viernes, 13 de diciembre de 2024

CIRCUNCISIÓN, JUAN DE ARAGÓN , ÓLEO SOBRE TABLA PARROQUIA DE GABIA CHICA (GR.), POEMA DE ROSAURA ALVAREZ

Para la sección de Poesía del blog Ancile, y a cuenta de las fechas Navideñas, traemos un precioso soneto de la poeta Rosaura Álvarez, titulado Circuncisión, inspirado en el óleo sobre tabla de Juan Aragón que está en la Parroquia de la localidad de Gabia Chica, en Granada.




De Juan de Aragón






 CIRCUNCISIÓN

JUAN DE ARAGÓN

ÓLEO SOBRE TABLA

PARROQUIA DE GABIA CHICA (GR.)






Austeros rostros en solemne escena:

Duele la daga en manos del anciano

si el Niño tan sumiso, tan humano,

su carne muestra, si su sangre estrena


ya el dolor; y es memoria de otra pena

que, aun futura, la historia trae al plano

del momento, y un revivir lejano

acontece de aquella Santa Cena,


de aquella sangre que, en desasimiento,

vertiera el Redentor al dar su vida;

ahora en parva zafa se derrama


por no perder respeto al cumplimiento.

Le impusieron el nombre con herida,

que asido va el sufrir a quien más ama.






Rosaura Álvarez


(Del libro SACRO MISTERIO DE LA NATIVIDAD






Circuncisión, Rosaura Álvarez


martes, 10 de diciembre de 2024

LA PALABRA, VERDAD EN EL SUFRIMIENTO

 Indagando en el orden (o en el caos) de lo sufrido, sondeamos la verdad que reside en el silencio, surge este post para la sección de Pensamiento del blog Ancile, y todo bajo el título de: La palabra, la verdad en el sufrimiento.

LA PALABRA, 

VERDAD EN EL SUFRIMIENTO


La palabra, la verdad en el sufrimiento. Francisco Acuyo



Recordaba en este punto la frase de Juan de Gante moribundo, en el Ricardo II de Shakespeare, cuando decía: Cuando las palabras son raras, raramente se gastan en vano, porque aquellos que exhalan sus palabras en el sufrimiento, exhalan la verdad. 1   En cierto modo, escuchar el silencio de la nada, al umbral mismo de la muerte, era entrever la dimensión de lo que otrora me pareció un misterio, y del que Leopardi, pensador y sobre todo excelso poeta, hacía admoniciones varias cuando hablaba de que, en la nada tiene el origen y el principio todas las cosas. 2 Considerar la nada como matriz fecunda, no menos me hizo reflexionar sobre la consideración del mundo como voluntad y representación,3  sobre todo al situar el silencio de la nada fuera de este ámbito secular, y siendo esta lo único que permanece, para determinar, al fin, la creación manifiesta en el arte como vía salvación y de contemplación desinteresada con la que superar el nihilismo angustioso de una nada que es lo que al fin prevalece, y por tanto su nativa residencia. Pero también advertí una contradicción: si el mundo es voluntad y representación, no será posible ni este ni aquella sin la advertencia de una conciencia que haga posibles a ambos. Y, seguía, coligiendo que aquella nada no podría ser sin ser a través de la misma conciencia; conciencia, no obstante, que no es ni puede ser egóica. Más adelante aclararé esta deducción que puede parecer cuando menos extraña.

La palabra, la verdad en el sufrimiento. Francisco Acuyo
Es muy cierto que, cuando en ocasiones expresa el poeta sus emociones, anhelos, indagaciones íntimas…, aquello que denominamos soledad adquiere una fuerza pujante que se manifiesta necesidad mucho más que considerable, imprescindible, si es que el ejercicio creativo normalmente se realiza en una ausencia (¿de saber conceptual y lógico?) preponderante. De aquí, que me amonestaba muchas veces pensando en las relaciones de la soledad con la ausencia, con el silencio, con el vacío, con la nada. También que todas estas aproximaciones no perdían el norte de la subjetividad (que no es otra cosa que reflejo de la conciencia) y que en ella basaba sus límites y grandeza el propio ejercicio poético. Es más, el límite de lo decible poético es la certeza de un dominio inabordable que, no obstante, pertenece a la conciencia como algo que no es sino silencio, lo que es lo mismo, nada de lo que inútilmente tratamos de dialogar, y no es posible porque esa conciencia que creemos de nuestro yo, en realidad lo trasciende, con lo que la poesía, en ocasiones, excepcionalmente, nos pone en contacto. Pone aquella en evidencia que lo considerado en su realidad no son más que sombras de lo que no existe. La poesía es la negación de nuestro yo racional (sujeto al mundo de la distinción del que contempla y es contemplado, del objeto y del sujeto), pues nos sumerge en un fondo de conciencia mucho más profundo que aquel al que suponemos acceder con nuestro yo racional, porque será conciencia fuera de todo tiempo y de todo espacio.


Francisco Acuyo




  Shakesperare, W.: Obras completas, Volumen VI, Ricardo II, acto segundo, Aguilar, Madrid, 1982, pág.21.
  Leopardi, G.: Zibaldone de pensamientos, Tusquet, Barcelona, 1990.
  Schopenhauer, A.: El mundo como voluntad y representación, Alianza Editorial, Madrid, 2010.




La palabra, la verdad en el sufrimiento. Francisco Acuyo


viernes, 6 de diciembre de 2024

LA CONTEXTUALIDAD DEL SILENCIO DE LA NADA

 Para la sección de Pensamiento del blog Ancile, traemos una nueva entrada que lleva por título: La contextualidad del silencio de la nada, cuyo paradójico título nos lleva de nuevo al ámbito de la filosofía y acaso también de la ciencia en relación con el concepto de la nada.



 LA CONTEXTUALIDAD 

DEL SILENCIO DE LA NADA



La contextualidad del silencio de la nada, Francisco Acuyo



Muchas veces, tentado por las excelencias intelectuales de la más alta filosofía, quise indagar en el ámbito del silencio, su vacío y su supuesta contextualidad, de la que se imbuyen los filósofos de la nada. Tengo que reconocer que, como humilde poeta, nunca llegué a sentirme plenamente concernido. De lo que no se puede hablar hay que callar,[1] sentenciaba gravemente el más avisado filósofo del lenguaje, pero no acaba de sentirme afectado con tal sentencia, aun reconociendo el dominio de lo innombrable que subyace en cualquier silencio, quizá consciente de que la poesía se sitúa en los confines mismos del lenguaje, y de que el lenguaje poético se sitúa muchas veces fuera del orden de la convenciones formalísticas (de la gramática y de la sintaxis), y que en este ámbito simbólico poético será donde mejor se observe la palabra frente a la imposibilidad de dar cuenta de su genealogía, aunque como afirman muchos, la palabra no haga sino hablar de sí misma,[2] y aunque en la palabra poética se rastreen claramente las huellas de lo que no se puede hablar, y donde podemos reconocer el inmenso poder de aquella, pero también del silencio de lo supuestamente  innombrable, y donde podemos sondear lo que se dice y lo que se calla en la búsqueda del sentido poético singular que nada entre dos aguas: la del texto que se diluye (en el sentido que trasciende la literalidad del mismo), reconociendo que aquello que no se dice expresamente y se guarda en el silencio, en la nada de lo innombrable, es también ser de su peculiar lenguaje.

La contextualidad del silencio de la nada, Francisco Acuyo
            No es raro advertir, si se presta atención que aquello a lo que se refiere la palabra poética y que se supone designa una cosa, puede ser referente prelingüístico, que se sitúa en una condición verdaderamente especial, porque su signo lingüístico no solo expresa y significa, sino que pretender ir más allá del principio  de representación, pues, nos advierte de la ilusión de una presencia, la subjetividad de su conciencia nos hace dudar de alguna objetividad o exterioridad, como si no hubiera otro lugar de realidad que la propia nanidad del silencio del que hubo de nacer en su ejercicio de expresión prelingüístico, tratando de llevarnos al  vasto dominio donde el espacio y el tiempo no tienen el más mínimo sentido. Es, en fin, el lugar sin sitio ni tiempo donde la palabra pone en controversia el principio lógico de referencialidad mediante el que funciona cualquier sistema de signos.

            En poesía, aquel nombrar no es mostrar, adquiere tintes verdaderamente fascinantes porque, si bien se precisa nombrar las cosas, se pone de relieve que el referente no se establece necesariamente en virtud de lo que es perceptible (sensorialmente reconocible), sino que la palabra poética (véase la sinestesia) lo que hace es poner en evidencia la realidad de la conciencia del que nombra, y que la realidad de lo nombrado, de la cosa, no es tan clara, pues llega a mezclarse o a intercambiar unos sentidos por otros en su denominación. Nos parece bastante claro que en atención al fenómeno poético de la lengua se hace preciso una óptica que supere la formal y lógica convencional.

            Así las cosas, infería con no poco entusiasmo inicial, que la nada del silencio, al menos en poesía, en realidad tenía mucho que decir, o al menos que insinuar o sugerir.  Enlazaba esta consideración con aquel valor estético neoplatónico (Plotino sobre todo),[3] y donde del silencio creativo de la nada, en el caso de la poesía, solo podemos decir (apofática o negativamente mente) lo que no es, y el proverbial llamamiento a vaciarse, a volver a la infancia impecable, no es más que llenarse del no saber decir qué es el silencio, y este advertido como una nada profundamente fecunda.


Francisco Acuyo



[1] Wittgenstein. L.: Tractatus Lógico-Philosophicus, Alianza, Madrid, 1991, pág. 183.
[2] Colomo, M.: El silencio en la palabra. Pág. 49.
[3] Plotino: Enéadas, Gredos, Madrid, 2000.





La contextualidad del silencio de la nada, Francisco Acuyo

martes, 3 de diciembre de 2024

HIPÓLITO Y AQUELLO, DE PASTOR AGUIAR

Desde La Florida de los Estados Unidos me envía un nuevo relato mi querido amigo, escritor y poeta, Pastor Aguiar, para la sección de Narrativa del blog Ancile, que les ofrecemos con mucho gusto, y bajo el título de Hipólito y aquello.


HIPÓLITO Y AQUELLO,

DE PASTOR AGUIAR



Hipólito y aquello. Pastor Aguiar




Se trabajaba mucho en Anatomía Patológica, pero a la una de la tarde el almuerzo.

Toda la mañana preparando muestras de tejidos. Láminas transparentes de apenas medio centímetro cuadrado que habían sido pulmón, cerebro, parte de fulano de tal; ahora apenas bulas enfisematosas, infiltrado de leucocitos.

Yo me asomaba al microscopio con la esperanza de ver planetas sin bautizar, y llamarlos Celedonio, Bernardo Calderín, carajo, ya han sido suficientes nombres de rancias alegorías. Y a veces sufría un atisbo de galaxias relampagueantes, quizás fatiga, digo ahora que me curé de magias.

A la una de la tarde el almuerzo era un oasis donde tácitamente se prohibía hablar de trabajo. La jefa del departamento, Luisa, iniciaba algún tema sobre recetas culinarias, de allá cuando pasó tres meses en París por los seminarios.

A Hipólito y a mí nos gustaba hablar de pesca en la ciénaga de zapata sin la preocupación del tiempo, de las biopsias de alguien abierto de arriba abajo en el salón esperando el veredicto, y vaciamiento total en el peor de los casos.

Esta vez Hipólito había hervido macarrones en el reverbero del laboratorio, y los trajo en platos de cartón separados. Luisa frente a nosotros desenredando tubos blanquecinos; qué bien hubiera venido una salsa con carne y bastante tomate, pobre Italia, salvada por el hambre de la una y ojalá no llegara una emergencia desde el salón de operaciones.

Entonces descubrí un filamento en mi plato que no era macarrón. Parecía un tallo de hierba, igual de blanquecino, pero macizo y resistente al tenedor. Lo saqué hasta la mano izquierda; y después otro y otro. Había más tallos que pasta, de manera que ya era un mazo de aquellas cosas inclasificables en la zurda.

Hipólito y Luisa parecían comer, hasta que vi que ella también sacaba filamentos y los iba amontonando a un lado, sobre el zinc galvanizado de la mesa de necropsias.

No había comido absolutamente nada, mi tarea era desbrozar la maleza. Se me antojaban lombrices sacadas del formol, quién sabe si enormes áscaris lumbricoides, sí, y sales de piperacina de tratamiento: menos mal que no me fallaba la memoria con tanta hambre, cabrón Hipólito, qué locuras se te ocurren.

Descubrí que me miraba de reojo, con una severidad desconocida.

_ ¿Y qué?

_ Nada; mira lo que estoy sacando de tus macarrones. Parece un zoológico.

Hipólito y aquello. Pastor Aguiar
Luisa había pasado a otra dimensión y nosotros dos girando hasta quedar de frente, sobre nuestras silletas.

_ Lo habrás inventado para joderme, porque yo acabé con mi plato sin problemas.

_ Estarás ciego; o me los pusiste a propósito. A ver, qué coño te debo. Si no te gusta lo que haces vuelve con los de medicina interna, a meterles el dedo en el culo a los viejos.

_ Así que esas tenemos, te crees suficiente para manejarte solo, piensas que te hago sombra, por eso vives adulándole a la jefa.

_ Cállate; sabes que es mentira…

Corté mi discurso cuando le vi las intensiones de abalanzarse sobre mí, los puños apretados y él rojo como un carbón en ascuas.

Lo menos que tenía eran deseos de enredarme a trompadas allí, frente a Luisa, desbaratar el laboratorio y después expulsión deshonrosa, consejo de trabajo, mancha para el resto de la vida.

Así que me levanté buscando a Luisa con el rabillo del ojo, y ella era como una foto antigua en el haz de una vela.

Al minuto la calle solitaria al fondo de anatomía, la pared rojiza por un lado y casas de familia por el otro.

La primera piedra me rozó una oreja.

Era Hipólito veinte pasos detrás y no sé de dónde sacaba piedras; ahora un recipiente metálico, creo que una riñonera.

Fui acelerando la marcha mientras escudriñaba en busca de algún proyectil. Me palpé la cintura pero no llevaba el machete de cuando las zafras, no el rifle de las prácticas militares, e Hipólito acercándose.

Necesitaba acumular una furia al menos igual a la suya. Si lo enfrentaba manso se iba a dar banquete conmigo.

Me exprimí la memoria tratando de recordar alguna ofensa, pero ninguna; él era un guajiro sin tacha, querido por todos hasta ahora.

Entonces lo imaginé Tobías allá en la finca, su risa insultante, la baba ofensiva sobre mi sombra como si me escupiera a mí, y abuelo diciéndome que le rompiera la cara; sin embargo el padre de Tobías llevándoselo por los pelos, muchacho de mierda, que te van a fundir los ojos; no ves que ese guajiro es un animal.

Esta era mi oportunidad, no más Hipólito, sino Tobías indecente, hijo de puta que me las vas a pagar todas juntas.

No fui yo tampoco, digo, el médico de anatomía; era Pepito de trece años apenas, mirando regueros de sangre por las pupilas ensangrentadas.

_ ¡Aquí te espero, mariconsón!

_ ¿Qué dices? A ver, repite eso.

Era Luisa con su bata blanca como una bandera desde las torres de un castillo imaginario.

_ ¿Dónde está Hipólito, doctora?; con él estoy hablando.

_ De qué Hipólito hablas. Ven acá, que acaba de llegar una biopsia.



Pastor Aguiar