Desde La Florida de los Estados Unidos me envía un nuevo relato mi querido amigo, escritor y poeta, Pastor Aguiar, para la sección de Narrativa del blog Ancile, que les ofrecemos con mucho gusto, y bajo el título de Hipólito y aquello.
HIPÓLITO Y AQUELLO,
DE PASTOR AGUIAR
Se trabajaba mucho en Anatomía Patológica, pero a la una de la tarde el almuerzo.
Toda la mañana preparando muestras de tejidos. Láminas
transparentes de apenas medio centímetro cuadrado que habían sido pulmón,
cerebro, parte de fulano de tal; ahora apenas bulas enfisematosas, infiltrado
de leucocitos.
Yo me asomaba al microscopio con la esperanza de ver
planetas sin bautizar, y llamarlos Celedonio, Bernardo Calderín, carajo, ya han
sido suficientes nombres de rancias alegorías. Y a veces sufría un atisbo de
galaxias relampagueantes, quizás fatiga, digo ahora que me curé de magias.
A la una de la tarde el almuerzo era un oasis donde
tácitamente se prohibía hablar de trabajo. La jefa del departamento, Luisa,
iniciaba algún tema sobre recetas culinarias, de allá cuando pasó tres meses en
París por los seminarios.
A Hipólito y a mí nos gustaba hablar de pesca en la ciénaga
de zapata sin la preocupación del tiempo, de las biopsias de alguien abierto de
arriba abajo en el salón esperando el veredicto, y vaciamiento total en el peor
de los casos.
Esta vez Hipólito había hervido macarrones en el reverbero
del laboratorio, y los trajo en platos de cartón separados. Luisa frente a
nosotros desenredando tubos blanquecinos; qué bien hubiera venido una salsa con
carne y bastante tomate, pobre Italia, salvada por el hambre de la una y ojalá
no llegara una emergencia desde el salón de operaciones.
Entonces descubrí un filamento en mi plato que no era
macarrón. Parecía un tallo de hierba, igual de blanquecino, pero macizo y
resistente al tenedor. Lo saqué hasta la mano izquierda; y después otro y otro.
Había más tallos que pasta, de manera que ya era un mazo de aquellas cosas
inclasificables en la zurda.
Hipólito y Luisa parecían comer, hasta que vi que ella
también sacaba filamentos y los iba amontonando a un lado, sobre el zinc
galvanizado de la mesa de necropsias.
No había comido absolutamente nada, mi tarea era desbrozar
la maleza. Se me antojaban lombrices sacadas del formol, quién sabe si enormes
áscaris lumbricoides, sí, y sales de piperacina de tratamiento: menos mal que
no me fallaba la memoria con tanta hambre, cabrón Hipólito, qué locuras se te
ocurren.
Descubrí que me miraba de reojo, con una severidad
desconocida.
_ ¿Y qué?
_ Nada; mira lo que estoy sacando de tus macarrones. Parece
un zoológico.
_ Lo habrás inventado para joderme, porque yo acabé con mi
plato sin problemas.
_ Estarás ciego; o me los pusiste a propósito. A ver, qué
coño te debo. Si no te gusta lo que haces vuelve con los de medicina interna, a
meterles el dedo en el culo a los viejos.
_ Así que esas tenemos, te crees suficiente para manejarte
solo, piensas que te hago sombra, por eso vives adulándole a la jefa.
_ Cállate; sabes que es mentira…
Corté mi discurso cuando le vi las intensiones de
abalanzarse sobre mí, los puños apretados y él rojo como un carbón en ascuas.
Lo menos que tenía eran deseos de enredarme a trompadas
allí, frente a Luisa, desbaratar el laboratorio y después expulsión deshonrosa,
consejo de trabajo, mancha para el resto de la vida.
Así que me levanté buscando a Luisa con el rabillo del ojo,
y ella era como una foto antigua en el haz de una vela.
Al minuto la calle solitaria al fondo de anatomía, la pared
rojiza por un lado y casas de familia por el otro.
La primera piedra me rozó una oreja.
Era Hipólito veinte pasos detrás y no sé de dónde sacaba
piedras; ahora un recipiente metálico, creo que una riñonera.
Fui acelerando la marcha mientras escudriñaba en busca de
algún proyectil. Me palpé la cintura pero no llevaba el machete de cuando las
zafras, no el rifle de las prácticas militares, e Hipólito acercándose.
Necesitaba acumular una furia al menos igual a la suya. Si
lo enfrentaba manso se iba a dar banquete conmigo.
Me exprimí la memoria tratando de recordar alguna ofensa,
pero ninguna; él era un guajiro sin tacha, querido por todos hasta ahora.
Entonces lo imaginé Tobías allá en la finca, su risa
insultante, la baba ofensiva sobre mi sombra como si me escupiera a mí, y
abuelo diciéndome que le rompiera la cara; sin embargo el padre de Tobías
llevándoselo por los pelos, muchacho de mierda, que te van a fundir los ojos;
no ves que ese guajiro es un animal.
Esta era mi oportunidad, no más Hipólito, sino Tobías
indecente, hijo de puta que me las vas a pagar todas juntas.
No fui yo tampoco, digo, el médico de anatomía; era Pepito
de trece años apenas, mirando regueros de sangre por las pupilas
ensangrentadas.
_ ¡Aquí te espero, mariconsón!
_ ¿Qué dices? A ver, repite eso.
Era Luisa con su bata blanca como una bandera desde las
torres de un castillo imaginario.
_ ¿Dónde está Hipólito, doctora?; con él estoy hablando.
_ De qué Hipólito hablas. Ven acá, que acaba de llegar una
biopsia.
Pastor Aguiar
Muchas gracias, querido amigo. En este relato hay detalles de una realidad pasada, como el hospital, la sala de autopsias. y de ello saqué provecho imaginando los hechos específicos. Gracias de nuevo y un abrazo.
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