martes, 3 de diciembre de 2024

HIPÓLITO Y AQUELLO, DE PASTOR AGUIAR

Desde La Florida de los Estados Unidos me envía un nuevo relato mi querido amigo, escritor y poeta, Pastor Aguiar, para la sección de Narrativa del blog Ancile, que les ofrecemos con mucho gusto, y bajo el título de Hipólito y aquello.


HIPÓLITO Y AQUELLO,

DE PASTOR AGUIAR



Hipólito y aquello. Pastor Aguiar




Se trabajaba mucho en Anatomía Patológica, pero a la una de la tarde el almuerzo.

Toda la mañana preparando muestras de tejidos. Láminas transparentes de apenas medio centímetro cuadrado que habían sido pulmón, cerebro, parte de fulano de tal; ahora apenas bulas enfisematosas, infiltrado de leucocitos.

Yo me asomaba al microscopio con la esperanza de ver planetas sin bautizar, y llamarlos Celedonio, Bernardo Calderín, carajo, ya han sido suficientes nombres de rancias alegorías. Y a veces sufría un atisbo de galaxias relampagueantes, quizás fatiga, digo ahora que me curé de magias.

A la una de la tarde el almuerzo era un oasis donde tácitamente se prohibía hablar de trabajo. La jefa del departamento, Luisa, iniciaba algún tema sobre recetas culinarias, de allá cuando pasó tres meses en París por los seminarios.

A Hipólito y a mí nos gustaba hablar de pesca en la ciénaga de zapata sin la preocupación del tiempo, de las biopsias de alguien abierto de arriba abajo en el salón esperando el veredicto, y vaciamiento total en el peor de los casos.

Esta vez Hipólito había hervido macarrones en el reverbero del laboratorio, y los trajo en platos de cartón separados. Luisa frente a nosotros desenredando tubos blanquecinos; qué bien hubiera venido una salsa con carne y bastante tomate, pobre Italia, salvada por el hambre de la una y ojalá no llegara una emergencia desde el salón de operaciones.

Entonces descubrí un filamento en mi plato que no era macarrón. Parecía un tallo de hierba, igual de blanquecino, pero macizo y resistente al tenedor. Lo saqué hasta la mano izquierda; y después otro y otro. Había más tallos que pasta, de manera que ya era un mazo de aquellas cosas inclasificables en la zurda.

Hipólito y Luisa parecían comer, hasta que vi que ella también sacaba filamentos y los iba amontonando a un lado, sobre el zinc galvanizado de la mesa de necropsias.

No había comido absolutamente nada, mi tarea era desbrozar la maleza. Se me antojaban lombrices sacadas del formol, quién sabe si enormes áscaris lumbricoides, sí, y sales de piperacina de tratamiento: menos mal que no me fallaba la memoria con tanta hambre, cabrón Hipólito, qué locuras se te ocurren.

Descubrí que me miraba de reojo, con una severidad desconocida.

_ ¿Y qué?

_ Nada; mira lo que estoy sacando de tus macarrones. Parece un zoológico.

Hipólito y aquello. Pastor Aguiar
Luisa había pasado a otra dimensión y nosotros dos girando hasta quedar de frente, sobre nuestras silletas.

_ Lo habrás inventado para joderme, porque yo acabé con mi plato sin problemas.

_ Estarás ciego; o me los pusiste a propósito. A ver, qué coño te debo. Si no te gusta lo que haces vuelve con los de medicina interna, a meterles el dedo en el culo a los viejos.

_ Así que esas tenemos, te crees suficiente para manejarte solo, piensas que te hago sombra, por eso vives adulándole a la jefa.

_ Cállate; sabes que es mentira…

Corté mi discurso cuando le vi las intensiones de abalanzarse sobre mí, los puños apretados y él rojo como un carbón en ascuas.

Lo menos que tenía eran deseos de enredarme a trompadas allí, frente a Luisa, desbaratar el laboratorio y después expulsión deshonrosa, consejo de trabajo, mancha para el resto de la vida.

Así que me levanté buscando a Luisa con el rabillo del ojo, y ella era como una foto antigua en el haz de una vela.

Al minuto la calle solitaria al fondo de anatomía, la pared rojiza por un lado y casas de familia por el otro.

La primera piedra me rozó una oreja.

Era Hipólito veinte pasos detrás y no sé de dónde sacaba piedras; ahora un recipiente metálico, creo que una riñonera.

Fui acelerando la marcha mientras escudriñaba en busca de algún proyectil. Me palpé la cintura pero no llevaba el machete de cuando las zafras, no el rifle de las prácticas militares, e Hipólito acercándose.

Necesitaba acumular una furia al menos igual a la suya. Si lo enfrentaba manso se iba a dar banquete conmigo.

Me exprimí la memoria tratando de recordar alguna ofensa, pero ninguna; él era un guajiro sin tacha, querido por todos hasta ahora.

Entonces lo imaginé Tobías allá en la finca, su risa insultante, la baba ofensiva sobre mi sombra como si me escupiera a mí, y abuelo diciéndome que le rompiera la cara; sin embargo el padre de Tobías llevándoselo por los pelos, muchacho de mierda, que te van a fundir los ojos; no ves que ese guajiro es un animal.

Esta era mi oportunidad, no más Hipólito, sino Tobías indecente, hijo de puta que me las vas a pagar todas juntas.

No fui yo tampoco, digo, el médico de anatomía; era Pepito de trece años apenas, mirando regueros de sangre por las pupilas ensangrentadas.

_ ¡Aquí te espero, mariconsón!

_ ¿Qué dices? A ver, repite eso.

Era Luisa con su bata blanca como una bandera desde las torres de un castillo imaginario.

_ ¿Dónde está Hipólito, doctora?; con él estoy hablando.

_ De qué Hipólito hablas. Ven acá, que acaba de llegar una biopsia.



Pastor Aguiar





 

1 comentario:

  1. Muchas gracias, querido amigo. En este relato hay detalles de una realidad pasada, como el hospital, la sala de autopsias. y de ello saqué provecho imaginando los hechos específicos. Gracias de nuevo y un abrazo.

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