viernes, 6 de mayo de 2022

GATOS Y FILÓSOFOS (2ª ENTREGA) DE TOMÁS MORENO

 Traemos la segunda entrega para la sección de Microensayos del blog Ancile, del título, Gatos y filósofos, de profesor Tomás Moreno.


GATOS Y FILÓSOFOS (2ª ENTREGA)

DE TOMÁS MORENO



Gatos y filósofos, 2, Tomás Moreno



3. Llegado es ya el momento de entrar en faena más filosófico-sistemática para preguntarnos ¿Qué es lo que ha fascinado, durante siglos, a escritores, poetas y pensadores ---y, por supuesto, a los seres humanos, en general--- de los gatos, esos seres carismáticos y esquivos y, al mismo tiempo, de costumbres sedentarias y domésticas? Tal vez sean ellos alguno de los seres más complejos y difíciles de entender para nosotros, extraños a pesar de desplegar la cotidianidad de su existencia tan próximos y con una capacidad de acomodación admirable. De los perros, se han escrito enciclopedias, también de los gatos, pero a diferencia de los “canes”, cuyo “modo de ser” y de “vivir” sirvió incluso de inspiración a toda una corriente filosófica “socrática menor”, tomando su nombre de ellos (“cínicos” o “perrunos”) y su  forma de vida de tratar de  imitarlos, los gatos, por el contrario, no tuvieron esa suerte o privilegio  (Sobre sus representantes Diógenes de Sínope y Crates de Tebas y doctrina véase: C. García Gual, La secta del perro, Alianza, nº 1987).

            Sin embargo, el libro del filósofo y crítico cultural inglés John Gray, uno de los maestros de pensar más prestigiosos de nuestro tiempo, titulado Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida. (John Gray, Editorial Sexto Piso, España, 2021) viene a remediar ese olvido o injusticia para reivindicar, por el contrario, su “presencia” ocultada o marginada, relegada e innominada a lo largo de siglos de filosofía occidental y, en mucho menor grado, en el caso oriental.     Su libro consta de seis partes (y cada una de ellas de tres o cuatro epígrafes o apartados) en cada una de las cuales desarrolla, con claridad, fino humor e inteligencia, algunos aspectos desconocidos o poco conocidos de nuestros felinos domésticos; la primera versa sobre “Los gatos y la filosofía”; la segunda, trata de responder a la pregunta “¿Por qué a los gatos no les cuesta ser felices?”; la tercera versa sobre la “Ética felina”; la cuarta expone la contraposición entre “Amor humano Vs. Amor felino”; seguidamente, en la quinta el autor reflexiona sobre una temática profunda e irrenunciable en la que ningún filósofo que se precie ha dejado de incidir y meditar al menos unas pocas veces,  su concepción de “El tiempo. La muerte y el alma felina”; para concluir con una cuestión en la que  el contraste entre la naturaleza humana y la naturaleza gatuna quedan nítida y manifiestamente diferenciadas: “Los gatos y el sentido de la vida”. Termina con “Agradecimientos” y con unas notas bibliográficas.

            Considera John Gray, con acierto,  que la fuente originaria de la filosofía no es como algunos clásicos pensaron el “asombro” ante el espectáculo de lo real, sino algo más inmediato y angustiante: la “ansiedad”, la percepción del mundo como “un lugar amenazador y extraño” (op. cit, J. Gray, 1921, p. 11) y que “la religión y la filosofía obedecen a una misma necesidad. Ambas tratan de conjurar el pertinaz desasosiego que acompaña al hecho de ser humano” (ídem). Hay pocos filósofos, opina J. Gray, que hayan reconocido que no podamos aprender algo de los gatos. Uno de ellos es el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1869), que amaba sin medida a sus caniches Atma y Butz, y también tuvo un minino innominado. Murió sentado en su sofá doméstico junto a ese gatito

Gatos y filósofos, 2, Tomás Moreno
M. Zambrano
desconocido. Consideraba que, a diferencia de lo que creen los humanos, los gatos no son individuos diferenciados, tampoco los hombres: “ambos son simples ejemplares de una forma platónica, un arquetipo que se repite en muchos casos diferentes” (p. 13); sólo son, pues encarnaciones efímeras de una voluntad inmortal de vivir, que “es lo único que en realidad existe” (ibid). Los gatos serían por lo tanto no más que “sombras pasajeras de un Felino Eterno”, mera Forma platónica, carentes de individualidad (cfr. El mundo como voluntad y representación, Trotta, Madrid, dos vol. Madrid 2004 y 2005). Nada más lejano a la realidad, afirma Gray. Por su experiencia y conocimiento de los gatos sabe que hay una enorme variedad de gatos-individuo diferentes: contemplativos, reposados y juguetones, cautos y temerarios, callados y pacíficos, ruidosos o de fuerte carácter. “Cada uno es específicamente gato, pero “singularmente él mismo y tiene más de individuo que muchos seres humanos” (p. 15).

            Por lo que respecta a Descartes, el padre del Racionalismo, consideraba a los animales “máquinas insensibles”, simples animales máquinas sin alma y, en consecuencia, podía arrojarse a un animal, gato, perro o de otra especie, por la ventana para demostrar la ausencia de sensación de dolor consciente en ellos: “sus aterrados chillidos no serían más que ”reacciones mecánicas” (p. 15). Según Gray, la autoconciencia humana sobrevalorada por la tradición cartesiana, bien podría ser una pura casualidad sobrevenida y puntual: ha dividido la mente humana instándole a formularse preguntas sobre “el sentido de la vida, o el significado de su existencia. La  mente gatuna, por el contrario, es  una e indivisa, se centra en el presente: “Los gatos no necesitan examinar sus vidas”, escribe J. Gray, “porque no decidan de que vivir valga la pena. La autoconciencia humana ha generado esa agitación perpetua que la filosofía, ha intentado, en vano, mitigar” (p. 17).

            Otros filósofos escépticos, antifilósofos los llama el autor, sí mostraron un mayor conocimiento y amor por los animales. Es el caso de Michel de Montaigne (1522-1592), de ascendencia familiar “marrana” (judíos ibéricos forzados por la Inquisición a convertirse al cristianismo) que aseguraba, con más compasión y empatía por los animales que los cartesianos  Descartes o Malebranche, lo siguiente: “Cuando juego con mi gata, quién sabe si es ella la que pasa el tiempo conmigo más que yo con ella”. Montaigne aprendió gran parte de su filosofía del Pirronismo griego,  doctrina de Pirrón de Elis y de Sexto Empírico, denominada Escepticismo (una de las Escuelas de filosofía moral postaristotélica). En opinión del  humanista francés, los animales no son tan estúpidos como algunos han creído o afirmado. Para Montaigne (como escéptico vital, no metodológico) el objetivo de la filosofía era alcanzar la liberación de la mente humana de su confusión y alcanzar la serenidad del ánimo: la ataraxia.

            Las otras dos Escuelas de Sabiduría Moral griegas, Estoicismo y Epicureísmo, tenían también como objetivo de su doctrina alcanzar “algún estado de serenidad” o tranquilidad. La filosofía tenía, para ellas tres, un función terapéutica: “La filosofía era útil, para curar a las personas de los males de la filosofía” (p. 20). El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951), antifilósofo a la manera de Montaigne, sostenía igualmente que ”la filosofía era útil sobre todo para curar a las personas de los males de la filosofía” o, lo que es igual, del   lenguaje corriente, “contaminado de sistemas metafísicos pasados”.

 

Gatos y filósofos, 2, Tomás Moreno
IV. En opinión de John Gray, la ausencia de razonamiento abstracto y la incapacidad de argumentar de los animales o de los gatos, lejos de representar una señal de inferioridad  es una marca de su libertad moral. Por eso, trata de continuar su sencilla apología de los felinos con un relato: “El viaje de Mèo”, un gatito que apareció en la ciudad vietnamita de Hué en febrero de 1968, en plena campaña nortvietnamita contra las fuerzas norteamericanas y survietnamitas aliadas, que desembocaría en la salida de los americanos de  aquel país cinco años más tarde (p. 21). La historia de Mèo no la vamos a destripar aquí, su aventura merece ser leída con la maestría y sensibilidad como la narra John Gray a partir del relato del periodista televisivo de la CBS John (Jack) Laurence en The Cat from Hué (El gato de Hué), un relato conmovedor (pp. 21-31). Jack finaliza el relato con estas palabras de homenaje al
gatito Mèo: “Creo que llegamos a alcanzar un mutuo respeto por nuestras capacidades como supervivientes. No me cabe duda de que hace ya mucho que había consumido el limitado número de vidas que se le habían asignado, y que por eso vivía cada nuevo día como un regalo. Además, parecía sabio. Sabía. Nos habíamos hecho amigos. Nuestra larga relación de enfados y cariño había pasado a simbolizar, en cierto modo, el nexo entre nuestros países, empapados cada uno de la sangre del otro, atrapados en un inseparable abrazo de vida, sufrimiento y muerte”.

            No es este relato, sin embargo, el único que ameniza y adereza el libro de J. Gray, a lo largo del mismo, el autor va ilustrándonos y emocionándonos con historias ejemplares y apasionantes sobre las relaciones afectivas entre filósofos/as. Además de “El viaje de Mèo”, nos describe las relaciones y vínculos de verdadero amor entre humanos y felinos reflejados por sus autores en relatos de ficción o  en novelas breves  como la narrada por la escritora francesa Gabrielle Colette (1873-1954) sobre la  relación entre sus protagonistas Camille y Saha en su obra romántica La Chatte, de 1933, (pp. 105-109); o la relatada por Patricia Highsmith en La mayor presa de Ming (pp. 110-117); la narrada por el novelista japonés Junichiro Tanizaki (1886-1965) en su novela, protagonizada por la gata Lily, La gata, Shozo y sus dos mujeres (1936) (pp. 117-123). Cabe citar también en este apartado el “amor diferente entre un ser  humano y un gato”  como el que describe Mary Gaitskill, en Lost Cat, que no es producto de una ficción como los anteriores  sino de una historia verdadera: la vida y muerte de un gato real, Gattino (pp. 123-135). A ellas habría que añadir otras historias autobiográficas no menos paradigmáticas y emocionantes sobre los vínculos afectivos y experiencias dramáticas entre gatos y escritores como el relato del filósofo religioso ruso Nikolai Berdiaev y su gato Muri, o el de Doris Lessing y  su gata negra (pp. 136-143).

            El gran mérito de John Gray,  por otra parte, más allá de su  claridad expositiva y de su información exhaustiva, aunque siempre interesante y curiosa, consiste en exponer de una manera sistemática esta filosofía felina en contraste con escuelas y doctrinas filosóficas perfectamente reconocibles de la historia de la filosofía occidental. Y en proponernos una suerte de filosofía felina que sirva de guía para una vida más auténtica y sosegada. Partiendo de una concepción de la filosofía en la que el  “desasosiego”, como antes hemos referido, es el estado de ánimo (Stimmung) o disposición que lleva al humano a filosofar, impulsado por su necesidad de eliminar su condición de inquietud y desasosiego y, así, alcanzar la felicidad, en el caso del animal felino esa es precisamente su “condición natural”: no necesitan “distraerse de su  condición”, de su propia naturaleza, no necesitan “divertirse”, salir de sí mismos.

            Por eso mismo, “aunque presentada como remedio la filosofía es un síntoma del trastorno que pretende curar (p. 45). “Los gatos son felices siendo ello mismos, mientras que los humanos intentan alcanzar la felicidad huyendo de sí” (p. 46). Epicúreos (Epicuro de Samos), Estoicos (Marco Aurelio, Séneca) y Escépticos (Pirrón de Elis) trataron cada uno con independencia alcanzar la paz espiritual, tranquilidad, o serenidad, a través de un camino diferente aunque semejante. Los Epicúreos, mediante un control ascético de sus deseos ---respecto a la comida, las riquezas o el sexo— y retirándose “al apacible aislamiento de un ubérrimo vergel” donde protegerse del dolor y la angustia, para lograr la “ataraxia” (p. 47-50); los Estoicos, a través de  una identificación nuestra con el orden cósmico, regido por el Logos. Marco Aurelio, por ejemplo, creía que “si lograba hallar un orden racional en su interior, se salvaría de la angustia y la desesperación” (p. 51). Para él el sabio debería ser como una estatua

Gatos y filósofos, 2, Tomás Moreno
J. Gray
inmóvil que hubiera logrado “la extinción voluntaria de la voluntad”, sin sentirse afectado por las vicisitudes negativas de la existencia. Finalmente, los Escépticos de Pirrón tratarían de alcanzar la “ataraxia” mediante una “suspensión del juicio” (p. 54), un modo “apático de vida” difícil de mantener durante mucho tiempo en la práctica.

            El error de estas soluciones propuestas por esas filosofías, es creer que la mente puede diseñar una “forma de vida protegida” frente a cualquier tipo de pérdida, sin tener en cuenta la incidencia o influencia en ella del azar o de las emociones y pasiones. Y en su lugar, al no haber “podido remediar la muerte, la miseria, la ignorancia han ideado, para ser felices, no pensar en ellas” (p. 55). ¿Cómo? Mediante la distracción, esto es: “mediante alguna pasión novedosa y agradable que los ocupe o mediante el juego, la caza o algún espectáculo cautivador, o, en definitiva, cualesquiera de aquellas cosas a las que llaman diversión” (p. 56). Evitar el aburrimiento, ante todo. Ya que la “desdicha de los hombres se debe a una sola cosa, la de no saber permanecer en reposo en una habitación” (p. 55). Esta será la solución de Pascal, científico, inventor, matemático y pensador religioso francés del siglo XVII, y la de Montaigne.

            También en lo que se refiere a la “ética felina” John Gray ha sabido en su delicioso ensayo deshacer prejuicios  y falsas  ideas establecidas sobre la conducta de los gatos, sobre su ética y moral. Escribe J. Gray al respecto: “Se dice a menudo que los gatos son amorales. No obedecen a mandamiento alguno y carecen de ideales. No evidencian señales de sentir culpa o arrepentimiento, como tampoco esforzarse por ser mejores de lo que son. No se esfuerzan en mejorar el mundo ni le dan vueltas a cuál es el modo recto de actuar” (p. 73). Nada de ello es pertinente aplicar a los gatos, ni a cualesquiera animales no “racionales”. La “vida buena”, que es la materia sobre la que versa la ética, no es unívoca para todos. Al igual que los hombres aspiran a realizar un “vida buena”, también los animales  tienden instintivamente hacia la mejor vida posible para ellos. En la historia de la filosofía existen muchas y diferentes maneras de concebir la vida buena. “En la Grecia y la China antiguas había tradiciones éticas que no hacía alusión alguna a lo que hoy conocemos como moral. Para los griegos, la vida buena consistía en vivir conforme a la diké, es decir, de acuerdo a tu naturaleza y al lugar de ésta en el orden de las cosas. Para los chinos, significaba vivir con arreglo al tao, el camino  del universo tal como de manifiesta en tu propia naturaleza” (p. 76). Seguir a la naturaleza es, por lo tanto, la “vida buena” y también la “virtud”.

            Aristóteles reconoció que también los animales no humanos poseen virtudes poniendo como ejemplo el caso de los delfines, en su “Investigación sobre los animales”. También en el taoísmo chino de Lao Tse y Chuang Tsé se hablaba de “virtud” (te), pero éste concepto no aludía a ningún tipo de capacidad “moral”, sino al “poder interior que se necesita para actuar de un modo acorde al orden de las cosas” (p. 78). John Gray considera, con toda razón, que en el pensamiento occidental lo que más se aproxima a esa visión es la noción spinoziana de “conato”, que es la tendencia de los entes vivos a preservar y potenciar su actividad en el mundo. O, con otras palabras, de esforzarse o empeñarse en “permanecer en el ser” (como sostiene en la proposición 18, parte IV de su “Ética more geométrico demonstrata”, de 1677).

            Ni Spinoza ni el taoísmo, concluye J. Gray, entienden la “vida buena” como un “vivir altruista”, orientada al bienestar de y  para los demás. En ambos, además, se relaciona la “autorrealización” con cierta forma de ausencia del ego, con la falta de un yo sustancial. Filósofos del pasado como Bayle o Spinoza y algunos actuales como el estadounidense Paul Wienpahl o el noruego John Wetlesen (El sabio y el camino. La ética de la libertad de Spinoza) apreciaron una gran afinidad entre la posición de Spinoza y el taoísmo en este punto. Tanto Spinoza como el taoísmo, dice el pensador noruego, no aspiran “a que uno sea lo que no es, sino a que  sea lo que es. Eso no obliga a ningún acto especial del ego temporal, sino más bien a una anulación del ego”. Pues bien, según J. Gray: “La ética felina es una especie de egoísmo sin ego. Los gatos son egoístas por cuanto solo se preocupan de sí mismos y de otros a quienes quieren. Y carecen de ego porque no tienen una imagen de sí mismos que traten de preservar y acrecentar. Los gatos no viven siendo unos egoístas, sino siendo ellos mismos desprovistos de un ego” (p. 101).

            Termina la obra de J. Gray con una apelación gatuna dirigida a los humanos con diez pistas felinas sobre cómo vivir bien, que de aplicarlas a nuestra vida humana, nos alegraríamos bastante, pues nos evitarían muchos sufrimientos y nos harían sin duda más felices y benéficos. Y con una pequeña admonición del gato de la historia de Jack, “Mèo sobre el alfeizar”, en el que se nos dice: “Los gatos nos enseñan que perseguir un sentido es como buscar la felicidad: una distracción. El sentido de la vida es una sensación táctil o un olor que llega por casualidad y, antes de que te hayas dado cuenta, ya se ha ido” (p. 170).

 

Tomás Moreno Fernández



Gatos y filósofos, 2, Tomás Moreno


 

 

 

 

 

2 comentarios:

  1. Más que excelente, estaba esperando algo así. Cuánto lo agradezco. Un fuerte abrazo poético.
    Jeniffer Moore

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    1. Muchisimas gracias Jennifer. Ya os añoraba un poco. A ti y a Pastor. Mi abrazo mas cordial para ambos. Vuestro amigo Tomás Moreno,

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