El capítulo XII
desarrollará por extenso el tema de la naturaleza de la mujer y su
significación en el universo. Pese a que Weininger concluía con un plan de
redención (cap. XIV) según el cual
judíos y mujeres podían llegar a situarse al nivel de los hombres, y los arios
se reconciliaban con su naturaleza bisexual, lo cierto es que la mayor parte de
las páginas de su enciclopédico libro estaban dedicadas a plasmar la polaridad
básica, esencial entre hombre y mujer. De acuerdo con su teoría, todos los
logros significativos de la historia –como el arte, la literatura y los
sistemas legales- se deberían al principio masculino, mientras que el principio
femenino sólo daría cuenta de los elementos negativos, que, según él,
convergían en su totalidad en el pueblo judío. La raza aria es la encarnación
del principio organizador fuerte que caracteriza al hombre, mientras que la
raza judía personifica al “caótico principio femenino del no ser” (caps. XIII y XIV).
El
capítulo XIV (“La mujer y la humanidad”) es uno de los más sorprendentes y
herméticos de la obra. En él Weininger trata de “comprender el papel de la
mujer en el mundo y el sentido de su misión en la humanidad” y lo aborda “desde
el punto de vista de aquella idea de
humanidad que late en la filosofía de Immanuel Kant” (SYC, p. 328).
Lo que parece nuevo es la actitud y comportamiento del hombre que, influido por
el judaísmo y la dionisíaca “cultura del coito”, acepta resignadamente el valor
que las mujeres se atribuyen y le atribuyen (por su naturaleza la mujer sólo
puede apreciar en el hombre la parte sexual). La castidad masculina es objeto
de burla y “el hombre ya no siente a la
mujer como pecado, sino como destino” (SYC, p. 330)[1].
En el acto sexual las mujeres descubren el sentido de su existencia, su destino
vital: “el objeto principal de la mujer es practicar el coito, gracias al cual
su existencia se justifica” (SYC, pp.
329-330).
Según
Weininger el ideal de la virginidad y de castidad tiene su origen en los
hombres y no en las mujeres. La mujer quiere “poder no ser casta”, pide y exige
al hombre sexualidad y no virtud, porque sólo por la sexualidad ella adquiere
una existencia. En el fondo no les satisface el elevado amor platónico del
hombre porque “en realidad, no les dice nada”: “Que la mujer pretenda el coito y no el amor,
significa que quiere ser envilecida, no exaltada. El mayor enemigo de la
emancipación de la mujer es la propia mujer” (SYC, p. 331). Y por ello ésta
prefiere al hombre con instinto de brutalidad, y “se arroja en los brazos de
quien tiene fama de Don Juan.: “Beatriz
se impacientaría como Mesalina si se prolongara mucho tiempo las endechas del
galán arrodillado ante ella” (SYC, p. 331).
El
coito no es inmoral porque produzca placer, ni porque sea el primero entre
todos los goces de la vida inferior. El hombre tiene derecho a aspirar al
placer, le hace más fácil y alegre su vida sobre la tierra, pero no está
autorizado a sacrificar un mandato moral. Para el kantiano Weininger la radical inmoralidad del ímpetu sexual está
en tomar
a otra persona como medio, un pecado contra el principal mandamiento
ético, que ordena considerar a los demás como fines y no como medios en
desconocer prácticamente en ella su condición de fin:
“El coito es inmoral porque en él se
pospone el valor de humanidad, tanto en la persona de él como de ella, al
placer. Durante el coito el hombre se olvida de sí mismo en el goce, y olvida a
la mujer, la cual, para él ya no tiene una existencia psíquica sino tan sólo
corporal. Pretende de ella un hijo o la satisfacción de la propia
voluptuosidad: en ambos casos no ve en ella un fin, sino que la utiliza para un
objeto ajeno a ella misma” (SyC, p. 332).
Es
decir: en el coito la mujer, privada de valor es sólo objeto o materia para el hombre, bien como fin de su deseo físico
(para gratificar la propia lujuria, o como medio para producir criaturas de la
carne), bien como soporte o pretexto de su proyección erótica ideal (representar
puramente el Yo del amante). También la mujer, que es la misionera de la idea del coito, se utiliza ella a sí misma como un medio para ese fin: quiere al hombre
para obtener el placer o un hijo y pretende ser utilizada por el hombre del
modo adecuado a dicho fin: ser tratada como una cosa, como un objeto de
su propiedad y nadie debe dejarse utilizar por otro como medio para un fin. El hombre puede intentar redimirla: ya que
la mujer es realmente una función del
varón, que él puede afirmar o abolir y las mujeres no quieren en realidad
otra cosa (SYC, p. 333). La feminidad, estima Weininger, es un valor siempre
negativo y debería ser negada y suprimida, incluso en las propias mujeres. Y si la feminidad es inmoral, la mujer debe
dejar de ser mujer y transformarse en hombre. Pero –como entiende
Weininger- es muy difícil que las mujeres, en tanto que mujeres, puedan
emanciparse, pues si “ser mujer”, en efecto, es estar excluida de lo
genéricamente humano (representado por el hombre), la pretendida inclusión en
un ámbito tal, en términos de igualdad, no puede sino conllevar un cambio de
identidad, un traspasarse a lo masculino desvirtuando así su naturaleza
genuina.
La
redención de la mujer, y con ella de
la humanidad, ocurrirá únicamente mediante la negación de lo femenino, mediante
la completa anulación de la feminidad. En
tanto que la mujer –
sentencia nuestro mesiánico filósofo- no deje de existir como mujer para el
hombre, no dejará de ser mujer (SYC, p. 338), es decir: no podrá ser
liberada o redimida. Y la condición para dejar de ser mujer, en opinión de
Weininger, es que “renuncie sincera y voluntariamente” en su fuero interno a
ese acto sexual –el coito- que toma a la mujer “tan sólo como una cosa y no
como un ser humano vivo con procesos psíquicos internos” y que es como una
cadena la ata al género humano a esa “vida inferior” que comparte con las
hembras de las demás especies. Es decir, la mujer: tiene que desaparecer como tal, “y antes de que
esto ocurra no existe la posibilidad de instalar
el reino de Dios sobre la tierra” (SYC, p. 337 y 339).
Weininger
se proclama, así, como el verdadero emancipador de la mujer, y aspira a
liberarla de esa mortífera esencia
femenina, a rescatarla de su
condición de objeto sexual, de mero
recipiente creador de vida y convertirla
en un fin en sí mismo. Esta es la única posibilidad de redención para la
mujer:
“El hombre debe redimirse del sexo, y sólo así redimirá
a la mujer. Sólo su castidad, no su lujuria, como ella cree, es su salvación.
La mujer perecerá como tal, pero surgirá de sus cenizas renovada, rejuvenecida,
como ser humano puro […]. Mientras
haya dos sexos el problema de la mujer persistirá y tampoco se resolverá antes
el de la humanidad […]. La muerte continuará en tanto las mujeres paran, y la
verdad no alumbrará hasta que de los dos sexos haya surgido un tercero que no
sea hombre ni mujer” (SYC, p. 338).
Solamente
la continencia de ambos sexos o lo que es lo mismo: la abolición de los sexos, el cesar toda fecundación, puede llevar
de nuevo al género humano a aquella
idea kantiana de humanidad que lo hace
partícipe de lo divino. Pero ello conllevaría un “pequeño problema”: que la
humanidad desaparecería pronto de la faz de la tierra, la especie perecería. El
objetivo que propone es, pues, triple: en primer lugar, la anulación de la
mujer y su conversión o transmutación en hombre, mediante su total
masculinización, esto es, su desaparición “qua mujer”, único paso que le permitiría ser lógica y ética; en
segundo lugar, la abolición de la sexualidad, con la disolución de los sexos y
la supresión de la fecundación, para concluir, en tercer lugar, y como
consecuencia de lo anterior, en la desaparición misma de la especie humana tal
y como la conocemos[2].
TOMÁS
MORENO
[1] “Para persuadirse de esto”, explica Weininger,
“basta considerar el juicio despectivo que las mujeres en cuanto “mujer” se
forman respecto a la virginidad de sus compañeras de sexo: el estado de no
casada o de vieja solterona es estimado por la mujer como muy inferior al de
las casadas por muy desgraciadas que estas sean. Basta que una mujer esté
casada para que su existencia haya adquirido valor y se les perciba como “seres
superiores”; incluso las prostitutas, que han gozado de amantes, son estimadas
en más. Ello explica, que “una mujer pueda hallar placer ante la presencia de
una joven hermosa” (siempre que haya adquirido ella ya su propia existencia y
no la perciba como posible rival)” (SYC, p. 330).
[2] Objetivos weiningerianos sobre los que alguna de las
orientaciones más extremas del feminismo hodierno –más allá de las justas y
legítimas reivindicaciones feministas del
proto-feminismo ilustrado y de la mayoría de los feminismos, de la
primera, segunda y tercera olas-
radicalmente opuesto al feminismo de la
diferencia, debería contrastar con los suyos e incluso replanteárselos, no
vaya a ser que su pretendida defensa de la mujer, su apuesta por su liberación
y su reivindicación del igualitarismo absoluto de los sexos deriven,
paradójicamente, en frontal hostilidad hacia el sexo femenino, al tratar de suprimir
o borrar, como preconizaban el propio
Weininger y algunas sectas gnósticas de la antigüedad, todas sus diferencias con
el hombre varón -incluida su cualidad biológica más definitoria e
intransferible: la maternidad- y
propiciando, en consecuencia, su plena anulación y autodestrucción como sexo
genética y biológicamente distinto y complementario del masculino; esto es:
como sexo gestante de la vida humana. Como se constata y repite casi siempre: los extremos se tocan, identifican y
confunden.
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