Dentro
del corpus general que integra el conjunto de
reflexiones sobre la decepción humana, ya ofrecido anteriormente un fragmento
sobre la amistad,[1] y que
como ya anunciaba anteriormente en otra entrada sobre el tema,[2]
está en impresión bajo el título de Elogio de la decepción y otras
aproximaciones a los fenómenos del dolor y la belleza, que verá la luz sobre
finales del mes de marzo, adelanto ahora otra fracción significativa (en dos
entradas) sobre la decepción amorosa. Dejo a juicio del lector atento estas
consideraciones no solo de carácter introspectivo, también ponderaciones
motivadas por la cavilación atenta al ¿fenómeno? del amor en una clara
exhortación a su vital y desde luego profundo dinamismo necesario de un
enérgico y despierto entendimiento. He aquí para todos vosotros este adelanto
del Elogio de la decepción en el amor para el blog Ancile.
ELOGIO DE LA
DECEPCIÓN II
DEL AMOR
Escrito está en mi alma vuestro gesto,
Garcilaso de la Vega
Soneto V
SENSATAMENTE algunos, y no de
vulgar juicio, negaron que el amor fuese sentimental reminiscencia de este o
aquel idilio arrebatado y en el que encuentran siempre lacrimógeno e
impresionable alegato las éticas
enternecidas del sentimiento. Nunca, por
cierto, abundan en la fuente acaso más depurada y viva donde, al fin, mana el
testimonio y prueba verdaderos en los que se destila el elixir de amor más
cierto, así: la decepción, a todas
luces, se nos muestra como tentativa, examen, contraste y verificación certeros.
Si la vivencia del afecto, cuando profunda y muy sinceramente uncida al corazón
amante puede, no sin singular y acerbo extrañamiento, ocasionar dolor y aun
provocar, en un conato de confusión, la
angustia del abandono y de la soledad, será en virtud de la deceptio que, aprehendamos la naturaleza
del verdadero amor, pues, ella sabiamente nos desengaña, nos revela y nos
avisa.
Acaso sea
la temida y nunca bien ponderada soledad, hermana más sincera del anhelado amor
no correspondido, si de verdad lo pretendemos franco y verdadero. Es claro para
mí que cuanto más prolongadas se hicieron tus ausencias, por fin supe de lo
insuficientemente valorado que tuve el importe de la decepción y de la soledad
que hubo, al fin, de ser elemento de mejor contraste para entender qué
indudable y genuino es el amor, si ayer, hoy, todavía (siempre) me halaga,
conforta e infunde con su imprescindible aliento.
La soledad, si decepción, habría sin duda de
marcar a fuego la inflexión más severa de mi vida, y todo para comprender la
marca que el amor vivo deja para siempre. Su realidad insoslayable pulsa
inmaterial, pero acaso palpable; etérea, pero sabrosa a nuestro ser y más alto
apercibimiento, pues mantiene nuestro espíritu bien sujeto a su objeto
inapreciable, mas, en un mismo, unánime y único sentir y entendimiento.
He aquí, en tan parco pórtico, la decepción expuesta
como umbral que accede donde, como en dimensión oculta, queda lo que de otro
modo no puede ser entendido y aun observado: pues nos hace libres de los
oscuros y aherrojados lazos de la costumbre, de la sucesión monótona del trato
anclado en el uso tedioso del afecto dado por supuesto, que termina exangüe en
el patrón repetitivo, plano, de lo muerto; en fin, de todo aquello que sin
sentir nos somete al yugo del amoldamiento y de las circunstancias, injuria de
la vida cuando no escarnio de la palpitante fuerza arrolladora del amor. Y es
que el amor ha de liberarnos siempre. Por todo esto la decepción no se cansa en
mostrarnos la naturaleza sativa, libre, extenuante, viva, creadora del amor, y,
si es también relación entregada, rendida, solidaria, veremos por mor de la
decepción la calidad de su excelencia y de su singular filantropía.
La inocencia precisa, en cualquier caso, del amor: no
espera más que libre, fértil y desinteresada entrega y, si cabe, aún más en la
decepción de aquél. Se nos muestra que el amor está del todo emancipado de
cualquiera suerte de ofensa o de halago: resulta del todo innecesaria la
exculpación o la malicia, pues, en este
caso, se hace aún más clara e inofensiva la acción decepcionante, y es que
sucede en quietud tan íntima, que nos parece que mueve el mundo en su amorosa
afección.
Ya sabes cuántas veces repetíamos que sólo puede ser
verdad aquello que nace al amparo del amor. No en vano, amada mía, sabes que el
alma enamorada, aun siendo siempre vulnerable, en su perenne inocencia, no hace
daño ni puede sentirse lastimada. ¿Pero, cómo, entonces, es la decepción
receptiva y exteriormente posible al amor? No puedo menos que traer al caso, y
con más y resuelto y decido fervor, si cabe,
la defensa de lo que aporta a la pura claridad de entendimiento sobre el
amor, y lo que es y no significa. La
deceptio (el engaño, recuerdas, que
decía)[3],
nos lleva al pleno reconocimiento de aquello que, con falsedad e ilusión,
tenemos por verdadero […] Así, la decepción trae, una vez dilucidada y
ampliamente contrastada en el engaño, el grato encuentro con la viva, con la […] claridad de lo verdadero y que, en
modo alguno, si auténtico, puede estar exento del ímpetu perpetuo del amor.
Hay quien vio esta óptica, sin entender quizá, esa
sinergia vital y profundamente creativa que la alimenta, como un modo ideal,
imposible e irrepresentable de lo que el
amor sea. Pero, muy al contrario, y gracias al despertar en la
decepción, veremos cuán lejos estarán de la materia y del espíritu que conforma
su realidad suprema. Y es que la decepción adviene como fuerza liberadora de lo
que una vez estuvo aherrojado en las tinieblas del prejuicio, y en la oscuridad
de la prevención arbitraria, de la terca obcecación, pasa a ser
definitivamente, a la luz de la conciencia, desvelado. Vemos, al fin, cómo la
ofuscación hubo profundamente arraigado por mor de la costumbre, del tedio, del
placer, si hijos todos ellos de la mente y la memoria, del devenir del tiempo y
la falacia donde reside toda levedad del ser, y donde nunca pudo ni podrá
ubicarse lo que más allá del espacio y del tiempo estuvo por y para siempre
designado: así, el amor, no es recuerdo del deleite o del indeseable
sufrimiento que a buen seguro produce después su inevitable ausencia.
Definir el amor es ¿difícil, imposible, tal vez? Su
entendimiento no depende sino de toda percepción de lo que claramente no es amor. Negación acaso trascendente,
y de cuya reducción se infiere no más que la duda de lo que la palabra pueda
transcribir en pos de su ser indescriptible. El verbo, la fruición, la
complacencia, el alborozo, la pasión: fueron vehículos, ingenios que
inevitablemente habría de desvelar la decepción para el esclarecimiento del
amor, del júbilo y de la auténtica felicidad. Por eso sé, bien mío, que tu
ausencia es la decepción que clarificó, alumbró, purificó la vía hacia el
entendimiento pleno del amor pues, será en verdad aquél el inmortal
mantenimiento de lo que fue trasiego, mudanza e inseguridad en nuestras vidas.
Si un instante
detengo el notable artificio de la memoria en nuestros gratos pero vacilantes
recuerdos, y ya percibida la luz de la decepción, veo con claridad todo el
equívoco, el embeleco y el desfase sobre la real e infinita dimensión desvelada
de lo que en verdad es nuestro.
Aquellos lúbricos amaneceres en el lecho cobran ahora
la proporción, el vasto dominio, la media profunda que sólo el amor comporta y,
ahora, en nosotros se ofrece para una lúcida y definitivamente esclarecida conciencia. Mas el eros que incendió nuestros deseados encuentros, si alguna vez
pareció buscar la humillación de lo hermoso que en ellos hubo, fue en realidad
la decepción de no tenerlos lo que mostró, en su excelsa y magnánima
relevancia, la magnitud inabarcable del
amor nuestro.
¡Ah, cuántas, cuántas veces hubimos de entregarnos
con pasión al juego de indagar, de desentrañar aquel impulso ígneo de nuestra
arrebatada y fulgurante atracción, a todas luces fatal, ahora lo sabemos, si
fue presa inevitable de la ausencia temporal o acaso permanente de nuestros
cuerpos!
Con solo mirarnos creímos discernir el pulso
inmarcesible del amor, saber, apenas deslizadas nuestras manos sobre la miel
embelesada de los labios, la ciencia inmarcesible que vinculaba aquellas almas,
siquiera un instante, a la aspiración de subsistir eternamente por mor de
nuestros besos y que, también ahora, vanamente, sobre estas líneas, se afana
tras su logomaquia insuficiente a dar conceptual sentido, parcial significado
al todo inapresable que, en definitiva, es aquello que intuimos como amor.
Aquellas tardes límpidas, en el eterno mirador de nuestros corazones,
azul y roja la distancia en el espíritu,
un instante otea enamorado, y se despiertan ya por fin nuestras mentes en pos
del verdadero afecto que habla sin
palabras, de la elocuencia silenciosa del amor. Supe indudablemente que
estábamos muy lejos de cualquier proceso del pensar, libres de todo patrón
o mecánico traslado.
¿Quién podrá superar la prevención, el escrúpulo
evolucionista y su finalidad de especie para mejor entendimiento del amor?
Acaso quien hubiese amado sin
prevención, advertencia ni finalidad alguna. La óptica analítica muy
bien nos llevó a confundir su subido impulso con la única referencia singular y
específica de lo estrictamente material, biológico. ¿Recuerdas cuando nuestras
afinidades, vistas incluso desde los
momentos del deliquio sensual efectivo, sensorial de nuestros cuerpos
entregados, eran sin dudas abolidas por el ímpetu, más allá de la pasión, de la
reconocida y, desde luego, reconocible unidad viva de nuestra razón de amor?
Mas, qué bien intuía ya entonces que el exceso propio
de la sinrazón sexual, cuando basada en la genuina entrega solidaria, generosa,
abnegada del amor, no era sino vital impulso, sin duda origen hermoso de
creación única. Éxtasis que además no haría sino quebrar por fin el ámbito de
las tinieblas (de apariencia y simulacro) de lo pérfido y falso de nuestro
asendereado, social y despótico mundo.
La decepción nos proporciona del amor el más claro
sesgo, la más lúcida, diáfana, elevada atalaya desde la que otear, ahora
sin obstáculos, la sombra frente a la
exaltación y fervor de la luz de la vida, si es que esta es necesaria creación
y, receptáculo por tanto, de su producto más genuino en el amor: la poesía.
Cuántas veces, con las manos entrelazadas, abrazados
sobre el lecho estrechamente, en una
mirada ígnea fundidos y en silencio, me hizo reflexionar aquella urdimbre
sagrada sobre la unidad de nuestros cuerpos, entretejidos, a la búsqueda de un
único y definitivo espíritu.
Aun sabiendo, o, mucho mejor, viviendo (en) el amor, sé
que este debe preceder siempre a la palabra. Es así que ahora presiento, sobre
estos párrafos de inevitable decepción verbal, el júbilo inefable de su silente
e indecible fuerza y lozanía. También que, si la posesión sexual una vez
provino del deseo, del rapto, del ímpetu carnal, sé, además, que la verdadera pasión amorosa adviene del extático
arrebato que subyace de lo que está fuera del tiempo, del espacio, porque es
del pensamiento ajeno. Así, el morir de
vida es el vivir de muerto, que advertía el gran Heráclito; en el tránsito
existencial se pone el amor en evidencia, ante la intemporal incongruencia que
supone la eternidad del amor en lo frugal y efímero de nuestras vidas. La decepción de nuestra mortalidad será la que
constate la estadía y permanencia indiscutibles del amor; o, en realidad, cual
renacer impulsado en la regeneración
proverbial que dialoga como el Eros y el
Tánatos en nuestras vidas y que, muy bien no podrá manifestarse sino en
virtud de desenmascarar definitivamente lo que no es amor.
Tu rostro (labios, mejillas, ojos) eran origen de luz
permanente, germen del singular aliento que aspira sobre el mío aquel hálito
único que respira la vida en pos de dar la respuesta a la interrogante última a
la que invoca la verdad. Mas, si aspiramos al inmortal mantenimiento del amor
será sin duda porque en él intuimos la senda no trazada de la verdad. Pero en
la decepción y revelación, por tanto, del engaño, la verdad, también la vida, se muestran en su realidad unívoca e
inquebrantable: relación, alteridad unánime que, por fin, en el amor significa.
II
TANTAS
veces quisimos, totalmente seguros, convencidos de su contingencia, fundamentar
los principios de nuestro sagrado y vivo vínculo, en perfecta armonía, ya
exentos de cualquiera contradicción, cual si aquella sublime erótica de la atracción no fuese en modo
alguno impedimenta para el necesario entendimiento con el logos que sostiene racionalmente nuestras leales, firmes y muy
persuadidas convicciones, y todo ello al amparo de profundos, verdaderos y vívidos sentimientos.
Hubimos de afrontar, en no pocas y muy
severas y difíciles ocasiones, el hecho
del todo ineluctable de que el amor no encontraba sino frágil e insuficiente
fundamento en aquellas aptitudes e inclinaciones nunca duraderas si ancladas al
deseo, como si estas pudieran acercarnos más sinceramente; pero pudimos de
forma muy clara constatar que, aun en lo que aquellas cuestiones enfrentarnos
pudieran, siempre encontrábamos la base, el fundamento, la razón incuestionable
que garantizaba, no obstante, nuestra perpetua atracción.
Ante las
duras y diversas adversidades a las que nos enfrentó la vida, tan cruelmente
muchas veces, nuestro vínculo sagrado
fue la muestra del divino bien que el amor procura, si en verdad todavía nos
parece medida y previsión suprema de las cosas. Es así que, en base a estos
sublimes rudimentos juramentamos perpetuamente nuestro afecto.
Sin
embargo, la decepción pondría en franca referencia la genuina razón de amor que hubo, al fin, de ser
fundamento (también fuente legítima) de vida
moral en nuestra existencia. El ordo
amoris máximo, puro y dilecto late con el pulso de una potencia universal
que enciende el mundo con el verdadero ritmo impulsado desde la ética que da
sentido, equilibrio, ponderación a nuestras vidas; así subyace en la verdad
sagrada de lo bello, pues late con nosotros cual corazón unánime.
Parece hoy
más clara y verídica que nunca aquella luz que abundaba de tu rostro: de su
contemplación obtuve el orden y ley definitivos por ser justo y del todo
verdadero.[4]
Fue la profunda decepción en tu ausencia la que fundó la clara imagen del amor,
expuso ante mis ojos la jerarquía perenne de las cosas como producto siempre de
su estímulo, de su fuerza, de su gracia inmarcesible. Entender (o vivir realmente,
si fue lo mismo) la decepción, fue captar con total certeza el amor como acción
viva, como dinámica integradora, mediante la que reconocer el ser y devenir
universales fue cosa fácil y evidente: allí era de donde brota, resurge lo que
aspira a su vívida y plena existencia. ¿Qué es sino creación el amor? ¿Qué sino
la acción siempre unificadora que
identifica el común de todas las cosas? ¿Qué es sino plenitud, culminación,
contacto intenso con el universo mundo?
La adecuación, el acondicionamiento que la óptica de la decepción ofrece
así lo certifica: entendemos, si bien mirado, la forma, el origen y el
inmarcesible contenido que funda del amor;
el vasto dominio en el que se alza y extiende: vemos el empuje, el vigor
cósmico de su empeño proyectado más allá de la parcial latitud del deseo, de
toda voluptuosa soledad: sus regiones se extienden por el bien infinito que en realidad será
siempre el amor.
La
decepción supo abrirme a las verdaderas, simples (y complejas) razones,
fundamentos que el corazón, sin darnos cuenta, muchas veces ofrece y explicita.
El concepto y la palabra, el pensamiento y el
juicio, la razón y la lógica son, gracias a la fuerza e impulso
inauditos del amor, completa y radicalmente trascendidos; desde su inmarcesible
paradoja todo adquiere un armónico sentido y significación totales: es así que
en el espejo profundo de la pasión, sabe el corazón de los valores que aportan
al espíritu la angustia, el sufrimiento, la perplejidad de la amorosa
decepción, pues, en verdad no son más que reacciones del todo equívocas ante el
enigmático e implícito orden que al fin marca en nuestras vidas el verdadero
amor. Si es que atentamente miramos el amor, observaremos que en realidad es
imposible vulnerar las leyes, los
principios, el orden, la armonía que marca e impone en todas y cada una de las
cosas que les son genuinas. Por eso odiar por esa causa no será más que no
vislumbrar, o no reconocer la imagen del amor en el espejo idóneo de la
decepción.
El amor se
nutre, como la vida, como cualquiera otro impulso creativo, de la
necesidad total, definitiva, última de
ser más allá del tiempo, de la muy precaria andanza existencial que muestra
nebulosa su arraigo a un tiempo y un espacio que no son el designio verdadero
que rige el corazón del mundo cuando hay amor.
Francisco Acuyo
[3] Así te
explicaba en relación con la decepción llevada al ámbito de la amistad, Elogio
de decepción I, pág. 1.
Es lo más profundo y bello que he leído sobre el amor. Me ha conmovido profundamente la lectura de estos fragmentos de tu libro, cuya aparición esperamos con ansias.
ResponderEliminarRecibe, querido y entrañable amigo, un fuerte abrazo, con admiración.
Jeniffer Moore
Miami, FL. USA
Es un regalo poder considerarse amigo de un ser humano que además de talentosísimo escritor, sabe poner los puntos sobre las íes en temas como este, tan universal y causa de debate(Y de combates). Ha sido una experiencia única ir a través de este ensayo vivencial, ver cómo, en cierto punto lo que parecía general, vino a ser en primera persona, diálogo con el ser querido, disquisición enriquecedora.
ResponderEliminarMe he sentido parte de muchas cosas que dices acá; y tal parece que esa decepción al final, y como también dices, es la reafirmación del Amor, con mayúscula, que no pide a cambio sino la realización de la verdad, cosas que suceden a la vez, porque el Amor es la verdad definitiva y definitoria, es la luz...en fin, Un abrazo agradecido, Acuyo.
de talentosísimo escritor, sabe poner los puntos sobre las íes en temas como este, tan universal y causa de debate(Y de combates).
ResponderEliminar