martes, 28 de noviembre de 2023

PUNTO CONTRAPUNTO. UNA GEOMETRÍA DEL TIEMPO, DE FRANCISCO SILVERA

Para la sección de Editoriales amigas, del blog Ancile, traemos una novedad de nuestro querido amigos, escritor y poeta Francisco Silvera, publicado por Puerta Granada Ediciones, y que lleva por título: Punto contrapunto, una geometría del tiempo, título que recomendamos desde nuestra plataforma encarecidamente. Ofrecemos dos fragmentos, uno que lleva por nombre, Círculo de tiza y otro con intitulado, Folía.


PUNTO CONTRAPUNTO. 

UNA GEOMETRÍA DEL TIEMPO, 

DE FRANCISCO SILVERA





CÍRCULO DE TIZA


Chalk circle

Five Or Six



Al verte, una mirada a tus ojos me ha dicho inmediatamente que te gustaría estar lejos de aquí, o trazar un círculo a tu alrededor, situarte en el centro y vivir cegado al resto, porque tus ademanes desvergonzados, suaves y puntillosos, casi de mantis, no casan con el pueblo. Fue en la decadencia del verano, las tardes se acortaban y los campos yacían agostados y entregados a la esperanza inaudita del agua. El pueblo estaba vacío, las gentes en las playas dando vida a otro lugar; las calles muertas amplificaban el roce de pisadas y rodadas de vehículos. Entré parpadeando en aquella tienda sucia y te vi tan arreglado, marujeando con el tendero de tus cosas, de tus hermanas mayores, tu pelo veteado de mechas y repeinado, tus ropas tan falsamente modernas de vanguardia de rastro, tus pendientes de plástico, tan amplios los gestos de tus dedos desplegándose llenos de folklore y sortijas, tu delgado cuerpecillo de adolescente desgraciado… Después te fuiste contando no sé qué de una romería, que te ibas a casa de no sé quién a las fiestas y al día siguiente a otras, fingiendo alegrías y placeres.Compré lo mío y salí a la misma calle que tú; hablabas con alguien y paró, de repente, aquel coche tosco y grande e inmundo de tu padre, un hombre rudo y guapo y fuerte, no como tú, un hombre de manos trabajadoras, no como tú, un hombre experimentado y conocedor de la vida, no como tú, y comenzó a gritarte para que te fueras a casa y tu cara se descomponía por instantes, y te decía algo respecto de que te ibas a no sé qué y no sé dónde con los forasteros del campo y que se te acabó eso de ir por ahí con esos extranjeros, y sobre todo que te fueras a casa y no salieras, y te gritaba y todos los muros del pueblo oían tu vergüenza y tú querías contestar pero la furia de su rostro te lo impedía, y querías acercarte a la ventanilla al amor del padre pero no había opción, sólo podías asumir que el adoquinado absorbía insultos e improperios que buscaban la tierra y brotaban reforzados en todos los cuartos del pueblo muerto, ceniciento, oscuro, tremendo y terrible, y había una mirada en tus ojos que clamaba por estar lejos, o trazar, delicadamente, un círculo de tiza a tu alrededor, situarte en el centro y que el mundo entero, el universo, cayeran derrumbados por la cólera divina con tu padre en medio, y tú allí protegido, en tu círculo de tiza.







LA FOLÍA



LA FOLÍA

 

Les folies d’Espagne

Marin Marais

 

 

Elena vino del Norte y es como si estuviera sola. Elena es maestra pero, no le pregunten porqué, se dedica a organizar las cosas de la casa. Su marido, Plácido, no para de cambiar de destino en su trabajo y lo gana bien; sin embargo, mientras estuvieron cerca de la familia, pudiendo hacer visitas, la vida era otra cosa. Ahora se interpone media Península de viajes o más y Elena se siente sola. El médico le ha dicho que es normal, que después del cambio tan radical de aires y gentes es lógico que tenga un poco de depresión. Le ha recomendado que salga y hable, que pasee y haga lo que más le guste... y unas pastillas. Pero aquí no tiene amigas, apenas puede hablar porque su acento la delata, los niños la amarran mucho con sus horarios y el pueblo no ofrece nada. Al menos duerme con las medicinas, se queda dormida en cualquier parte; muchas mañanas, de vuelta del colegio, cuando ve la casa patasarriba se sienta en el sofá y pone la televisión. Casi no le importa lo que ve, a veces envidia la tórrida existencia de algunas mujeres, casi siempre se queda dormida hasta el ángelus, doce campanazos seguidos y veloces la despiertan dejándola delante de su desastre cotidiano. Todavía hay por medio bolsas y cajas de la mudanza, algunas prendas no aparecen y, en realidad, no hay sitio donde ponerlas. Elena mira la casa, saca fuerzas y a las dos de la tarde está en la puerta del colegio para recoger a los críos, sonriendo, como si viniera de una vida normal, pero su sonrisa está fría, porque recogió la casa a toda velocidad y le dio sólo un lavado de cara, y la verdad es que algo se anima al ver personas que hablan y dicen ¡hola! y se saludan efusivamente o ríen aturulladas y gritan al hermano pequeño que no para de huir de las haldas de la madre y hay un hombre muy grande de cuerpo y afeminado y muchos abuelos y una abuela que siempre está chillando y amargada y suelta la mano para repartir cates con una facilidad pasmosa. Elena se anima; sus hijos también están tristes pero poco a poco se han adaptado; su marido, Plácido, ya es conocido en el pueblo, es director de la sucursal, y Elena siente los celos de sus nuevas paisanas porque ellos tienen un buen coche, alquilaron un piso magnífico en el centro, en la Plaza de España —todas las mujeres quieren enseñarle sus casas—, él viste siempre elegante, ella es guapa aunque el eccema, por los nervios, la afee algo, y todos los domingos se arreglan y salen a comer por los alrededores. A Elena se le pierde la mirada por los inmensos olivares del Sur, le parece arrojar la vista y, los domingos por la tarde, de vuelta, perderla como quien lanza un pájaro que huye hasta no haber existido jamás. Ahora, en la solitaria sobremesa, los chiquillos en las clases de pintura y de música en el Ayuntamiento, Elena querría salir pero la casa la devora; desde su ventana ve la plaza y sabe que dentro de un rato estará allí sentada con sus hijos y se acercarán otras mujeres de su edad que querrán enseñarle sus casas y le preguntarán por la ropa y por su lugar de origen y le harán bromas y ella reirá y percibirá cómo estas andaluzas, transcurrido un rato, cada vez emplearán más eses y refinarán su dicción, Elena no sabe si voluntaria o involuntariamente pero lo hacen y ella se cohíbe porque su voz es grave y su habla distinta, y la luz penetra como una brisa entre los visillos y, de pronto, llaman suavemente a la puerta...



Francisco Silvera







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