Aprovechando la ocasión del quinto centenario de la publicación de El principe, de Nicolás de
Maquiavelo, el profesor de filosofía Tomás Moreno ha tenido a bien enviarnos
este espléndido trabajo para nuestra sección habitual de Microensayos de nuestro blog Ancile. Con propuesta
tan apropósito abrimos esta entrada nueva de estas páginas que son las
vuestras.
EL PRÍNCIPE, DE NICOLÁS MAQUIAVELO
Y SU LEGADO. (EN SU 5º CENTENARIO)
I. Este año se cumple el quinto centenario de la
aparición de El Príncipe, uno de los momentos estelares de la ciencia
política occidental -por utilizar una expresión felizmente acuñada por Stefan Zweig[1]-
y una de las obras que mayor influencia han ejercido en la teoría y en la praxis
política de toda clase de hombres de Estado y gobernantes -déspotas y tiranos,
unas veces, prudentes republicanos o avisados patriotas, otras- desde el Renacimiento
hasta nuestros días. Manual o libro de cabecera, desde entonces, de reyes
y gobernantes, de Papas y Emperadores, de políticos y diplomáticos, de teóricos
y filósofos políticos de toda índole.
Escrita
en 1513, divulgada en forma manuscrita a partir de 1515 y publicada
póstumamente en 1532[2]
es, sin duda, la obra política más leída
y discutida, más ensalzada y denigrada de la literatura política de todos los
tiempos. Verdadero best-seller en su
tiempo, pocos libros han ejercido tanta influencia o dejado tanta huella en los
ámbitos políticos occidentales como este auténtico breviario para gobernar del pensador y escritor florentino Nicolás
de Maquiavelo (1469-1527)[3].
Desde
su publicación, y a lo largo de los siglos posteriores “El Príncipe” fue leído,
consultado y utilizado como guía de gobierno en la Iglesia renacentista y en
las cortes europeas de la época moderna. Un Papa, Clemente VII (Médici) dio licencia para editarlo en 1532; otro Papa,
Sixto V, en 1590, mando hacer un
extracto del mismo para su uso. El emperador Carlos V, fue asiduo lector de la obra y consideró de provecho su utilización para la
educación política de su hijo Felipe II. Dos emperadores otomanos de la época -Ahmrat
II y Mustafá I- lo hicieron traducir al turco. Los Reyes Absolutos y los Déspotas
ilustrados del XVII y XVIII (desde Enrique III y Enrique IV, Luis XIII y
Luis XIV, hasta Catalina de Médicis, Cristina de Suecia, Poniatowski de Polonia
o Christian de Dinamarca) se inspiraron en sus páginas. No sólo los absolutistas
sino también republicanos, partidarios de la democracia, como Rousseau, lo elevaron a la categoría de
modelo a imitar. El propio Napoleón,
ya en el XIX, comentó y glosó con unas ochocientas anotaciones su edición de
“El Príncipe”, llegando a afirmar: “Tácito sólo escribió novelas. Gibbon,
cuentos de hadas. El único libro digno de ser leído sobre la materia política
es El Príncipe de Maquiavelo”.
Y,
ya en el siglo XX, Mussolini dedicó
al libro del florentino un elogioso y largo ensayo (Preludio al Machiavelli) en la “Enciclopedia Italiana” (1922-25). Hitler siguió con perversa y consumada
maestría sus consejos. Lenin, lo
recomendaba abiertamente a los bolcheviques; Mao Tse Tung aprendió en él su doctrina de la razón de estado e
incluso el propio Che Guevara lo llevaba
en su mochila cuando en su juventud, recorría en motocicleta las irredentas tierras
americanas. Gramsci vio en la figura
y acción política del Príncipe un verdadero
paradigma anticipador de cómo debería organizar su praxis el Partido comunista italiano, encarnación colectiva del
“Nuevo Príncipe”[4].
Políticos
y diplomáticos de todos los lugares y tiempos, desde Richelieu o Metternich
hasta Kissinger, declararon en
alguna ocasión haber tenido muy en cuenta sus consejos y enseñanzas, a la hora
de pergeñar sus estrategias diplomáticas en cuestiones de política
internacional y de relaciones entre Estados. Sus recomendaciones sobre el modo
de adquirir, conservar y acrecentar el poder, sus doctrinas de la razón de
estado serán aplicadas y practicadas por Estados, partidos, grupos de presión y
gobernantes desde que el mundo es mundo.
Es
por ello por lo que Jean Paul Sartre
escribiría en “Las manos sucias”: “El maquiavelismo es anterior a Maquiavelo,
es tan antiguo como la perversión humana”. Afirmación que recuerda aquella otra
de nuestro Feijóo, en su “Teatro
crítico universal”, cuando afirmaba que “el maquiavelismo debe su primera
existencia a los más antiguos príncipes del mundo y a Maquiavelo sólo el
nombre”.
II. Por esta obra -en verdad coyuntural y de circunstancias,
que no expresa la integridad o totalidad de su pensamiento[5]-
Maquiavelo pasó a la historia del pensamiento político como “maestro del mal”
(en expresión, ya clásica, de Leo
Strauss[6]) y su nombre
adjetivado (maquiavelismo o maquiavélico) como sinónimo de astucia,
malignidad, cinismo, fría y despiadada crueldad. Durante siglos una “aureola”
de refinada maldad sin escrúpulos ha sido asociada a su nombre.
Baste
leer en cualquier diccionario de cualquier idioma occidental sus diversas
acepciones, para constatar que vienen a significar algo parecido a “mala fe”,
“astuto y hábil para conseguir algo con engaño y falsedad” o “intrigante,
mezquino, cruel, despiadado”, “enemigo de la moral y de la religión” o
“corruptor de la política”. Entre los anglosajones se llega al límite de
animadversión al atribuir en lenguaje coloquial al diablo eufemísticamente el
propio nombre del escritor florentino: Old
Nick (Viejo Nicolás). Si ya es ominoso
satanizar a Maquiavelo, mucho más lo
será maquiavelizar al propio Satanás.
Así el nombre de Maquiavelo, encarnación humana del diablo y/o del Anticristo y
símbolo del mal, recorrerá la historia del pensamiento político hasta nuestros
días. Lord Macaulay, un famoso
historiador inglés, en sus “Ensayos de crítica e historia”, llegará por ello a
afirmar que “ningún nombre en la historia de la literatura se ha hecho tan
odioso”.
Entre
sus detractores figuran, en primer lugar, la Iglesia católica que, a partir de la Contrarreforma, calificará a
Maquiavelo como anticristiano, pagano y
enemigo de la Iglesia. Por orden del Papa
Pablo IV condenará sus escritos y doctrinas, incluyendo en 1559 sus obras
en el “Index Librorum prohibitorum”, por atentar contra el dogma, la moral, las buenas costumbres y el magisterio de la
misma. Un año después, en 1560, el Concilio de Trento confirmará estacondena
prohibiendo su lectura bajo pena de excomunión.
Pero
serán, dentro de la Iglesia, los jesuitas sus enemigos más encarnizados e
implacables y quienes lo quemarán en efigie en Ingolstad como si fuera un hereje. El ataque a
Maquiavelo llegó a ser para alguno de ellos todo un género literario. Entre los
escritos antimaquiavélicos de los jesuitas señalaremos: “De legibus” (1612), de
Francisco Suárez, “De Rege et Regis
Institutione” (1599), de Juan de Mariana,
“De regni regisque Institutione”, de Fox
Morcillo (1553). Baltasar Gracián,
en “El político” (1651), lo descalificará como “charlatán de feria”, pero fue
sobre todo Pedro de Rivadeneyra, con
su “Tratado del Príncipe cristiano. Contra lo que Maquiavelo y los políticos de
este tiempo enseñaron” (1595), quien con más saña y determinación trató de
desautorizar sus doctrinas y obras.
Fuera
ya de los ambientes eclesiásticos, debemos citar las obras “Política de Dios,
gobierno de Cristo y tiranía de Satanás”, de Francisco de Quevedo (1595) y la “Idea de un príncipe cristiano
representada en cien empresas”, de Saavedra
Fajardo, publicado en Munich en 1640, como las más representativas de la
inquina y hostilidad de los tratadistas católicos a la cruda y amoralista
visión maquiavélica de la política como
simple técnica del poder, autónoma,
laica y secularizada, esto es: emancipada de toda ética, moral, metafísica o
religión extrínsecas a la misma.
Pero
también, en los ambientes no católicos sino protestantes, su figura y doctrinas
fueron también objeto del rechazo más absoluto. Entre los protestantes las
enseñanzas maquiavelianas eran
identificadas con las de los propios jesuitas -sus enemigos declarados-,
llegando a mofarse de ambos al utilizar con frecuencia expresiones como Maquiavelo jesuita o Ignacio Maquiavelo, para referirse al
escritor florentino con la intención de desacreditarle. En 1572, después de los
acontecimientos sangrientos de la Noche de san Bartolomé (días 23 y 24 de
Agosto), sus responsables, Catalina de Médicis y colaboradores, fueron acusados
de seguir una política “italiana”, esto es, inspirada en Maquiavelo. Cuatro
años después, en 1576, un hugonote ilustre, Innocent Gentillet, publicará un “Discurso” (conocido como
“Antimaquiavelo”) para tratar de refutar sus doctrinas anticristianas. En el
siglo XVIII, en plena Ilustración, será un déspota ilustrado, Federico II de Prusia, quien escribirá,
con la ayuda y colaboración de Voltaire,
en 1740, un panfleto titulado “Antimaquiavelo. Examen del Príncipe de Maquiavelo”, y en 1744, un “Miroir des princes”,
también de índole moralista y didactizante.
Su
figura y doctrinas traspasaron el marco político estricto para reflejarse en el
teatro y la literatura de su época: tanto en Francia, como en Inglaterra. En Francia,
a través de las tragedias de Corneille y de las fábulas de La Fontaine; en
Inglaterra isabelina, está obsesivamente presente en los dramas y tragedias
políticas de Shakespeare[7]: “Hamlet”, “Macbeth”, “Ricardo II”, “Ricardo
III”, y, sobre todo, en “Enrique VI”, 3ª parte (IV-V), en donde alude a
Maquiavelo con los adjetivos de “criminal” y “sanguinario”.
Pero
no todos los lectores de “El Príncipe” y de los “Discorsi” llegarían a ser
enemigos o adversarios del florentino. Maquiavelo tuvo contó igualmente con
defensores y apologetas entre teóricos y gobernantes de todos los tiempo y
lugares. Entre los primeros cabe destacar a un seguidor tan conspicuo como Francesco Guicciardini, embajador
florentino ante el Rey Católico y corresponsal de Maquiavelo; y a teóricos tan
afamados como Juan Botero o Pablo Sarpi, entre otros muchos.
III. Según los expertos, cuatro han sido básicamente
los grandes momentos de la recepción de sus textos y doctrinas[8]:
el primero, que comprende el final
del Renacimiento hasta el Despotismo Ilustrado, estaría determinado por el
contexto de la construcción o formación del Estado moderno. En este momento,
Maquiavelo será interpretado como el teórico
del Absolutismo político, del Príncipe moderno y de la doctrina de la razón de Estado, que
alcanzará su plena realización con las obras de sus continuadores Jean Bodino (con “Los seis libros de la
república”, de 1576) y Thomas Hobbes
(con su “Leviatán”, de 1651).
El
segundo, situado en el siglo XVII
(entre el Barroco y parte de la Ilustración), presentará a Maquiavelo como teórico del republicanismo antiguo, y
tendrá como adalides a Alberico Gentile,
Spinoza y Rousseau. Benito Spinoza en su “Tratado Político”, se refiere a
él como “agudísimo y sutilísimo Maquiavelo”, apuntando ya una idea o
interpretación de Maquiavelo como favorable al pueblo y, más allá de las
apariencias, opuesto, en realidad, a toda tiranía. Su Príncipe habría sido un tratado político de “advertencia al pueblo
contra los tiranos” (una forma de “poner en guardia” a los pueblos
desenmascarando la forma de gobernar de los gobernantes absolutos). Gottfried Leibniz, por su parte, en su “Esquema
de una biblioteca Universales selecta” (obra encargada por el Emperador Leopoldo I) y escrita durante su viaje por
Italia en 1689, incluirá las dos obras políticas de Maquiavelo entre las más
importantes que se han escrito de su género.
Juan Jacobo Rousseau, en el XVIII,
retomará la interpretación de Alberico Gentile y la de Spinoza, advirtiendo a
sus lectores del “Contrato social” que Maquiavelo “simulando dar consejos a los
reyes, en realidad da grandes lecciones a los pueblos”. Interpretación con la
que también coincidirá Diderot al
decir: “El Príncipe es una sátira [contra
la tiranía] que se ha tomado por un elogio”.
El
tercer momento de esa recepción
correspondería al Romanticismo y será obra de los Idealistas alemanes que
interpretarán a Maquiavelo en clave nacionalista, como heraldo y teórico de la Nación. Fichte, con su obra “En qué medida la Política de Maquiavelo puede
aplicarse a otros tiempos”, y Hegel, con su “Filosofía del derecho”,
defenderán la postura de Maquiavelo respecto a la necesidad de alcanzar el
poder y establecer un estado fuerte como un instrumento
necesario, imprescindible para la realización de la Nación en el mundo
moderno. En una situación de desintegración y fragmentación de un país, Hegel
considerará con Maquiavelo que la única salvación nacional posible estará en un
Estado fuerte, regido y organizado por un héroe o genio político que aplicase con
determinación y virtú todo tipo de
remedios por duros que sean con tal de salvaguardar la libertad y
engrandecimiento de la nación: la
gangrena no se cura con agua de lavanda.
Según
Roberto R. Aramayo y José Luis Villacañas -a quienes
seguimos en las reflexiones de este apartado- esta interpretación es la que
aparecerá no sólo en la Italia del Risorgimento (segunda mitad del XIX),
cuyos inspiradores y poetas, Hugo
Fóscolo y Víctor Alfieri,
exaltarán a Maquiavelo como héroe nacional, sino también en la Alemania de la unificación del
canciller Otto Von Bismark (1871), en la que uno de sus más destacados
ideólogos, Heinrich Von Treitschke[9],
inspirándose asimismo en Maquiavelo, llegará a afirmar este principio tan caro
al viejo pensador florentino: “La esencia del Estado es en primer lugar el
Poder, en segundo lugar el poder y en tercer lugar el poder”.
El
cuarto momento, en fin, de esta
recepción de las doctrinas de Maquiavelo vendría representado por aquellos que
interpretaron sus textos en clave ontológico-voluntarista como teórico
del Poder-Fuerza, entendido como estructura de la subjetividad humana,
como una dimensión particular de la naturaleza del propio sujeto humano. En
este sentido, será Friedrich Nietzsche,
quien establezca como filósofo lo que Maquiavelo trató de instituir como estadista unos cuatrocientos años antes: la
exaltación de la fuerza, y de la voluntad como esencia del poder (“Wille zur Macht”). Idea recogida poco después por el Positivismo jurídico, que tratará de
fundamentar la legitimidad del Estado para imponer cualesquiera leyes en esa
“voluntad de poder”: no habiendo más leyes legítimas en consecuencia que las
que emanan del Estado, ni más derechos que los que él reconoce como tales. De
ahí al Prinzip Führer del jurista e ideólogo
nazi Carl Schmitt[10] no habrá más que un pequeño paso.
Por
su parte, y en las antípodas ideológicas del hitlerismo, un filósofo comunista
italiano, Antonio Gramsci, en sus “Notas sobre Maquiavelo” postulará
finalmente que “el Partido comunista es la versión moderna del Príncipe de Maquiavelo”, confirmado así
la tesis defendida por los teóricos españoles antes aludidos de que la
expresión política más precisa de esta lectura maquiaveliana del poder serán
los Estados totalitarios del siglo XX: el Estado-partido
staliniano y el Estado-fuerza nazi.
IV. Pues bien, esta fecundísima herencia teórica y
práctica de “El Príncipe” de
Maquiavelo no sería coherentemente entendida si la aislamos del resto de su
obra teórica, en la que brilla con luz propia sus famosos “Discorsi sopra la
Prima Deca de Tito Livio” (escrita entre 1513 y 1517, aunque publicada en 1531),
ya que todas las consideraciones vertidas por Maquiavelo sobre el poder en los
Estados en este opúsculo se enmarcan e integran, sin solución de continuidad,
en ellos.
Recordemos
que “Il Principe” fue una obra breve, coyuntural, oportunista y de
circunstancias. Escrita en unos cinco o seis meses, entre julio y diciembre de
1513, en su quinta campestre del Albergaccio,
en Sant’ Andrea in Percusina (en las afueras de San Casiano), donde Maquiavelo,
caído en desgracia ante los Médici, se encuentra confinado. Por su
correspondencia, conocemos cumplidamente la ocasión y la motivación última que
determinaron la realización de su famoso opúsculo. La ocasión desencadenante,
el estímulo circunstancial de su elaboración, fueron los “rumores”, llegados a
su conocimiento, de que el Papa León X (Giovanni de Médici) proyectaba crear un
Estado para la Iglesia con administración centralizada en la parte meridional
del valle del Po (Parma, Módena, Regio, Piacenza) y la Romagna, con la
intención de que, bajo la dirección de los Médicis de Florencia, tratase de
unificar los territorios del centro de Italia. Coaligada con la dinastía Médici
(Giuliano de Médici, 1513-1516), la Iglesia, hasta ese momento opuesta a la
unificación italiana, podría ahora liderar esa patriótica empresa con
presumible éxito.
Al
conocer el proyecto, Maquiavelo interrumpe su ya iniciado “Comentario” a las
“Décadas” de Tito Livio[11],
que en su intención debería ser su obra más ambiciosa y definitiva, y se
dispone a escribir de corrido, de una
vez, ese pequeño tratado u opúsculo, “Il Principe”, que sirviese de guía a tan
anhelada y necesaria empresa de unificación italiana. En efecto, el 10 de
diciembre de 1513 lo anuncia así en su famosísima carta al embajador florentino
ante la Santa Sede, Francesco Vettori, informándole de la intención de su
proyecto y de las circunstancias que le llevan a redactarlo, y haciéndole
saber, al mismo tiempo, sus dudas o vacilaciones acerca del título que debería
ponerle: De Principatibus, De Principati o De Principe[12].
Ahora
bien, si ésa fue la “ocasión” inmediata, la motivación, el objetivo o impulso
de la obra (con independencia de sus perentorios deseos de rehabilitación política
ante los Médici y de sus ambiciones de promoción personal, que también contaron
para ello) fueron fundamentalmente de índole patriótica: impedir la definitiva
ruina y hundimiento de su patria florentina e italiana -secularmente irredenta,
debilitada, invadida y desunida permanentemente- ante las potencias extranjeras
(Francia o España: los “barbari”) que ambicionaban conquistarla y someterla a
sus dominios.
Ante
tal situación de emergencia, Maquiavelo no abrigaba otra esperanza que el
advenimiento de un héroe libertador, de un líder o caudillo salvador de la
patria que asumiera y emprendiera la urgente empresa de unificación italiana
bajo un Estado nacional, fuerte e integrado. De ahí que dedicara su opúsculo
sucesivamente a Giuliano y, tras su muerte en 1516, a su heredero Lorenzo de
Medici, duque de Urbino y nieto de Lorenzo el Magnífico. Esta motivación patriótica y nacionalista constituye, pues, “la clave” para una correcta
interpretación de esta célebre obra y para su adecuada integración en la
totalidad de su doctrina y de su pensamiento político. De su apasionante y
complejo contenido tendremos oportunidad de analizarlo en otra ocasión.
Tomás
Moreno
[1] La expresión utilizada se inspira en el
famoso libro Momentos estelares de la
humanidad del inolvidable escritor vienés Stefan Zweig (1881-1942).
[2] La primera edición es en efecto póstuma, de 1532, editada
en Roma por Antonio Blado y en Florencia por Bernardo Giunta. Sobre la figura y la vida de
Maquiavelo véanse: Marcu Valerio, Maquiavelo,
Austral, Madrid, 1945; Pasquale Villari, Maquiavelo,
su vida y su tiempo, Grijalbo, Barcelona, 1969; A. Renaudet, Maquiavelo, Tecnos, Madrid, 1965; M. A.
Granada, Maquiavelo, Barcelona, 1981;
Quentin Skinnner, Maquiavelo,
Alianza, Madrid, 1984; Edmond Barincou, Maquiavelo
Salvat, 1985; José María Bermudo, Maquiavelo,
consejero de Príncipes, Universidad de Barcelona, 1994; Maurizio Virolo, La sonrisa de Maquiavelo, Tusquets,
Barcelona, 2000.
[3] Las ediciones de la obra son
numerosísimas en castellano: Tecnos, Planeta, Sarpe, Austral, Cátedra, Bruguera
etc. Entre las mejores destacamos: Maquiavelo, El Príncipe, trad. y prólogo de Miguel Ángel Granada, Alianza,
Madrid, 1981 y Maquiavelo , El Príncipe,
edición de Andrés Plumed, Alhambra Longman, Madrid, 1987.
[4]Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el estado moderno,
Nueva Visión, México, 1980.
[5] En efecto: son los Discorsi (1531) la obra más extensa,
completa y ambiciosa del pensador florentino, la que expresa la globalidad de
su pensamiento político y el marco teórico en el que debe ubicarse e integrarse
El Príncipe como la “parte” en el
“todo”. Ambas se refieren a aspectos y situaciones distintas (normales o
excepcionales y de crisis, respectivamente) de la vida política de un Estado
determinado. Véase al respecto: Rafael del Águila y Sandra Chaparro, La República de Maquiavelo, Tecnos,
Madrid, 2006.
[6] Leo Strauss, Meditación sobre Maquiavelo, I. E. P., Madrid, 1964.
[7] Cfr. Federico Trillo-Figueroa, El Poder político en los dramas de Shakespeare,
Espasa, Madrid, 1999.
[8] Cfr. La herencia de
Maquiavelo, recopilación. de Roberto R. Aramayo y J. L. Villacañas, FCE,
México, 1999. Véanse también el clásico: J. G. H. Pocock, El momento Maquiavelo, I. E. P., Madrid, 1964; Isaiah Berlin, Contra la corriente, F. C. E. México,
1986 y F. Meinecke, La idea de la razón
de estado en la edad moderna, I. E. P., Madrid, 1959.
[9] Su obra “La política” (1897)
sería el evangelio “völkisch” (ultranacionalista) de los jóvenes nacionalistas
alemanes del 14-
[10] Autor de “La Dictadura”, en la que expone
las bases doctrinales y jurídicas del Estado nazi, para quien “la potestas es el origen de toda
legitimación política y fuente del derecho”.
[11] Precisamente se encontraba redactando el
capítulo XVIII del Primer Discurso, cuya temática era como indica su título “De
qué modo en las ciudades corrompidas se puede mantener un estado libre si
existe o establecerlo si no existe”. Lo cual nos indica que los Discorsi constituyen el marco teórico ineludible e
imprescindible para entender adecuadamente la significación más profunda de El Príncipe, cuyo referente es en una
situación política de excepción.
[12] Hay que señalar que la obra está escrita
en lengua vulgar (toscano), no en latín como era usual para escritos de este
género. Consta de un Preámbulo o dedicatoria preliminar y de 26 capítulos
precedidos de un epígrafe en latín y trabados con una férrea concatenación
lógica.
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