Concluyendo las reflexiones sobre la indignidad que rodean al poder y a sus fatuos acólitos, traemos esta entrada para la sección, Pensamiento, del blog Ancile, y que lleva por título: De Roma viene lo que a Roma va, o el falsario prestigio del reconocimiento amparado por el poder, y del exilio para los que no aceptan sus premisas y consecuencias.
DE ROMA VIENE LO QUE A ROMA VA,
O EL FALSARIO PRESTIGIO DEL RECONOCIMIENTO
AMPARADO POR EL PODER Y DEL EXILIO
PARA LOS QUE NO ACEPTAN SUS
PREMISAS Y CONSECUENCIAS
A fuer de ser prudente, cuando no comedidamente circunspecto, diré de
Roma lo que pudiere parecer holganza o divertimento, siendo en realidad
hartazgo de tanto manoseo y falsificación de lo que la dignidad del hombre
bueno en verdad merece, aunque el pago a este sea del poderoso casi siempre el
ostracismo o el violento rechazo incluso, cuando a aquél que todo lo puede se
manifiesta opuesto. En cualquier caso somos muy conscientes que esta dignidad
que siempre defendimos, movida por el mismo afán que dedicó mi espíritu en sus
vigilias por lo que fue, es y será de justicia (si fuésemos alguien) traería
consecuencias en forma de repudio del poderoso y de violencia sobre el débil
sometido, pero también, si fuere posible, su literal e inclemente destrucción.
Es
claro que el reconocimiento sobrevenido a través de la servidumbre al potentado
trae ya el pecado original como mancha reconocible de todo adulador que, sin
escrúpulos, se adhiere a la sombra que mejor cobija sus intereses, sin duda
olvidado del imprescindible cuidado y merecimiento sobre aquello sobre lo que
quiere ser reconocido.
Acaso,
por lo que en este humilde opúsculo me quejo, sea por ver en derredor tan lejos distanciarse y con
tanta prisa la orilla de la que es mi auténtica patria: la dignidad, la
justicia, la solidaridad. Es en verdad trágico comprobar el desgaste de energía
que supone para el mundo el llevar al poder, aunque este sea inmerecido,
ilícito y arbitrario, lo que es del poder.
Si
fuera cierto que las acciones humanas no escapan a la rigurosidad, rectitud y
justicia de algo superior a nosotros mismos, propongo desde estas páginas que
en realidad no hay en ellas malignidad, sino profunda tristeza. Son de hecho un
partir hacia un exilio que llevo a cuenta de inventario desde mi niñez, y que
ahora se hace todavía más doloroso, si es que en verdad todo partir es en
cierto modo morir. Acaso la panula de
mi exilio es este descrédito expuesto en estas líneas sobre lo que ha rodeado y
rodea de indignidad no sólo la parte más crítica e inconformista de mi
pensamiento y vida, sobre todo la de todos los hombres que viven embotados,
indiferentes, displicentes ante la propia ignominia que rodea su existencia, inconscientes
de su propia vida que se vierte como un funeral ruidoso.
Quisiera
pensar honradamente que no puede haber maldad donde sólo hay equivocación, pero
la pertinaz desidia hacia la vida fuera de los cauces de las más mínimas
directrices de dignidad y decoro, sobre todo de los que son dignatarios y
ejemplo de muchos, son en realidad usureros de sí mismos, traidores de
cualquiera forma o manera de dignidad, y todo, por llevar a Roma lo que ya
venía de ella.
Es
claro que todavía me duele el amor a mi patria, que no es otra que el otro yo
mismo que añoraba por mor de mi propia felicidad, pero sería el prójimo abotargado en el vacío de su
vanidad el que decretaría mi propio exilio, que rechazaba en lo más profundo
volviendo a mirar las prendas valiosas que debieron estar en ellos y que acaso
no tuvieron nunca realidad.
¡Ay!,
los amigos que quise con amor fraternal, aquellos pocos corazones fraternos a
los que desde este exilio abrazo como verdadera gracia, no renuncio a vuestra
sincera benevolencia y mi afecto profundo está con vosotros perpetuamente, no
obstante, y aunque este exilio sea ser llevado al sepulcro sin haber muerto,
debo tomar partido en soledad sobre el designio de mi propia conciencia, que es
libre y que ante todo y sobre todo, quiere vivir en dignidad, y que mis amigos
verdaderos me sostengan continuamente con su ayuda en mi ausencia.
Francisco Acuyo
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