EL FEMINISMO DE TERESA DE JESÚS
(EN SU QUINTO CENTENARIO)
(EN SU QUINTO CENTENARIO)
I.
Teresa de Jesús en la Historia del
feminismo
Pocas
figuras femeninas de la historia de la Iglesia han sido tan valoradas y
seguidas por otras mujeres como Teresa
de Jesús (1515-1582). No existe Historia
del feminismo que no la incluya en uno de sus capítulos como paradigma de la defensa de la
mujer y adelantada del feminismo[1]. Simone de Beauvoir se refiere con unas
muy sugestivas palabras a su figura y obra en el capítulo XIII (“La Mística”)
de su famoso ensayo El Segundo Sexo. Giulio de Martino y Marina Bruzzese, dedican a la santa castellana un elogioso
capítulo en su libro Las Filósofas[2],
e igualmente lo hace Wanda Tommasi
en su ensayo Filósofos y mujeres. La
diferencia sexual en la Historia de la Filosofía[3].
El colectivo feminista de la diferencia italiano Diotima[4] valora encomiásticamente su figura
como ilustre antecedente. Diana Sartori,
una de sus representantes más caracterizadas, escribe al respecto:
“Intentando, pues, aclarar a qué se
debía la admiración que sentía por ella (Teresa) y la fidelidad a su palabra,
me respondí que lo que me había conquistado fueron su pasión por su libertad,
la grandeza de sus deseos, su fuerza para afirmarlos y realizarlos, y su
capacidad para comunicarlos, para seguir transmitiéndolos después de cuatro
siglos. Pero, sobre todo, el hecho de que Teresa tuvo constantemente en cuenta
la condición primera que le tocó en suerte, la de ser mujer, condición no cancelable y que no se le olvida nunca
subrayar, ni por lo que se refiere a ella ni a quienes toma por interlocutores
o interlocutoras. Y son casi siempre mujeres: se dirige a sus semejantes, a ellas
les pide escucha, les ofrece palabra, a nosotras, a mí me habla. Me
han conquistado, pues, ella y su saber pero, también y sobre todo su saber conquistarme”[5].
Otra pensadora
perteneciente al mismo colectivo, Luisa Muraro, reconoce que “la figura
de Teresa de Ávila me la ha recuperado, precisamente, la biografía de Edith Stein, que tomó la decisión de
hacerse católica (era judía agnóstica) después de leer el Libro de la Vida de Teresa”[6] y
confiesa que se encontró con la figura
de Teresa de Ávila investigando sobre el realismo filosófico para constatar, en
fin, cómo la santa castellana participa con otras figuras femeninas como Simone
Weil, Edith Stein, Hannah Arendt, y también a Clarice Lispector, Gertrude Stein
y Elsa Morante de similar actitud epistémica, lamentando “que no llevan nombre
de filósofas porque están extra, externas al recinto filosófico, como gran
parte de la filosofía femenina”[7].
Su incuestionable apuesta por la mujer y por la
defensa de su dignidad y valor, su confianza en la capacidad de autonomía de
las mujeres para decidir sobre sus propias vidas, para pensar u orar por sí
mismas y llevar a cabo sus personales
proyectos existenciales sin sometimiento a nadie ajeno a ellas mismas, su reivindicación, en fin, del papel de la mujer
en la Iglesia -en momentos en que defender eso comportaba serios peligros para
su propia vida-, hacen de Teresa de
Jesús una
adelantada de su tiempo, un verdadero adalid y guía ejemplar de
la causa de la dignificación de la mujer, mucho antes (casi cuatro siglos) de
que emergieran en Europa y Occidente los movimientos organizados de
reivindicación femenina.
Así pues, antes de que Olimpia de Gouges, fuese guillotinada en 1792 por haber escrito la Declaración de los derechos de la mujer,
mucho antes de que Mary Wollstonecraft
escribiera su Vindicación de los derechos
de la mujer y de la ciudadana (1879), o de que la periodista y activista
norteamericana en pro de los derechos de la mujer Sarah Margaret Fuller publicara su angustiosa Woman in the Nineteenth Century, ya Teresa de Ávila había
escrito páginas inequívocas e imperecederas en pro de la igualdad y de la
dignidad de la mujer y había expresado de palabra o por escrito su denuncia
contra el injusto sometimiento y relegación de las mujeres en un hostil y
peligroso mundo patriarcal y androcéntrico, como era el de la Iglesia de su
tiempo, que recelaba, además, de todos los movimientos místicos femeninos como
sospechosos de herejía y satanismo.
No debemos olvidar, por otra parte, que Teresa, que
había sufrido la marginación en sus antepasados judíos y que sufrió en sus
carnes el acoso de quienes recelaban de su “limpieza de sangre” o sospechaban
de su origen converso, debería sentirse solidaria con los grupos más marginados
de su tiempo -las mujeres- y por eso proyecta y realiza su programa de
liberación espiritual de la mujer: “Quizá -escribe José María Fernández- desde
esta perspectiva pueda explicarse también su feminismo, porque no es fácil sustraerse
al impulso de defender a la mujer, como ser marginado, cuando se procede de un
pueblo cuya raza está marginada y perseguida”[8].
Al enfatizar
o destacar este talante pro-femenino o
pro-feminista de la santa de Ávila, siempre que este término no se identifique
con la actualmente denominada ideología
de género -una más de las muchas tendencias políticas que el plural movimiento
feminista hoy nos presenta- Teresa de Jesús se nos ofrece como paradigma y
pionera de lo que podríamos denominar un feminismo
cristiano “avant la lettre”.
II. Contexto androcéntrico y
patriarcal
Pero
para entender la inmensa tarea reformadora y renovadora de la espiritualidad de
su tiempo llevada a cabo con enorme esfuerzo y admirable determinación por esta mujer del pueblo, de antecedentes
familiares sospechosos (conversos) y sin estudios académicos, de débil y
quebradiza salud, de personalidad ciclotímica, será necesario pergeñar, aunque
sea con unas gruesas pinceladas, el contexto
sociocultural en el que va a desarrollarse la vida y la obra de la santa
castellana.
Teresa
de Ávila, vive y actúa en un ambiente androcéntrico y patriarcal en el que el
rol de la mujer era de total sumisión al
varón, y mucho más en la Iglesia (jerárquica e institucional) de su tiempo, en
la que la mujer estaba totalmente sometida a las directrices del Patriarcado
eclesiástico. En efecto, degradada la
mujer como heredera de Eva, nacida de un hueso
torcido (“la costilla de Adán”), introductora del mal y del pecado original
en la humanidad, según una versión patriarcal de
texto del Génesis, que los Padres
de la Iglesia, desde Tertuliano o Clemente de Alejandría hasta Agustín de
Hipona y Tomás de Aquino, habían prescrito y sancionado, toda una milenaria herencia
de sofismas e invectivas sobre la mujer y su inferioridad[9] se
fue consolidando como verdad incuestionable. A ello había que añadir la
constante apelación, por parte de predicadores y teólogos, a unas
desafortunadas palabras de san Pablo, escritas en su Epístola Primera a los Corintios, en las que prescribía el silencio de las mujeres en el templo,
herencia y condensación sin duda del antifeminismo rabínico bíblico-alejandrino
del que el apóstol de los gentiles participaba por sus orígenes y formación.
Del texto de san Pablo no sólo se deducía la
inferioridad de la mujer y su exclusión de las órdenes sagradas[10],
sino que se justificaba le prohibición a la mujer de su ancestral derecho a la
predicación, algo que pertenecía, efectivamente, a la estructura misma de la
Iglesia ya desde sus orígenes. Como podemos deducir de los textos
neotestamentarios y de Tertuliano la mujer misionera podía predicar la palabra.
Fuera de la Iglesia
católica, antes y después, lolardas, puritanas, cuáqueras también ejercían o ejercerán
esa misma función predicadora: el sermón.
La ideología androcéntrica del patriarcado eclesiástico católico
relegaba, sin embargo, a la mujer a la taciturnitas
y la confinaba en una segura dependencia del varón, al que elevaba en exclusividad
al orden divino sacramental. En el tiempo de Teresa, y después de los esfuerzos
de los filólogos bíblicos de la época humanística, aquella interpretación
sesgada y misógina de los textos bíblicos no podía seguir manteniéndose. Se trataba, además,
de una imagen de lo femenino que en nada se correspondía -tal y como se
desprendía de una lectura atenta de los textos evangélicos- con las relaciones habituales
de Jesús con la mujer, confiadas, dulces y respetuosas hasta el punto de
desconcertar a apóstoles y fariseos,
Esa imagen de la mujer subordinada e inferior,
además de tentadora e incitadora al mal como descendiente de Eva, fue la que pervivió
en la Iglesia y en la sociedad cristiana europea a lo largo del Renacimiento,
la Reforma y la Contrarreforma, y la que se plasmó en una serie de textos
teológicos o doctrinales tan nefastos para la mujer como el Malleus Maleficarum de 1487, encargado
por el papa Inocencio VIII a los frailes dominicos alemanes Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, verdadero manual guía para la matanza y
persecución de las brujas, una de las obras más indignas escritas contra la
mujer que jamás se hayan escrito.
Toda una serie de textos jurídicos y literarios de
la época recogieron esa herencia estigmatizadora de las mujeres. Entre los
primeros podemos destacar las famosas Leges
connubialis de 1513, de André
Tiraqueau o el célebre tratado Sobre
la demonomanía de las brujas de Jean
Bodin de 1580. Entre los segundos, destacaban como una de las más amargas
invectivas contra la mujer de esa época, el Libro
Tercero de F. Rabelais, que
recordaba algunas de las obras más crueles contra la mujer de todo el siglo XIV
debidas al italiano G. Boccacio: el De Mulieribus, o El
Corbaccio (1366), el contemptus
mulieris más visceral jamás editado.
Esta mentalidad misógina se reflejó también en el
arte de la época. Rafael de Sanzio la
ejemplificó y reflejó en su obra La Disputa
(del Sacramento), en la que eliminaba a la mujer de las cercanías del altar y Ghirlandaio, en el Sacrificio de Zacarías, indicaba a qué distancia del altar debía
mantenerse la mujer: debía desaparecer de sus inmediaciones[11]. La
supuesta inferioridad femenina, se configuró inevitablemente como el fundamento
antihumanista de la pedagogía de la Iglesia de la época, como no podía ser de
otro modo. Los textos eclesiásticos expresaban, en
consecuencia, esta pedagogía
de la anulación funcional de la mujer en la Iglesia.
En efecto, la imagen de la mujer -toda sumisión y
pasividad, silencio y responsabilidad, paciencia inalterable y dedicación
convencida, encierro interior y rechazo de la vida mundana- se encontraba
reflejada en todos los tratados pedagógicos de educación de la mujer cristiana
de la época, desde la Institutio, de Luis Vives a la Institutione della donna, de Dolce,
sin olvidar La Perfecta casada, de Fray Luis de León. En todos ellos
triunfaba la imagen que de la misma habían dado los más ilustres de los Padres
de la Iglesia: Ambrosio, Jerónimo, Agustín, Tertuliano y Juan Crisóstomo.
Pues bien, contra esa interpretación
misógina del texto revelado y, sobre todo, contra la injusta situación de la
mujer en el seno de la Iglesia se alzará la voz dramática de Teresa de Ávila y la de otras
religiosas contemporáneas y defensoras igualmente de la dignidad espiritual
femenina[12].
Las palabras que no encontraron muchos renombrados teólogos y hermeneutas del
Libro Sagrado para oponerse a toda esa exégesis textual misógina y androcéntrica
del Génesis, las va a descubrir y
utilizar Santa Teresa enfrentándose, unas veces encubierta e irónicamente y
otras directamente, a los letrados y teólogos eclesiásticos que, basándose en
San Pablo, continuaban excluyendo a la mujer de la predicación evangélica, de
la participación litúrgica más activa, y de la reflexión teológica. Sus palabras
sugerían unas veces, o proclamaban con claridad, otras, que esos “letrados” hacían “traición a los textos”,
que tales ideas y prohibiciones eran “antievangélicas” y que en la Sagrada Escritura no sólo existe Pablo.
En efecto, sin presumir de ser
eminente exégeta de los textos revelados, Teresa
de Jesús era -en palabras de José
Jiménez Lozano- “lo suficientemente cristiana como para percatarse de que,
en ese miedo y ‘encerramiento de mujeres’, de que hablaban san Pablo y los
demás [padres de la Iglesia], había algo que no podía hacerse pasar por
voluntad de Dios”: “Parecíame a mí -argumentaba Teresa- que, pues san Pablo
dice del encerramiento de las mujeres […] díjome el Señor: “Diles que no sigan
por una sola parte de la Escritura; que miren otras y que si podrán, por
ventura, atarme las manos” [13].
“Y, evidentemente”, comenta nuestro
gran escritor castellano, “no hay en la Escritura ni una sola tilde, no ya de
desprecio por el sexo y la mujer, pero ni siquiera una minusvaloración de ésta
y lo que ha ocurrido es que, de alguna
manera, se han ‘atado las manos de Dios’, como diría Teresa de Jesús, o se ha
ahogado ese espíritu de la Escritura, cuando se ha leído ésta bajo la
influencia de ideas
totalmente paganas -estoicas, platónicas o aristotélicas- y desde luego, desde la cosmovisión
androcéntrica”, que llegaba incluso a pretender como doctrina teológica cierta
y dogmática algo tan disparatado como que la subordinación de la mujer al
hombre estaba incluida en el plan de la Creación divina[14]. Precisamente
por manifestar estas opiniones el nuncio apostólico en España quiso arrastrar a
Teresa de Ávila ante la Inquisición, bajo la acusación de no atenerse a las
prohibiciones paulinas derivadas de la inferioridad de la mujer[15].
Así pues, aunque la condición
femenina no cambió sustancialmente en el Renacimiento con respecto a la Edad
Media, sí se decidió a partir de entonces su futuro: una minoría de mujeres fueron
conscientes de su situación de relegación y trataron de enfrentar con valor esa
situación y de denunciarla: beguinas y begardas, Margarita Porete y Catalina
de Siena (canonizada en 1461), y sobre todo Teresa de Ávila (canonizada en 1622). Y pudieron hacerlo desde el
único lugar que se ofrecía a la mujer con un cierto espacio de libertad: el
beaterio, el monasterio, el convento.
III.
El Convento
El
convento era, efectivamente, el único lugar posible en el que la mujer podía
llevar a cabo una vida que posibilitara
alguna forma de realización personal. El panorama vital que se les ofrecía a las
mujeres de la época era poco halagüeño: la alternativa era o el matrimonio o la
soltería no deseada. La opción primera comportaba la sumisión segura a un
hombre, a un marido, las más de las
veces impuesto; recibir todos los hijos que vinieran; soportar los partos de
los que -en más ocasiones de las que se cree- no salían con vida, y vivir
siempre sometidas y resignadas al trato que les diera el marido que les cupiera
en suerte[16].
.La
segunda, una vida frustrada, vacía de sentido, sacrificada a los padres o a la
familia, en el mejor de los supuestos, y
en el peor, si a esas funciones no se adaptaba, el convertirse en blanco de
murmuraciones y habladurías de todos los corrillos callejeros, dado que las
mujeres eran las portadoras del honor
de los hombres y de las familias y una mujer -sin la protección de un marido-
fácilmente podría desviarse.
Pero había una tercera opción: era el
convento (que ofrecía las únicas posibilidades de libertad a las mujeres). Como
nos recuerda Celia Amorós, el
claustro se transformó frente al matrimonio en “una alternativa más deseable
para desarrollar un trabajo intelectual”[17].
Los conventos y la acción de los beaterios, señala Alicia Puleo, eran una alternativa en el Renacimiento y en el Barroco
español
para las mujeres que querían trascender “más allá de los límites
impuestos a su género”[18]. Para
la mentalidad de Teresa estaba claro
que el matrimonio era para la mujer sumisión
segura. Su concepción del convento hacía de él un medio seguro para la
liberación de la mujer y su plena realización como persona. Por eso Teresa se
dirigía a sus monjitas, que a veces no lograban entender la libertad que el
convento les ofrecía, con palabras como estas que leemos en Las Fundaciones:
“Miedo he que nace de dos cosas: u que
ellas no tomaron este estado por solo Él, u que después de tomado no conocen la
gran merced que Dios les ha hecho en escogerlas para Sí y librarlas de estar
sujetas a un hombre, que muchas veces les acaba la vida, y plega a Dios no sea
también el alma”[19].
IV. El Proyecto de reivindicación
femenina de Teresa
Pues
bien, a ese panorama antifemenino -del que participan sus primeros confesores,
lectores, censores y editores- se enfrenta y rebela claramente Teresa, en su
proyecto de Reforma, como pone de manifiesto su “Camino de Perfección”[20],
libro guía para sus comunidades y que contiene todo el espíritu de su reforma[21]. La
Reforma carmelita, que no seguía
estrictamente los cauces de Trento que Roma propugnaba sino que conectaba con
corrientes reformistas castellanas anteriores a Lutero, trataba de llevar a
cabo un proyecto de espiritualidad cristiano en el que la pobreza, la auténtica
piedad contemplativa y la afirmación del papel que la mujer debía ejercer en el
seno de la Iglesia, exigían su liberación de la ignorancia y del sometimiento a
una jerarquía absolutamente androcéntrica y despiadada para con ella,
reivindicando asimismo su protagonismo en una Iglesia urgentemente necesitada
de ellas, porque los “tiempos eran recios” y no era cuestión de “desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque
sean de mujeres” (CE 4, 1)[22].
Tal proyecto comportaba: una reivindicación del rol de la mujer en la
Iglesia y de su presencia activa en la misma; la necesidad de la lectura espiritual
y la formación de las monjas; la reclamación de la autonomía espiritual y de la
libertad de conciencia, la afirmación del derecho radical a la oración
personal; además de una inequívoca opción radical por la pobreza: el deshacerse
de toda propiedad (material o espiritual) y una implícita puesta en cuestión del catolicismo oficial vigente en la época (los
ataques de los del paño o calzados y
de la Inquisición no eran gratuitas). (Continuará).
Tomás Moreno
[1] Cf. Bonnie S.
Anderson y Judith P. Zinsser, Historia de
las Mujeres. Una historia propia, Crítica, Barcelona, 2007, pp. 236-237 y
Simone de Beauvoir, El Segundo Sexo,
Cátedra, Madrid, 2008, pp. 839-847.
[2] G. Martino y M.
Bruzzese, Las filósofas, Cátedra,
Madrid, 1996. El apartado 6. “El retorno del misticismo”, del capítulo IV de
esta obra, pp. 103-108, está dedicado a la santa castellana. Véanse también
Rosa Rossi, Teresa de Ávila: biografía de
una escritora, Icaria, Barcelona, 1984 y
Oliva Blanco, “Teresa de Ávila frente a Sor Juana Inés de la Cruz (o el
feminismo de la diferencia versus en feminismo de la igualdad”, en Desde el Feminismo, Madrid, diciembre,
1985..
[3] Wanda Tommasi, Filósofos y mujeres. La diferencia sexual en
la Historia de la Filosofía, Narcea editores, Madrid, 2002, pp. 92-98.
[4] Diotima,
Traer al mundo el mundo, Icaria,
Diana Sartori cap. II, “Por Qué Teresa”, pp. 41-78 (Diotima es un colectivo o comunidad filosófica femenina/feminista
fundada en 1984 en la Universidad de Verona, representante en Italia del
feminismo de la diferencia y en el que colaboran pensadoras como Chiara
Zamboni, Diana Sartori,Luisa Muraro, Wanda Tommasi etc.
[7] Ibid., p. 80.
[8] José M.ª Fernández,
“Un análisis sociológico de las relaciones personales”, en José M.ª Fernández ,
Ángel P. González, José M.ª Román y M.ª Isabel Sampietro, Cinco Ensayos sobre Santa Teresa de Jesús, Editora Nacional,
Madrid, 1984, p. 136.
[9] Esa inferioridad
femenina es en el Barroco y la Contrarreforma casi omnidimensional: fisiológico-sexual, teológica,
moral, intelectual, cívica y jurídica: la mujer aparece en el léxico de los textos oficiales como imbecillitas sexus y el sexo femenino
caracterizado también por la infirmitas y
la humilitas.
[10] Duns Scoto el llamado Doctor Sutil, argumentaba de esta peculiar manera dicha exclusión: el Apóstol Pablo había prohibido a
la mujer que se cortara el cabello, y de ello deducía que la mujer estaba
excluida del sacerdocio ya que para
acceder a las órdenes sagradas era necesario estar tonsurado (sic). (Cit. en Romeo de Maio, Mujer y Renacimiento, op. cit., p. 228).
[11] Miguel Ángel, por el contrario, no era de esta idea y en la Sixtina elimina punto por punto las
bases de la misoginia oficial de Rafael, proclamando también el derecho al
sacerdocio de la mujer en el Sacrificio
de Noé. Para su amigo Andrea del Sarto resulta por lo tanto natural que una
mujer, la Magdalena, dispute sobre la Trinidad con los doctores de la Iglesia
Agustín y Tomás de Aquino. La Magdalena
de A. del Sarto era una de las últimas glorias de la mujer evangelizadora que
pudo tolerar la iconografía de la Iglesia.
Para
la situación de la mujer en la Iglesia en esa época véase Romeo De Maio, Mujer y Renacimiento, Mondadori, Madrid,
1987, capítulo VIII, “La Iglesia y la Mujer”, pp. 227-256
[12] Algunas
religiosas contemporáneas de Teresa también se rebelaron ante circunstancias
similares, como es el caso de la luterana Argula von Grumbach cuando, ante los inquisidores que la acusaban de
perturbar la orden de Pablo de que la mujer permanezca callada en la asamblea,
afirmaba que Cristo concedió libertad de palabra a todos los bautizados. O el
de la anabaptista Catherine Zell quien en 1562 ridiculizará a los censores
protestantes con respecto a este mismo tema y les explicará que Pablo no puede,
con una prohibición, destruir aquello que afirmó solemnemente en otros textos
epistolares : que el hombre y la mujer son iguales.
[13] “Teresa de Jesús
y el obstáculo del sexo”, en Cartas de un
cristiano impaciente, Destino, Barcelona 1968-1975.
[14] Ibid.
[15] Sobre el debate
en torno a los textos misóginos paulinos vid. B. Secondin, “Santa Teresa e la
donna”, 1973, p. 71, en AA.VV., Teresa
d’Avila, una donna di Dio per il mondo d’oggi, Napoli, 1982, p. 101.
[16]
José M.ª Fernández,
“Un análisis sociológico de las relaciones personales”, en José M.ª Fernández ,
Ángel P. González, José M.ª Román y M.ª Isabel Sampietro, Cinco Ensayos sobre Santa Teresa de Jesús, op. cit., p. 132. Para conocer la vida en los conventos
de la época véanse Manuel Fernández Álvarez, Casadas, Monjas, Rameras y Brujas. La olvidada historia de la mujer española
en el Renacimiento, Espasa, Madrid, 2002, pp. 155-192; J. L. Sánchez Lora, Mujeres,
conventos y formas de la religiosidad Barroca, F.U.E., Madrid, 1988.
[18] Alicia Puleo,
“Pensadoras españolas”, en G. Martino y M. Bruzzese, Las filósofas, Cátedra, Madrid, 1996, p. 543.
[19] Las Fundaciones. Para los escritos y
obras de la santa de Ávila véase Teresa de Jesús, Obras Completas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1997.
[20] Cf. Agustina
Serrano P., “La racionalidad apasionada. Acercamiento a la relación razón y
amor en la obra ‘Camino de Perfección’ de Santa Teresa de Ávila (1515-1582)”,
en “Teología y Vida”, vol. XLVI, nº 3, Santiago de Chile, 2005. Fue la primera
de sus obras impresas, editada en Évora en 1583 aunque escrita después de su Libro de la Vida”. Las fuentes de esta obra
fueron la Biblia, Las Confesiones de San Agustín (600
citas), las Cartas de San Jerónimo
(un millar de citas) (Ibid.).
[21] Cf. T. Alvarez,
“Santa Teresa y las mujeres en la Iglesia. Glosa al texto teresiano de Camino,
3”, Monte Carmelo 89 (1981).
[22] Esta cita remite
a la versión original autógrafa de El Escorial, que sería censurada por sus
confesores.
Se puede ser católico o no pero hay que ser correcto. La Iglesia la nombró Santa y, por lo tanto, es Santa Teresa de Jesús, o de Avila. Es el mismo caso que San Juan de la Cruz y Santo Tomás de Aquino. Empeñarse en llamarles sólo Teresa de Jesús. Juan de la Cruz y Tomás de Aquino es valorar sus aspectos literarios y filosóficos pero tratar de obviar los aspectos religiosos. No es correcto, no se analiza así a la persona en su conjunto. El lenguaje no es neutral, el uso de unos u otros, o su no uso, como es el caso, tampoco lo son. Y creo que eres consciente de ello. Un saludo.
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