martes, 3 de mayo de 2022

GATOS Y FILÓSOFOS, POR TOMÁS MORENO

 Para la sección de Microensayos del blog Ancile, traemos un nuevo post sobre el mundo felino, escrito como los anteriores por el profesor Tomás Moreno, esta vez bajo el palio de la filosofía, y bajo el título Gatos y filósofos. Esta es la primera entrega.



GATOS Y FILÓSOFOS, 


POR TOMÁS MORENO



Gatos y filósofos, Tomás Moreno



1. Como ya hemos visto y comprobado en las páginas anteriores a los hombres de letras y de poética inspiración, narradores y poetas, les atraen mayormente los gatos. El gato, al que Ramón Gómez de la Serna “emplumó” en una genial greguería (“búho gato emplumado”) ---como recuerda el ensayista mexicano José de la Colina en “Señor Gato”, Milenio, México, 13 marzo de 2016--- suele ser el animal preferido por esos hombres de la “mano a pluma”, como los llamaba el poeta Arthur Rimbaud, los escritores en general. (Haber aludido a Ramón Gómez de la Serna nos da licencia para detenernos, aunque sea brevísimamente, en este narrador-poeta, inventor de la greguería, a la que define como: metáfora + humor, que dedicó a los felinos toda una colección de greguerías gatunas de las que sólo queremos recordar estas tres: “El gato rubrica todos sus pensamientos con la cola”; “La Q es un gato que perdió la cabeza”, o “El gato es una gárgola que pasea por casa”). Y vamos ya con los filósofos.

            Al parecer hay una secreta afinidad entre filósofos y gatos. Pocos animales tan afines a los “amantes de la sabiduría” (philo-sophos) como el gato. Su prestigio es proverbial: espíritus libres, misteriosos, elegantes, independientes, sigilosos, de silente compañía, estimulantes de la meditación y de la imaginación creadora, son animales que atraen, que fascinan sobre todo a los hombres de pensamiento y meditación. Numerosos filósofos se han visto arrastrados por su atractivo irreprimible y por su inteligencia. La sagacidad de los felinos es tan manifiesta que en el más reciente de los ensayos referidos a su inteligencia y a su gusto por la libertad,  el “Elogio del gato” (ed. Léo Scheer, París, 2014), de la escritora francesa Stéphanie Hochet, llega a sostener lo que todo el mundo lo sabe: “el gato es un animal libre, el gato escoge  su amo antes de que el amo llegue”. Clásicos y modernos, de Occidente y de Oriente, pensadores y pensadoras ilustres se han rendido a sus asombrosas cualidades de adaptabilidad, versatilidad y flexibilidad (“souplesse”) físicas y mentales.

Gatos y filósofos,
G. Deleuze
            Entre los filósofos del XIX y XX que han vivido con mascotas félidos y han llegado conocerlos en profundidad y admirarlos, podemos citar a François René de Chateaubriand escritor y filósofo político (“El gato vive solo. No necesita sociedad alguna. Solo obedece cuando quiere, o simula dormir para observar mejor y arañar todo cuanto puede arañar”); Henry David Thoreau, escritor y filósofo estadounidense (“¿Qué clase de filósofos somos que no sabemos absolutamente nada del origen y
destino de los gatos?”); Hippolyte Taine, filósofo del arte e historiador francés, autor de  “Vida y opiniones filosóficas de un gato” (1858) (“He estudiado con detención a los filósofos y a los gatos. La sabiduría de los gatos es infinitamente superior”); Marcel Mauss, ilustre antropólogo francés (“Los gatos son los únicos animales que consiguieron domesticar al hombre”).

            Miguel de Unamuno, nuestro lúcido filósofo cristiano agónico (“Mi gato nunca se ríe o lamenta. Siempre está razonando”); A. N. Whithead matemático y filósofo británico (“Si un perro salta sobre tu regazo es porque te  tiene cariño, pero si un gato hace lo mismo es porque simplemente está más caliente”); el filántropo y médico humanitario Albert Schweitzer y (“Hay dos maneras de refugiarse de las miserias de la vida: la música y los gatos”); el filósofo Jean Paul Sartre, que vivía con un gato de nombre “nada”, en perfecta consonancia con su nihilismo teórico y con  la filosofía existencialista por él mismo profesada, cuya obra fundamental se titulaba precisamente: El ser y la nada. Debemos, finalmente, recordar a Jacques Derrida y su gato “Logos”, que llegó a escribir un ensayo sobre la mirada felina, y a Albert Camus tan inseparable de su gato “Stranger” como Michel Foucault de su gata negra “Insanity”.

            No podemos detenernos en relatar, con el espacio que se merecerían, alguna de estas relaciones aludidas, y que vincularon tan profunda, anímica y afectivamente a sus protagonistas, escritores o filósofos con sus gatitos/as. Solo nos hemos permitido una excepción, por su singularidad y trascendencia artística: se trata de la conmovedora historia del poeta-filósofo austríaco Rainer María Rilke (1875-1926), autor de las Elegías del Duino, y de su “ahijado” durante unos pocos años, Balthus (Balthasar Klossowski, 1908-2001), parisino de ascendencia polaca ---que sería años más tarde famoso pintor figurativo--- con cuya madre, Baladine, el escritor mantenía a la sazón una relación sentimental. Rilke y el niño Balthus (de unos 10 años) amaban con pasión al gatito de la casa, Mitsou. Un día el gatito se escapó y el niño, preso de angustia, comenzó a pintar de manera obsesiva toda una colección de dibujos que recordaban momentos y situaciones vividas por ambos. La serie, compuesta por 40 láminas, se iniciaba con el día en que lo encontró en la calle y acababa con el pequeño Balthus llorando por su pérdida. Tanto impresionaron al poeta las estampitas dibujadas por el niño del minino de angora, que decidió publicarlas en un volumen, del que él mismo escribió el Prefacio.

            El libro se tituló Mitsou. Historia de un gato  y se publicó entre 1920 y 1921. En él, el poeta de Praga narra, con bellas y sencillas palabras, las ilustraciones y escenas dibujadas con su lápiz por el niño Balthus (seudónimo o hipocorístico, por cierto, que el propio Rilke le puso). El poeta pone de manifiesto en dicho Prefacio su impresión de que la naturaleza del gato es elusiva, inasible, esquiva y difícil de aprehender conceptualmente, para concluir con estos interrogantes: “¿Quién conoce a los gatos? ¿Es posible, por ejemplo, que ustedes pretendan conocerlos? Reconozco que para mí, su existencia no fue nunca más que una hipótesis bastante arriesgada”. Según cuenta Baladine, su amante y madre del niño, la relación entre el niño, el gato y el poeta fue bastante estrecha y Balthus lo recordará como un hombre amable y fascinante. En adelante, el pintor retrataría en numerosas ocasiones, con rebuscada  ambigüedad, gatos junto a niñas o adolescentes, como símbolo, tal vez, de lo indómito, misterioso, femenino y sensual de su naturaleza, coincidiendo en ello con Baudelaire.   

 

Gatos y filósofos, Tomás Moreno
M. Foucault
2. Entre las mujeres pensadoras citemos a la británica y premio Nobel de Literatura en 2007, Doris Lessing (1919-2013), autora de El cuaderno Dorado (“Si un pez es el movimiento del agua encarnada, dad la forma, entonces un gato es diagrama y patrón de aire sutil” (On Cats); a Patricia Highsmith (1921-1995), autora de Extraños en un tren, que empatizaban extraordinariamente con las criaturas animales y especialmente con sus gatitas y gatitos  ---de las que ya hemos hablado en el anterior epígrafe por su doble condición de escritoras novelista y filósofas--- y a la española María Zambrano (1904-1991). Centrémonos única y finalmente en esta última: La filósofa y escritora andaluza de Vélez-Málaga, discípula de Ortega y Gasset y autora de Filosofía y poesía (1939) y de La tumba de Antígona (1967), entre otras muchas. Recibió el Premio Príncipe de Asturias (1981) y el Premio Cervantes (1988), y pasó 44 años en el exilio después de la Guerra Civil.

            Con motivo del centenario de su nacimiento, Antonio Burgos, el escritor y periodista sevillano, iniciaba así su artículo conmemorativo “María Zambrano la gatuna”: “María era tres cosas filósofa, republicana y gatuna. Defendió a los gatos como defendió a la República Española. Demostró su valentía en la defensa heroica de sus gatos” (ABC de Sevilla, 22, de julio, 2004). Pero ella no teorizó su amistad con los felinos, especialmente gatas, no llegó a escribir libros sobre ellas, pero su vida sin ellas
sería impensable para quien llegó a conocerla, pues a lo largo de su vida llego a reunir, en Suiza, unos 70 gatos. Normalmente convivían con ella cinco  (Rita, Tigra, Blanquita, Lucía y Pelusa) que le acompañaron hasta su muerte a los 87 años de edad.

            Viajaron con ella durante el exilio por Francia, EE. UU., Cuba, México, Puerto Rico y Roma (donde retomaría su amistad con Alberti y M. Teresa León durante 11 años). Se conservan numerosas fotografías de María Zambrano con sus gatitos en sus brazos, abrazándolos igual que los abrazaría y jugaría con ellos cuando era una niña pequeña del precioso pueblo malagueño Vélez-Málaga. El poeta cubano José Lezama Lima llegó a escribir los siguientes versos sobre su relación con los gatos y su afición gatuna: “Tiene los ojos frígidos / y los gatos térmicos / aquellos fantasmas elásticos de Baudelaire / la miran tan despaciosamente / Que María temerosa / comienza a escribir.”

            Precisamente, por causa de sus gatitos, llegaría a ser expulsada de Roma junto con su hermana Araceli en el verano de 1964. El incidente se produjo como consecuencia de la denuncia de un vecino intransigente, a causa de las molestias producidas por los gatos que con ella convivían en su piso de Lungotevere Flaminio. Recibieron de la policía una orden de expulsión inmediata para dejar Italia en 12 horas. Enterado el presidente italiano Saragat (que interrumpió el Consejo de ministros con el que estaba reunido) mandó urgentemente cancelar dicha orden. A pesar de ello, en septiembre de ese verano María y su hermana Araceli abandonaron Roma en dirección hacia Suiza. “Pasó, como escribía A. Burgos, de dar de comer a los abandonados gatos proletarios de los barrios de Roma a cuidar los orondos gatos capitalistas helvéticos”.

Gatos y filósofos, Tomás Moreno
J. Derrida
            Hasta aquí, sucintamente su vida. Pero su historia, tiene un fin sorprendente, emocionante, mágico y gatuno, como no podía ser de otra manera. Inmediatamente después de enterrada la pensadora malagueña en el cementerio de su pueblo, sobre su tumba, rodeada por un naranjo y un limonero, comenzaron a visitarla a diario toda una colonia de gatos que, como en el caso del poeta Keats en la suya romana, la eligieron como lugar de reunión y de solaz.   Así permanecieron, por espacio de cerca de 16 años, hasta que el Domingo, 1 de noviembre de 2017 ---día aciago, sin paliativos--- apareció en la prensa malagueña  el titular y la noticia: “¿Qué pasa con los gatos de la tumba de la filósofa María Zambrano?” con el siguiente texto: “El grupo municipal de IU en el Ayuntamiento de Vélez Málaga denunció la semana pasada la captura y posible sacrificio de la colonia felina que tradicionalmente ha existido en el entorno del cementerio, unos animales que visitaban a diario la tumba de la filósofa María Zambrano”… Sin comentarios.

            Si repasamos los escritos, cartas o declaraciones de la mayoría de estos escritores y pensadoras hay en todos ellos una coincidencia, un punto de acuerdo generalizado: lo más fascinante de esos animalitos felinos, más allá de su inteligencia y de su conducta sorprendente son, sin lugar a duda, sus ojos, esos ojos… Se cuenta ---y no sé si es  leyenda, anécdota o suceso real--- que en cierta ocasión el Dante (1265-1321), recibió en su estudio-aposento florentino la visita de su buen amigo el médico y astrólogo Francesco Stabili, más conocido por su apodo Cecco de Ascoli (1269-1327), con el que disputaba frecuentemente sobre cuestiones filosóficas. La última disputa doctrinal se había referido, sin acuerdo, a la racionalidad o irracionalidad de los animales (y específicamente de los “gatos”) y  si en su conducta prevalecía la irracionalidad de su  instinto o el arte de los conocimientos adquiridos por “educación” o “experiencia”. Dante defendía una cierta inteligencia gatuna, frente al escepticismo mostrado por su amigo. Éste, Cecco, llegó a su cita dispuesto a infligir a su amigo una definitiva lección.

            Conociendo la costumbre del poeta florentino de utilizar a su gato ---al que había adiestrado a conciencia para sostener sobre sus patas una vela encendida para poder leer y escribir sus versos--- como una especie de candelero viviente, Cecco había llegado a la estancia de Dante trayendo consigo una caja llena de ratones. En cuanto tuvo ocasión de “soltarlos”, el felino, dejo la vela, se oscureció la estancia y, sin hacer caso de las llamadas del amo, comenzó a perseguirlos. Quedó, así, demostrada la superioridad del instinto sobre la “instrucción” o el aprendizaje en los seres irracionales. Alighieri no se arredró por ello y respondió a Francesco de esta manera: “Amigo Cecco, el gato, y particularmente este gato mío, no es irracional sino inteligente. Sin su ayuda, sin su generosidad de servirme con la luz de la vela, además de la luz de sus ojos, no hubiera yo podido escribir los mil endecasílabos que llevo ya de mi Comedia”.

            No fue el poeta de la Divina Comedia el único que ha ponderado en su justo valor no ya la belleza casi “luciferina” de los ojos de los gato/as, sino, sobre todo, el poder de iluminación física e intelectual de los mismos. Recuerdo haber leído en un ensayo del poeta y ensayista brasileño Gerardo Mello Mourao, “Los ojos del Gato y el retorno inacabado”, este texto casi mágico: “Una noche en la India, Luis de Camoes, a falta de velas, escribió parte de un canto de Os Lusíadas a la luz de los ojos de sus gatos. Tasso cuenta lo mismo: escribió un soneto en la oscuridad del manicomio donde lo habían metido, alumbrado por los ojos de un gato. Sospecho, concluía, que Baudelaire habría escrito unos alejandrinos bajo la luz verdosa de unos ojos de gato […]”.

Y es que la filosofía, al fin y al cabo, no es más que “una forma de mirar”.


Continuará


Tomás Moreno




Gatos y filósofos, Tomás Moreno


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