Para la sección, Microensayos, del blog Ancile, que redacta y confecciona el profesor y filósofo Tomás Moreno, traemos una nueva relación de trabajos que llevan el título general de: La misoginia como construcción ideológica: La supuesta triple inferioridad del mujer. Esta primera entrada está presentada bajo el título: Introducción. Para una historia de la misoginia.
INTRODUCCIÓN.
PARA UNA HISTORIA DE LA MISOGINIA
Tras las exaltadas y entusiastas visiones acerca de
la negatividad femenina encontraremos
agazapada la silueta sombría y monstruosa de lo no humano
(Dialéctica
de la sexualidad. Género y sexo en la filosofía contemporánea, Alicia H. Puleo).
Al recorrer la tradición filosófica occidental desde la
perspectiva temática de la diferencia
sexual, dos hechos saltan a la vista, según Wanda Tommasi. En primer lugar, el hecho de que los
filósofos, al afrontar esta cuestión, no han tratado realmente de la diferencia de los dos sexos, sino solamente de uno de ellos: el femenino. En segundo lugar, el hecho de que casi siempre han
hablado de éste último en términos de desvalorización
y de desprecio. Ambos hechos están, sin duda, relacionados entre sí. Si tenemos
en cuenta las explícitas y reiteradas alusiones de los textos de los filósofos de nuestra tradición intelectual a las mujeres o al peyorativamente denominado sexo débil, por lo general encontramos
esa evidente disparidad. Casi nunca ha habido en la historia un auténtico libre
juego entre los dos sexos sobre la base común de la identidad humana. El
predominio de un único punto de vista androcéntrico,
cuando no crasamente misógino, tan arraigado en nuestra cultura patriarcal, ha
hecho que se pusiese simbólicamente en el centro
al hombre, al macho -esto es
precisamente lo que significa androcentrismo- y que, inevitablemente,
se pensase que la mujer era un ser
inferior, defectuoso, imperfecto respecto al modelo ideal más alto de
humanidad: el varón[1].
0. 1. La diferencia sexual y la génesis de la alteridad
Lo masculino y lo femenino emergerán así, desde su inicio, como
polos contrapuestos e irreductibles: lo masculino
como criterio de juicio y como medida de valor para juzgar al otro sexo y éste
otro, lo femenino, como lo
injustamente medido y valorado. Lo
masculino se vinculará con la cultura, la razón, la fuerza, la acción, el
poder, la autonomía, la vida pública, la lógica, mientras que lo femenino se
asociará con la naturaleza, la irracionalidad, la debilidad, la pasión, la
dependencia, la sumisión, la vida doméstica, la intuición etc. Precisamente por
ello, como ha probado F. Hèritier[2],
operando de forma tan dispar con estos dos estereotipos antitéticos -elaborados
por el Patriarcado y que tan grabados están en nuestro imaginario social y
cultural- la diferencia sexual ha actuado profundamente como significante, que no sólo ha servido
para constituir la estructura diferencial profunda de una sociedad determinada
-desde la cual organizar las distintas formas sociales, diferencias culturales,
jerarquías e instituciones sociales con sus complejas articulaciones-, sino
también para configurar en profundidad todo el pensamiento de un autor o de una
doctrina filosófica, incluso cuando sus explícitas opiniones e ideas relativas
a la diferencia de ser hombre o mujer,
estén arrinconadas en lugares marginales o recónditos de su pensamiento.
Explorando la
tradición filosófica occidental a la luz de esta cuestión (la diferencia de los sexos), Genevieve
Fraisse[3] observa que en los distintos filósofos la
reiteración de este filosofema está
caracterizada por la confusión de planos y niveles y, con frecuencia, por la
marginalidad de esta temática, sobre todo en la época moderna. Pese a ello -y
dado que la diferencia sexual actúa
en el lenguaje y en el saber, no sólo como significado
que se tiene ante la vista, sino a un nivel más profundo como significante- será posible descubrir sus
huellas en la base conceptual de un pensamiento y de un autor, aun cuando los
lugares en que brote explícitamente esta cuestión sean relativamente marginales o aparentemente
secundarios.
De ahí que Jacques
Derrida haya caracterizado nuestra tradición metafísica filosófica -muy marcada
sexualmente, en su opinión- como falogocéntrica
(hegemonía de la racionalidad y de los significantes masculinos) conectando así
dos de los rasgos por los que dialécticamente ha transitado el pensamiento
occidental: logocentrismo (referido
al predominio de la lógica identificadora, ordenadora e instrumental del Logos,
de la Razón occidental) y falocentrismo (alusivo al dominio de lo
masculino y a la preponderancia del falo como significante en la filosofía
occidental), “uniendo así la crítica al logos y al falo como denuncia de la
tradición androcéntrica que ha identificado como femenino el lugar de la
diferencia”, en expresión de R. M. Rodríguez Magda [4].
Fue, sin duda, Simone
de Beauvoir, en El segundo sexo (1949)
quien por primera vez trató seriamente de analizar este proceso –llevado a cabo
por el poder masculino-patriarcal- de subordinación, marginación e insignificancia
de la mujer, conceptualizada como lo Otro,
excluida a la alteridad como un ser ciertamente diferente, extraño, periférico,
inferior: “La mujer se determina y diferencia con relación al hombre, y no éste
con relación a ella, ésta es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el
Sujeto, él es lo Absoluto: ella es lo Otro” [5].
Este
Poder, como instancia represiva, no
sólo ha negado y excluido lo femenino
como lo otro, y lo ha confinado, unas
veces, en el encierro ideológico o simbólico (del eterno femenino o del misterio
femenino) y, otras veces, en el encierro real (del harén, la casa, la
familia, el convento) -nos recuerda R. M. Rodríguez Magda- sino que, también,
en su dimensión normativa, le ha impuesto unas normas de conducta precisas,
unos roles determinados, unas formas
específicas de acción. “De este modo la
mujer pasa de ser lo definido como ‘lo otro’, a convertirse en ‘lo definido por
el otro’ (el hombre)”. Ha sido, pues, “el discurso masculino quien le ha dicho
a la mujer lo que ella era, no porque lo descubriera, sino porque inventó y
forjó ese ‘su ser’ en sus discursos, y eran los únicos donde ella pudo y hubo
de reconocerse”. Concluyendo nuestra
autora que “la mujer como ‘objeto’ es una ‘invención’ de los discursos
masculinos”[6].
No
otra es la conclusión a la que llega a este respecto Celia Amorós, cuando
sostiene que “el discurso filosófico es un discurso patriarcal, elaborado desde
la perspectiva privilegiada a la vez que distorsionada del varón, y que toma al
varón como su destinatario en la medida en que es identificado como género en
su capacidad de elevarse a la autoconciencia”[7].
En efecto, así heterodesignada la
mujer, en el marco del pensamiento occidental, el discurso dominante masculino,
radicalmente misógino, ha tratado sistemáticamente de marginarla y excluirla de
la auténtica humanidad, por el simple hecho de su diferencia sexual, y de expulsarla
al ámbito de la alteridad.
(Continuará)
TOMÁS MORENO
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