Para
la sección de Narrativa del blog Ancile, nos complace
gratamente volver a contar con un excelente relato de nuestro amigo Pastor
Aguiar, narración en la que nos hace una semblanza social estremecedora de un
momento y lugar anclado en lo más profundo de la vida (e inevitablemente) en la
obra de nuestro escritor. Y todo bajo el título: De visita.
DE VISITA
Había ido de visita. Esas visitas como sensaciones de primera vez, pero que ahora sé que se habían estado repitiendo, tan parecidas las unas a las otras, que lo único cambiante era el tiempo.
Yo vivía en los países. Desde jovencito,
cuando me enteré de la existencia de otras gentes, en otras casas y hablando
lenguarajes ininteligibles, quise irme para allá.
Más tarde, cuando leí libros de aventuras repletas de bosques con hojas paralelas a los rayos del sol, de manera que nunca daban sombra, y animales con un tarro en la punta de la nariz, como si fuera un espolón, pues imaginé que debía haber muchas más cosas fuera del libro. Así maduré con tal obsesión, que la mente creó su propio reino circunstancial y me escapé en un bote como a lomo de bestia trotona, y llegué a los países.
Un año más tarde conocí el hambre por la familia y por la finca, que total, ya no existía, porque al gobierno le había gustado. El caso fue que saqué papeles con cuños valederos y carísimos sellos, y así viajé cada vez que pude, aunque para mí no dejó de ser la primera visita, las mismas preguntas de cómo te va hijo, y Osvaldito mi hermano como si no creciera, y el hijo de Bolo y tantos más de nombres innecesarios por razones de la misma razón.
Sin embargo, no recuerdo un sólo viaje sin la preocupación por el trabajo. Además de mi trabajo fijo en materia de sueños, eran otros a tiempo parcial, de donde sacaba la moneda para pasajes y regalos innumerables.
El caso era que me quedaban salarios por cobrar. Roger me debía sueldos; John, el negro, me debía también, pero sobre todo Roger, y tenía una preocupación como cólico nefrítico, de que no iba a acordarse de mí, ni tendría registros, y sería mi palabra contra la suya, frente a jefes que quizá no existieran.
Eran, para colmo, trabajos de repente, de “pinta esa pared de azul”, “píntala mañana de verde”, “lava el fondo de esa piscina y échale ácidos”, “siembra matitas siempre-vivas, siempre-rojas y blancas”, “guataquea esos cañaverales”, y yo sabiendo que allí no habían cañaverales.
Con John, el negro, cazaba peces de aletas como cabelleras, y bocas pulposas de mujeres, para el restaurant chino.
Siempre tenía salarios por cobrar con ellos, porque así me mantenían bajo sus órdenes con la esperanza de que la semana que viene “tú verás que te pago todo todito, con una propina bien gorda, carajo, como te gustan, porque eres el mejor de la cuadrilla”.
Mis regalos iban cortos, ya que dependía de Roger y de John. Eso me daba miedo y mucha vergüenza, ya que cuando uno va de visita, esperan bolsillos llenos. Cuando uno va a donde no hay nada, lo esperan todo, desde un tubito de pasta dental hasta un lapicero de tintas de tres colores, y “mira qué cosa rara”, “¿por qué no escriben con los tres colores a la vez?”, y yo explicándoles que la pluma empujaba un solo repuesto, y después el otro, que quién carajo iba a leer tres escrituras a un tiempo diciendo lo mismo, a tres colores, coño, no puedes ser tan bobo.
Esta vez que cuento, el tiempo era gris,
como atascado entre la noche y el día.
No recuerdo a quién se le ocurrió llevar el caballo a Varadero. Eran unos treinta kilómetros por toda la autopista, desde Matanzas; pero no debía ser Matanzas; de seguro era una picardía de la memoria, porque mi intención era la finca, mirar la finca como si el gobierno no se hubiera antojado de ella.
El asunto fue que a alguien se le antojó llevar el caballo, y no sé cómo lo subieron a un camión adaptado para pasajeros. Al menos no hubo bromas, ni gritos de “mira, que se caga el animal”.
Vino bien el caballo en la playa, iba con nosotros trotando entre los bañistas, y tomaba cervezas de quioscos sobre la misma orilla, y el muy caballo se comía ramos de flores que yo prometía pagar al rato, fingiéndome desconocedor de la lengua, haciendo gestos de que “volveré al minuto”, pensando “vas a cobrarle a tu abuela”.
Después nos quedamos a dormir en un
albergue igualito al de la Universidad. Allí vi a muchos
amigos, con la edad de
aquellos tiempos, el mismo ir y venir hacia las aulas, la cola frente el
comedor y la constante de arroz, sopa y huevos hervidos. Nadie me reconocía,
pero yo sí supe quiénes eran.
El caballo subió con nosotros al dormitorio cundido de literas destendidas, y al fondo, cada cual agarró la suya. Osvaldito acomodó al animal en un rincón, sobre una colchoneta.
Se supone que la noche pasó, pero era la
misma grisura. Imaginábamos las horas.
De regreso a Matanzas, me di cuenta de que habíamos dejado al caballo en la Universidad.
_ Osva, se quedó el animal, qué le
decimos a tío Pedro, cómo va a halar el coche.
_ Imagínate tú. Yo no puedo regresar; mira si tú puedes.
Y me quedé pensando en un regreso a pie, treinta kilómetros que tendría que reducir a cinco en la memoria, para no cansarme tanto. Pero me gustó la idea, porque iría solo, mirando la costa, los pesqueros, antes de que llegara el primer frente frío, con aquellos pargos del norte con las aletas quemadas por la huida ante la helada. Me detendría un rato en el hotel Oasis, a la entrada de Varadero, y me tomaría par de cervezas mirando chicas, por si alguna se acercaba para que le pusiera la mano encima, porque yo parecía extranjero, y no harían falta las palabras.
Me quedé pensando en caminar sin apuro, y me di cuenta de que era una locura, que, al fin y al cabo, un rato después, nadie mencionó al caballo, ni tío Pedro se apareció por allí, ni mi madre joven, como si yo no hubiera nacido aún, nadie se preocupó.
Lo que seguía amargándome era el salario pendiente, la posibilidad de que con tanto viaje, perdiera el trabajo principal, en materia de sueños.
La gente fue para sus casas con la promesa de que volverían, y mi madre se tocaba una enorme panza como si me tuviera en ella, y me trataba como si yo fuera otro, de visita, con mucho respeto, y “siéntate acá, para que tomes el café que trajiste de los países”, cuéntame cómo se vive sin estas miserias”.
Yo la escuchaba pensando respuestas, y ella las adivinaba, porque asentía.
El tiempo maduró a punto de caer de la mata. Tenía que volver para tratar de resolver tantos problemas, con Roger, con John, con la cosa del sueño.
Fui recogiendo mi ropa en un maletín
gris, del mismo color de todas las cosas, y no pensé en pasaportes, ni en
aviones, ni en caballos, como si fuera a salir caminando por la costa hasta un
punto donde el mar fuera duro como una carretera, quién sabe…porque también
podía tomar impulso y saltar hasta un lugar del aire donde no pesara y la
distancia fuera una idea, apenas.
Pastor Aguiar
Muchas gracias, querido amigo. Un relato donde lo vivido está presente y duele. Abrazos
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