Para la sección Editoriales amigas del blog Ancile, Traemos un nuevo post sobre el libro titulado, La era de los nombres ocultos, editado en Madrid por Letrame editorial, este año 2025, cuya temática es de gran interés y actualidad, por lo que recomendamos vivamente la lectura de este post y del libro en su totalidad. Aportamos, junto a una reseña de los contenidos, un fragmento de dicha obra.
LA ERA DE LOS NOMBRES OCULTOS,
DE JESÚS GARCÍA CALDERÓN
No deja
de sorprender que la enconada controversia y ruidosa alarma que produce el
cambio climático y sus consecuencias en las sociedades avanzadas de nuestro tiempo
no extienda su preocupación hacia su manifestación quizá más frágil, aunque
menos visible, que es la del deterioro del clima de nuestros derechos. Esta creciente
quiebra social, viene incrementándose de una manera imparable con el uso
doméstico de los últimos avances tecnológicos, generando en la ciudadanía la
sensación de que pagamos voluntariamente un engañoso peaje para convertirnos,
de manera más o menos consciente, en súbditos o sujetos de escrutinio, en
ciudadanos con una identidad disminuida, en una nueva especie de esclavos
felices que sacrifican parcelas esenciales de su libertad y lo hacen con
entusiasmo y para alcanzar el disfrute masivo de herramientas de ocio e
información, prácticamente inagotables.
Este breve ensayo parte del suicidio asistido
de nuestra intimidad y su paulatina sustitución por el nuevo paradigma de la
identidad digital, en una inquietante transformación que acentúa
extraordinariamente nuestra condición de seres tremendamente vulnerables. El
texto, aunque lo parezca, no se limita a exponer otra percepción pesimista. En
España el pesimismo siempre ha tenido prestigio y tan profundo error nos ha
conducido reiteradamente, a través del camino de su exhibición impúdica, hasta
distintos abismos que aún no somos capaces de recordar sin rencor. Sin embargo
y afortunadamente, esta situación se atisba como una forma de tenue lucidez
colectiva, como un bondadoso aviso que nos llega a tiempo y que nos permitirá
aprovechar aquellas oportunidades que, en el futuro, probablemente nos ofrezca
el azar.
Por primera vez en la historia, la
tecnología pretende construir una nueva naturaleza y nos impone otra
relación con nuestro entorno. Este proceso se desarrolla a un ritmo vertiginoso
y sin conocer con exactitud cuáles puedan ser las consecuencias reales de su
implantación. La desaparición de la intimidad, sustituida por la engañosa identidad
digital, es la primera de una larga serie de limitaciones a nuestros derechos
más esenciales que debemos reconocer y combatir. Las nuevas pautas sociales nos
debilitan y apenas nos permiten escapar de los más rígidos sistemas de control.
También nos devuelve este proceso al viejo mito de los nombres ocultos. Solo la
trascendencia nos permitiría comprender la verdadera identidad que se esconde
tras nosotros. Desvelar prematuramente ese nombre puede destruirnos y hasta
hacernos desaparecer. Este breve ensayo nos recuerda los principios que pueden
guiarnos en esta defensa de nuestras libertades más esenciales en un futuro que
se antoja distópico y cruel, ajeno muchas veces a los sentimientos que deben
inspirar a una sociedad justa y democrática.
Es evidente que siempre hay una zona oscura que no
se quiere compartir ni siquiera con nosotros mismos, pero ello no significa que
esta zona contenga pensamientos o actos ilícitos, inconvenientes o reprobables.
Este espacio apartado de la realidad virtual parece ser el único que rechaza
enérgicamente la exposición pública que impone la nueva naturaleza de nuestra
existencia.
En
general, por ejemplo, negamos cualquier aspecto virtuoso a la tristeza, incluso
llegamos a negarle, en un alarde de irresponsabilidad, cualquier sentido
práctico o utilidad. Si excluimos los aniversarios fúnebres de la familia o las
notificaciones sancionadoras de organismos públicos, son muy escasos los
mensajes que refieren alguna forma de tristeza. Parece que las redes
quieren aparecer ante nosotros como un infinito jardín de infancia en el que
solo debemos transmitir mensajes muy positivos o formas de agradecimiento o
asombro[1].
Cabría
añadir a lo anterior que no mostramos nunca, cuando menos en lo personal,
aquello que nos duele, quizá porque nos presenta como sujetos más débiles o
vulnerables. Todos los desajustes que nos imponen las circunstancias que nos
rodean, no merecen ser advertidos o comentados con los demás y los marcamos con
un signo denigrante que los condena al silencio. La exhibición impúdica y
próxima, casi ampliada, de lo cotidiano y ordinario nos empobrece y aísla, nos
desnuda como si diéramos la espalda a la realidad para no tener que mirarla.
Pero si el mundo digital es un mundo sin intimidad, habría que preguntarse qué o quienes ocupan ese espacio vacío. Podríamos imaginar como solución una intimidad más profunda, pero advertimos muy pronto que se produce un hito paradójico ya que ese espacio profundo es demasiado grande para que pueda convertirse en refugio de sentimientos íntimos. El problema, por tanto, no es que no nos quede un espacio propio en ese pozo inmenso para subsistir: El problema es justamente el contrario y es que el espacio disponible es tan grande y descabellado que alojaría un intimidad siempre abrumada por la vastedad del aposento que la acoge. La intimidad requiere un espacio corto y cerrado, un horizonte humano y por eso lo íntimo se escapa para buscar el lugar natural y proporcionado que verdaderamente le corresponde. ¿Pero dónde puede acudir? ¿Qué viene para ocupar su lugar, para habitar ese inmenso espacio vacío?
Sabemos que lo íntimo deja de tener valor y que lo sustituye el rastro de registros que deja nuestro paso por el camino de la virtualidad, la suma de anotaciones que genera nuestra vida cotidiana y que podríamos considerar el reflejo de nuestra nueva identidad digital, el imperio definitivo del dataísmo en los términos pesimistas que se describen en el famoso ensayo de Yuval Noah Harari[2].
Quizá por
eso muchas personas, conscientes de su naturaleza como sujetos de rendimiento[3],
pero críticos e infelices con este sistema, muestran su rebeldía y adoptan
viejos usos o comportamientos sociales que les permitan evitar ese rastro
electrónico pegajoso e interminable. Procuran, por ejemplo, pagar sus
transacciones con dinero efectivo[4],
de manera que el papel moneda adquiere en nuestras manos un aire clandestino y
equívoco. Algo tan natural como utilizar el dinero físico que lícitamente
poseemos, se convierte en un acto sospechoso o en una fuente de leve
intranquilidad. Para muchos, será preferible sufrir un pequeño robo,
apareciendo como víctimas, que ser descubiertos en el pago efectivo por las
autoridades tributarias, algo que los transforma y registra como personas
sospechosas.
En
apariencia, el dueño digital que determina y medio gobierna nuestra voluntad es
un espejo. El amo de nosotros somos nosotros mismos, pero un nosotros devaluado
y confundido. He ahí la tragedia que se nos presenta y nos confina en un
callejón sin salida. Partimos del famoso aforismo de Franz Kafka que inspiró
las primeras enseñanzas de Byung-Chul Han[5]:
El animal le arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para
convertirse en amo.
La
brillantez del silogismo nos atrapa y solo queremos creerlo con un sincero
fervor, pero nos ofrece una visión un tanto limitada del problema, que exige
buscar respuestas más eficientes en el mundo del derecho si seguimos
entendiendo que una de sus funciones primordiales, máxime en este tiempo
distante y desdibujado, es el arte de trazar límites[6],
una labor cuya dificultad se ha incrementado en términos exponenciales con el
desarrollo, imparable e impredecible, de las nuevas tecnologías.
Es cierto
que el esclavo se apodera del látigo, pero lo hace como un sujeto inducido y
devorado por la nueva dimensión de la virtualidad. Esta dimensión es una tierra
infértil, un légamo invisible que lo atrapa, que acoge su identidad digital y
que rinde el fruto de una nueva intimidad que no es más que la relación
ordenada y sumisa de la mayor parte de sus actos. El amo digital no se impone
por la fuerza: solo nos confunde: Nos entrega la llave del habitáculo en el que
nos confina para que creamos que podemos abrirlo y salir, pero la llave solo
sirve para entrar porque nos ha convertido previamente en
esclavos vocacionales
que no pueden, ni quieren, ni saben abrir la puerta de su libertad. Si lo
hicieran azarosamente, como un simple impulso mecánico, se encontrarían con un
muro invisible alzado con la corteza del miedo y la adicción a una soledad
muda, plana y casi opaca que se esconde de la naturaleza real y que vive una
sensación contraria o antagónica a esa soledad sonora que descubrieron y
cantaron, con tanto acierto, los místicos españoles[7].
Este
nuevo sujeto de rendimiento y de consumo tiende a convertirse, además y
entre otras pobres alternativas, en un sujeto de escrutinio que analiza
sus acciones de manera compulsiva. Se convierte en un minúsculo engranaje de un
mundo de recuento, un mundo ciego que no sabe muy bien dónde se
encuentra y donde se dirige. Rinde ante sí mismo con su explotación, consume
para sostener materialmente el sistema y se evalúa continuamente para mantener
el firme compromiso, tácitamente aceptado, de que sus acciones no pierdan un
valor apreciable. Este comportamiento resulta tan agotador que lo incapacita o
lo limita para afrontar otras acciones enriquecedoras, saludables y hasta
placenteras que obstinadamente esquiva o incluso olvida para persistir en una
tarea que parece que no tiene fin. El sujeto de escrutinio es una danaide
agotada que sigue arrojando el rastro electrónico de su vida a un tonel sin
fondo.
Paradigmas
de esta tortura, leve pero persistente, serían las alarmas del teléfono móvil,
zumbidos, vibraciones o campanillas que suenan una y otra vez y nos obligan a
interrumpir conversaciones o ensueños. Silenciar el teléfono no basta porque,
al fin y al cabo, el aplicado registro nos obliga, tarde o temprano, a detener
nuestra vida y mirar las pantallas para borrar un sinfín de alarmas
innecesarias o de intentos de acoso o fraude. En definitiva, este nuevo sujeto
de escrutinio se ha transformado en el esclavo vocacional e incansable que
desconfía de su libertad y acaba por traicionarla y que, a veces, hasta la odia
porque le exige la toma propia de decisiones.
El
incremento de la auto explotación nos ha llevado hasta una auto evaluación
generalizada y miserable porque sustituye o confunde el benéfico examen de
conciencia que aprendimos al estudiar el catecismo católico o al descubrir
los elementos básicos de la ética. Ahora no sabemos, dónde acabará llevándonos
esta forma de pequeña esclavitud voluntaria en un futuro no muy lejano.
Jesús García Calderón
[1] Debo la imagen al
dramaturgo Francisco Nieva (1924-2016).
Solo recuerdo haber leído una entrevista, de la que no guardo referencia
alguna, en la que preguntado sobre la opinión que tenía tras visitar la
Exposición Universal de Sevilla de 1992, contestó que le parecía haber
visitado, un inmenso jardín de infancia.
[2] Homo Deus: Breve
historia del mañana; Yuval Noah
Harari; Editorial Debate, traducción de Joandomènec Ros i Aragonès,
Madrid, 2016.
[3] La sociedad del
cansancio, Byung-Chul Han, ob.
cit.; páginas 25/30. “La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino
una sociedad de rendimiento. Tampoco sus habitantes se llaman ya sujetos de
obediencia sino sujetos de rendimiento. Estos sujetos son
emprendedores de sí mismos […] El sujeto de rendimiento está libre de un
dominio externo que lo obligue a trabajar o incluso lo explote. Es dueño y
soberano de sí mismo […] La supresión de un dominio externo no conduce hacia la
libertad; más bien hace que la libertad y coacción coincidan […] se abandona a
la libertad obligada o a la libre obligación de maximizar el
rendimiento. El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en
auto explotación”.
[4] Con el habitual
lenguaje críptico de este tipo de normas, la Ley 11/2021, de 9 de julio, de
medidas de prevención y lucha contra el fraude fiscal, de transposición de la
Directiva (UE) 2016/1164, del Consejo, de 12 de julio de 2016, por la
que se establecen normas contra las prácticas de elusión fiscal que inciden
directamente en el funcionamiento del mercado interior, de modificación de
diversas normas tributarias y en materia de regulación del juego, nos
recuerda en su Exposición de Motivos que la previa modificación de la
normativa tributaria y presupuestaria y de adecuación de la normativa
financiera para la intensificación de las actuaciones en la prevención y lucha
contra el fraude, en la línea también seguida por otros países de nuestro
entorno, determinó la limitación al uso de efectivo para determinadas
operaciones económicas. En ese sentido y ante los positivos resultados
obtenidos, se introduce una nueva modificación en el régimen sustantivo de
los pagos en efectivo, dirigida a profundizar en la lucha contra el fraude
fiscal, disminuyendo el límite general de pagos en efectivo de 2.500
a 1.000 euros.
[5] La tonalidad del
pensamiento, Byung-Chul Han,
Paidós Contextos, Editorial Planeta, Barcelona 2024; traducción de Lara Cortés
Fernández; página 74. “El animal piensa que es libre cuando se azota a sí
mismo. Y nosotros hemos sucumbido a esta ilusión fatal. Nos explotamos
voluntaria y apasionadamente, con la ilusión de que nos estamos realizando. […]
Soy al mismo tiempo amo y siervo. Esta es una libertad paradójica en la que
confluyen presión y libertad.”
[6] El arte de trazar límites. Sobre la
defensa del lenguaje jurídico para comprender el lenguaje. Jesús
García Calderón. Anales de la Real Academia Sevillana de Legislación y
Jurisprudencia, número 8, 2016, páginas 31-39. “Fue Manuel Olivencia quien también reclamara, con tanto acierto
y en su recordado Discurso de Ingreso
en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, pronunciado en 1981 y titulado Letras y letrados, la importancia de la
lengua para el jurista. Allí nos recordaba los consejos del maestro Joaquín Garrigues Díaz-Cañabate, autor
del famoso Curso de Derecho Mercantil que
aparece en años tan decisivos para el devenir de España y Europa como 1936 y
1940 y allí nos refiere también su impagable enseñanza al imponer a cualquier
jurista que se precie, entre otras muchas obligaciones, la de buscar la
claridad, señalando que el Derecho es el
arte de trazar límites y el límite no existe cuando no es claro”.
[7] La noche
sosegada/en par de los levantes del aurora, /la música callada, /la soledad
sonora, /la cena que recrea y enamora; ya aparece en esta estrofa del Cántico
de San Juan de la Cruz o en
otros muchos poemas o poemarios decisivos en la literatura española y universal
como La soledad sonora (1908) de Juan
Ramón Jiménez.
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