Traemos para la sección de Narrativa del blog Ancile, un nuevo post de nuestro amigo y excelso narrador Pastor Aguiar, esta vez bajo el título: Lo inesperado.
LO INESPERADO
Como cada atardecer, sorbí un largo buche de café, le di fuego al tabaco de turno, esta vez Montecristo media noche, y fui descontando pasos rumbo a los matorrales al fondo del jardín.
Yo los llamaba matorrales, pero eran mayormente frutas sembradas por mí. Lo que sucede es que intercalé algún árbol endémico para disfrutar un ambiente más natural. Me gustaba ir atravesando el breve jardín como un aperitivo, para después esperar la noche entre los árboles, quizás cocuyos, o el solo de barítono de una rana toro, en este caso desde el riachuelo que me servía de frontera.
Me había comido un mango bien maduro; al regreso pensaba cenar.
El jardín no me dijo nada nuevo, ni los primeros troncos elevados, así que la jornada prometía ser una copia de muchas anteriores.
Al quedar bajo la sombra de un guanábano, una masa me aplastó contra el suelo, haciéndome morder las virutas de madera roja que regularmente regaba alrededor de mis matas. Apenas podía respirar, con la nariz hundida en el viruterío. Quise voltear un poco la cabeza para ver lo que me inmovilizaba, pero algo me presionó por el occipital, supuse que era una mano, sí, sin dudas alguien me atacaba, su respiración al galope rozándome el cuello me lo dijo.
La mano me asió por el pelo, que entonces tenía unas cuatro pulgadas de largo, y me ladeó el rostro hacia la derecha, sin aflojar. Pude observar el suelo grisáceo y las virutas alrededor de un platanero, porque el atacante se había colocado a mis espaldas y ahora me hundía la boca de un arma en el cachete, posiblemente un revólver, por el tipo de cañón que percibí.
_ Tienes diez segundos para hacer el recuento de tu vida, después apretaré el gatillo_ Susurró una voz retorcida, tipo extraterrestre y como reprimiéndose.
Yo decidí no hablar, supuse que cualquier cosa que dijera lo iba a irritar más, porque bien claro lo había dicho, que disponía de diez segundos para resumir mi existencia. Qué coño iba a memorizar en tal situación. Además, no tuve el mínimo interés en ningún aspecto de mi pasado. No niego que me gustaba la vida, sobre todo observar el mundo, escuchar música y cuidar de mis frutales. Alonsa, mi mujer, se había marchado el año anterior al otro extremo del planeta para acompañar a su madre nonagenaria, quería estar a su lado hasta que dejara de respirar; pero yo tuve el presentimiento de que la vieja pasaría de los cien a plenitud.
De repente quise gritar que no me importaba un carajo que me mandara al más allá. Era casi un beneficio que me iba a hacer la bala, ya me estaba cansando de la rutinaria soledad rayana a las lágrimas.
Pero nada dije. La boca del arma giró par de veces retorciéndome la piel. Dolía, quemaba con su frío bostezo. Entonces imaginé cómo sería una muerte así. Lo único que me preocupaba era la tortura; pero a ojos vista, eso no iba a suceder, además, qué mierda tenía yo que confesar, sin dinero escondido, ni joyas ni cuentas de banco con una clave secreta. Apenas una computadora y los libros, que eso lo podían tomar cuando me despacharan.
Imaginé el clic del gatillo, y de inmediato un chorro de viento llameante derritiéndome el pellejo, con el plomo incandescente detrás, abriéndome el pómulo, atravesando los sesos y terminando entre las virutas más rojas que mi sangre. Bonita escena para el forense, todo ahí, a su alcance como un libro abierto.
A tales alturas la lógica me decía que debía asustarme, en pánico, a punto de perder el raciocinio, pero en vez de ello reí, me puse a soltar carcajadas en avalanchas convulsivas, y terminé gritando.
_ ¡A la mierda la puta vida, acábame ya, maricón! _ Y cerré los ojos.
En vez del disparo, me sentí libre, el cañón se alejó y pude quedar boca arriba escupiendo astillas e insectos.
_ ¡Compadre, tú, en vez de sangre, lo que tienes es helado de mamey!
Y allí, de pie alcanzándome una mano, estaba Alipio, mi buen vecino Alipio Pinchalayuca, en verdad, el único amigo que me quedaba a tales alturas.
_ ¡El coño de tu madre!_ Le dije más serio que una tumba.
_ ¿No tienes una cervecita para celebrar la vida, salvaje?
_
Vamos adentro, que hay una docena esperándonos_ Y nos fuimos al trote rumbo al
portal.
Pastor Aguiar
Gracias, querido amigo, por darme la oportunidad de aparecer en tu blog. Abrazos
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