viernes, 16 de enero de 2015

TRABAJO, OCIO Y VIDA COTIDIANA, EN UTOPÍAS MAQUETAS, NOVENA ENTREGA

El Trabajo. ocio y vida cotidiana, en las Utopías maquetas, en su novena entrega para la sección de Microensayos del blog Ancile, por el profesor y filósofo Tomás Moreno.

Trabajo, ocio y vida cotidiana en las utopías maquetas, Tomás Moreno, Ancile




TRABAJO, OCIO Y VIDA COTIDIANA, 
EN UTOPÍAS MAQUETAS, NOVENA ENTREGA





Trabajo, ocio y vida cotidiana en las utopías maquetas, Tomás Moreno, Ancile




UTOPÍAS MAQUETAS: TRABAJO, OCIO Y VIDA COTIDIANA (9)
Utopía no es Arcadia ni Cucaña[1]. “El utopista serio del Renacimiento -señala M. A. Ramiro Avilés- no describe tierras fantásticas en las que hay ríos de leche y miel, montañas de queso o guijarros que son pasteles, sino tierras en las que la industria del hombre saca el provecho aplicando la razón”. El modelo de Utopía cuenta, pues, en sus inicios con una cierta escasez, con algunas dificultades para satisfacer las necesidades básicas de todos sus ciudadanos. Tomás Moro, por ejemplo, reconoce que el suelo de la isla de Utopía no era muy fértil y su clima no de los mejores, y decía que los utopianos se protegían contra el clima con una forma de vida temperada y que mejoraban su suelo mediante la industria. Es decir no confiaban la resolución de los problemas sociales y políticos a una abundancia natural; porque ésta era inexistente, no la producía de forma espontánea y graciosa el entorno natural sino que dependía de las instituciones formales creadas por

los hombres: “La eliminación de la escasez se debe a que el hombre aplica la técnica para trabajar mejor la tierra, la ciencia para descubrir las leyes de la naturaleza, y a que posee un sistema justo de distribución de los bienes materiales disponibles”[2].
La organización social del trabajo y el reparto racional y justo del mismo son pues indispensables para que las comunidades utópicas puedan subsistir materialmente. Así en la Amauroto moreana, por existir un comunismo económico, todos los bienes de consumo se ofrecían a los ciudadanos para satisfacer sus necesidades alimentarias y materiales. Existían comedores colectivos para cada 30 familias y almacenes de barrio para guardar los excedentes productivos que aseguraban la satisfacción de las necesidades de la comunidad en periodos de mayor escasez.
Trabajo, ocio y vida cotidiana en las utopías maquetas, Tomás Moreno, AncileNo existía una estricta división del trabajo social, al contrario que en la Kalipolis de Platón; los distintos grupos de ciudadanos se repartían el trabajo obligatorio para todos (hombres y mujeres) en función de sus capacidades o aptitudes y preferencias, en jornadas de seis horas diarias, lo que les permitía largos períodos diarios de ocio. Cada dos años determinados grupos de ciudadanos, por rigurosa rotación, se alternaban en las tareas agrícolas (que eran las más pesadas y penosas), en períodos de cosecha se preveían “movilizaciones suplementarias” para agilizar la recogida de los frutos. La actividad productiva básica era la agricultura, aunque también existían actividades relacionadas con las artes mecánicas para la producción de tejidos (lanas), herramientas de labranza, y hasta “incubadoras artificiales” para optimizar la producción de huevos en las granjas avícolas.
Los trabajos “serviles” eran desempeñados por los “servi”, que no eran propiamente ni esclavos, ni siervos feudales, sino delincuentes de derecho común, ladrones (o también adúlteros, prisioneros de guerra, extranjeros clandestinos, ateos etc). Eran tratados “humanitariamente”; sus pies arrastraban cadenas de oro, para mostrar con ello su “desprecio” por las joyas y por los metales preciosos (que eran, ya lo dijimos en un epígrafe anterior, utilizados para los usos más viles: fabricar bacinillas o como simples juguetes para los niños muy aficionados a los objetos brillantes). Al no existir cárceles para castigar los delitos en la sociedad de Utopía, los reos se rehabilitaban desarrollando los más humillantes oficios y de esta manera reducían penas y prestaban un servicio a la sociedad. En la mayoría de las utopías el ocioso, perezoso o pordiosero y el vagabundo no tenían derecho de ciudadanía alguno, por lo que en muchas de ellas se les trataba de reintegrar en el circuito del trabajo y la producción.
En la Taprobana solariana, los niños/as desde su más tierna infancia (partir de los tres años) comenzaban sus aprendizajes contemplando los muros ilustrados de la ciudad y visitando los distintos talleres de pintores, sastres, orfebres, etc., teniendo a los ancianos como instructores. Desde los siete

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en adelante recibían una exhaustiva instrucción escolar en las diversas artes mecánicas y especialmente en aquella para la que mostrasen mayor capacidad. Las mujeres de la Ciudad del Sol participaban en el trabajo de los hombres (incluso se las adiestraba en el manejo de las armas), pero se les asignaban las tareas más livianas. Todos trabajaban, pues, en los distintos oficios, artes y ocupaciones agrícolas y ganaderas fundamentalmente. Había cuatro horas de trabajo obligatorio y se premiaba o incentivaba la cantidad y calidad del trabajo realizado. El resto del tiempo podía dedicarse a pasear, charlar, leer, escribir, cultivar las artes y la filosofía.

En Christianopolis de J. V. Andreae, la producción tenía por fin la utilidad y no el lucro. A tal objetivo el trabajo (“empleo de las manos”, lo denominan) se realizaba según ciertas reglas preestablecidas. Todos los materiales de trabajo se llevaban a un cobertizo público y allí cada trabajador/a recibía lo que necesario para el trabajo de la semana siguiente. La ciudad se asemejaba a un gran taller donde se desarrollaban las más variadas tareas. Al frente de ellas,  los supervisores -“apostados en las torrecillas que hay en los ángulos de la muralla”- daban  a los obreros las instrucciones necesarias para desarrollar su tarea y vigilaban el trabajo. No producían más de lo que podían consumir: su vida era austera y sin necesidades artificiales o superfluas. Como las familias eran poco numerosas, vivían apartamentos o casitas muy pequeñas (dormitorio, cocina y cuarto de baño), por lo que no necesitan servidumbre. Y dado que entre ellos reinaba la igualdad más absoluta, no deseaban impresionar a los demás por el lujo.
En la Icaria socialista de E. Cabet todo estaba regulado por comités de expertos (funcionarios) al servicio del Estado, el trabajo de los ciudadanos por supuesto también. Por ley se había fijado el horario rígido y uniforme de todos los habitantes, que debían levantarse a las cinco de la mañana, trabajar hasta las dos de la tarde, divertirse hasta las nueve de la noche y, a partir de las diez, observar estrictamente el toque de queda, que duraba hasta las cinco de la mañana. Era obligación del ciudadano trabajar para la República cierto número de horas igualmente establecido por ley (nada, pues, novedoso o que ignoremos los ciudadanos del siglo XXI).
Al terminar los estudios escolares los muchachos (a los dieciocho años) y las muchachas (a los diecisiete) elegían su profesión u oficio. Si para determinado empleo había demasiados solicitantes, se seleccionaba a los mejores mediante un concurso oposición. Los hombres podían jubilarse a los sesenta y cinco años y las mujeres a los cincuenta, pero en Icaria el trabajo era tan liviano  y grato, que la mayoría continuaba en sus puestos pasada la edad de retiro.
Trabajo, ocio y vida cotidiana en las utopías maquetas, Tomás Moreno, Ancile El trabajo se tornaba agradable gracias a una conveniente distribución de los períodos de reposo, a la limpieza de las fábricas y al empleo de máquinas que eran eficientísimas y omnipresentes en ellas. La producción industrial se efectuaba en grandes fábricas donde se aplicaba el sistema de trabajo en cadena. No había labores degradantes en Icaria, pues la ley prohibía cualquier actividad tenida por insalubre o inmoral (así por ejemplo, no había taberneros, y a nadie se permitía fabricar

puñales). Un zapatero gozaba allí de tanta estima como un médico; no es de extrañar, entonces, que uno de los más altos dignatarios de la República fuera cerrajero y su hija, costurera.
En lo que respecta a la organización del ocio y del recreo en las diferentes ciudades utópicas, su realización efectiva era de una monotonía, de una tristeza y de un claroscuro sin límites: baste decir que en Kalipolis, la ciudad de Platón, el teatro, la música, las artes miméticas, los mitos y fábulas poco moralizantes estaban sometidos a un riguroso control y sólo se toleraba la danza y la música (y preferiblemente de índole “militar”), pero controlándolas de una manera estricta para que no superasen cierta intensidad, y se prohibía todo aquello que pudiera parecer una improvisación. Los poetas, eran proscritos y expulsados de la ciudad como elementos “rebeldes y subversivos” y los mendigos –“esa clase de bichos”, como los denomina el legislador- expulsados también de la comunidad. Y Sócrates, de vivir en ella, sin duda, habría sido también condenado por el Consejo Supremo de Guardianes de la Ley.
            En lo referente a estas actividades recreativas, Thomas More sólo permitía en su ciudad dos diversiones exclusivas, fuera de las cuales se caería bajo el peso de la ley: el juego de damas y el juego de ajedrez. Por otra parte, las cenas de los utopienses, que Thomas More pretendía asimilar a los antiguos banquetes griegos y romanos por conservar aun la índole religiosa y culta de los orígenes, así como las horas de reposo que les seguían -dedicadas a la lectura, a la música y a esos juegos de mesa antes citados - no dejan de producirnos la sólida impresión de tratarse en realidad de un festejo empalagoso y plomífero poco comparable a lo que hoy entenderíamos por una fiesta.
            El piadoso Johann Andreae nos cuenta, excitado, las “divertidísimas” rondas del orfeón local, interpretando salmos y motetes moralmente edificables por las calles de su utópica ciudad conventual, las representaciones públicas de los misterios divinos o de los sucesos más dramáticos de la historia sagrada, los oficios divinos en la iglesia, las procesiones. Todo ello como prueba manifiesta del profundo gozo y beatitud que se alojaba en el alma de los piadosos cristianopolitanos.  
            En Nueva Atlántida, Bacon nos obsequia con un minucioso relato de la Fiesta de la Familia en Bensalem que nos basta y nos sobra para comprender la atmósfera tediosa y sofocante que rodeaba a la vida familiar de los bensalemianos, marcada por un patriarcalismo antipático y un odioso machismo. Tommaso Campanella extendía la transparencia del ciudadano  de Taprobana y la de sus

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acciones ante el Estado a ámbitos tan íntimos de su vida -como la complexión física o la actividad sexual- que lo que nosotros entendemos por “fiesta”  podemos asegurar que allí brillaba  por su ausencia. Es, por otra parte, tan habitual y regular la presencia de los otros en la vida de cualquier ciudadano que ello hacía inviable cualquier posibilidad festejar o gozar de alguna actividad placentera o fruitiva al no existir espacio ni tiempo libres para desarrollar ningún atisbo de vida personal o de privacidad. Por ejemplo, para dar fe de una acusación ante el juez se exigía  cinco testigos, cosa fácil puesto que [los solarianos] casi siempre están acompañados.

            Por lo que se refiere a  la Icaria de Etienne Cabet, F. Laplantine nos recuerda cómo éste instituye en ella por decreto la noción de fiesta obligatoria: “Todas estas diversiones, escrupulosamente organizadas, y que no son más que una sombra trasladada del trabajo […], bastan para demostrarnos de un modo casi experimental que ‘no hay y que nunca ha habido una verdadera fiesta laica’ que no sea siempre una miserable caricatura de fiesta y nada más. La fiesta –como lo cómico y como el juego-, que es una de las dimensiones fundamentales de la existencia de los pueblos bien sustentados, supone la capacidad de transgredir lo ‘sagrado’, una capacidad que falta por completo en un universo banal carente de profundidad” y de misterio[3].
María Luisa Berneri en su magnífico e insustituible examen de las utopías literarias[4] hace una crítica sistemática de las instituciones de las utopías literarias, a las que califica de represivas, autoritarias y cercanas al totalitarismo. La abolición de la propiedad privada y del dinero, la militarización permanente,  las restricciones a la libre circulación de personas, la convivencia obligatoria, inevitable y absorbente, la absoluta falta de intimidad, la existencia de la pena de muerte (a veces por los motivos más nimios) y de durísimas sanciones y castigos penales por determinadas infracciones, y la represión indiscriminada y arbitraria instituida en muchas de ellas, las hace aparecer a primera vista como tiránicas, agobiantes y sombrías, y, a la vista de las experiencias habidas posteriormente en algunos países totalitarios o teocráticos, como muy temibles.
Con la excepción tal vez de  La ciudad del Sol, donde el genio descontrolado de Tommaso Campanella suelta esporádicamente algunos detalles grotescos, graciosos o truculentos, las otras (las tres o cuatro utopías a las que aquí nos hemos referido preferentemente) proyectan una imagen de la vida cotidiana infinitamente tediosa y triste. La estampa de estas sociedades perfectas se nos antoja, efectivamente, desoladora, con su arcaísmo, su monotonía, su enclaustramiento y su abdicación ante el futuro. La vida cotidiana en la genérica Utopía de los soñadores utópicos es de una tristeza, de una

monotonía y de un claroscuro sin límites y está estrictamente “reglamentada” desde sus creencias, costumbres y tradiciones hasta los mismos juegos infantiles. En todo momento, el individuo está controlado o por familiares o por sus superiores o por sus vecinos, convertidos unos y otros en una especie de espías institucionales. “Hay -escribe M. L. Berneri- pocas utopías decimonónicas que podamos leer hoy sin experimentar mortal aburrimiento, a menos que consiga hacernos reír la ostensible fatuidad de sus autores, convencidos de ser los salvadores de la humanidad”[5]. 
Trabajo, ocio y vida cotidiana en las utopías maquetas, Tomás Moreno, AncileIncluso ni en la  utopía moreana, la más tolerante y humana de todas las ficciones literarias imaginadas, existía ninguna intimidad: las puertas de las casas no se cerraban, de modo que cualquiera en cualquier oportunidad podía traspasarlas, con la consiguiente violación de la intimidad más elemental. Para pasear por los campos próximos a la ciudad se requería el permiso del padre y el consentimiento del cónyuge; y para excursiones más largas o para visitar otras ciudades el salvoconducto del príncipe con la fecha del retorno señalada. En la mesa los jóvenes estaban flanqueados por dos personas adultas que estaban atentas a sus palabras y a sus gestos, para que no se extralimiten y  para, a través de la conversación con ellos, ir averiguando el carácter de cada uno de ellos.
El mismo More nos asegura que la exposición del ciudadano a la vista de los otros, a la mirada presente de todos, es y debe ser continua y dondequiera[6]; ello es algo que compete al trabajo habitual del ciudadano o a un ocio no deshonesto. Carecían, además, de licencia alguna para estar ociosos, entregarse a torpes diversiones o formar conciliábulos. Se tenía asimismo “por delito capital entrar en consejo acerca de asuntos comunes fuera del Senado o de los Comicios públicos”, lo cual equivalía ni más ni menos que a una limitación a la libertad de reunión o de asociación política. Y por si fuera poco, Thomas More prescribe que todo el mundo debe hallarse en cama a las 9 de la noche, y el despertar deberá efectuarse a  toque de clarín.
            Johann Andreae, para quien no ya la presencia sino la vigilancia activa era uno de los deberes cívicos más fundamentales en Christianopolis -pues sin ella no era posible preservar la moral y la piedad cristianas ni mantener incólume la república-,  luchó toda su vida por introducir en el ducado de Wurttemberg los “tribunales de costumbres”, que había visto en la ciudad calvinista de Ginebra, una especie de comités o patrullas vecinales encargadas de velar por el buen comportamiento de cada uno, tanto dentro de su propia casa como fuera de ella. Vigilar era para él la gran palabra en el reino de la convivencia social. Vigilancia, Censura y Delación serán rasgos específicos y distintivos también de otras muchas macroutopías, esta vez no de ficción, sino trágicamente realizadas a lo largo del pasado siglo XX. (Continuará)


                                                                                                                      Tomás Moreno




[1] J. C. Davis distingue Utopía de otras sociedades ideales como son Cucaña, Arcadia, la Perfecta República Moral y  el Milenario (Utopía y la sociedad ideal. Estudio de la literatura utópica inglesa, 1516-1700, trad. de Juan José Utrilla, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, pp. 11- 49)  y  M. A. Ramiro Avilés también diferencia el modelo Utopia de otros modelos de ciudades ideales como Abundantia, Naturalia,  Moralia  y Millenium (Ideología y Utopía: una aproximación a la conexión entre las ideologías políticas y los modelos de sociedad  ideal, op. cit., pp.87-129).
[2] M. A. Ramiro  Avilés, “La utopía de derecho”, op. cit., pp. 445- 447.
[3] F. Laplantine, op. cit., p. 166
[4] A través de las utopías, Proyección, Buenos Aires, 1975, p. 105.
[5] Ibid., op. cit., p 244.
[6] E. García Estébanez, tratando de justificar esta praxis o costumbre (tan ominosa) de estado policíaco, comenta que se trata de una “circunstancia que subrayan con ufana obstinación tres de nuestros utopistas” y que “resulta bastante temerosa, hay que confesarlo, pero, desde luego, no se puede interpretar a la luz de la experiencia habida posteriormente con algunos regímenes, como los comunistas u otros. Es una distorsión histórica inaceptable. Debemos ceñirnos a la perspectiva de sus autores, cautivos de una concepción agrícola o artesanal de la sociedad, cerrada sobre sí misma y transparente a todos sus miembros. Una sociedad “presencial” o “cara a cara” que se dice hoy en sociología. En estas comunidades el estar a la vista es el estado ordinario y natural, no el efecto de un designio policial (en la de Andreae por sus connotaciones teocrátics sí es esto último)” (“Lo Utópico en el pensamiento político”, en Jorge Riezu y otros, Historia y Pensamiento Político. Identidad y perspectivas de la Historia de las ideas políticas, Biblioteca de C. P., Universidad de Granada, 1993,  pp. 119-149).




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