Bajo el título Amenaza de guerra, traemos un nuevo post para la sección de Narrativa del blog Ancile, relato de nuestro amigo y excelente narrador Pastor Aguiar.
AMENAZA DE GUERRA
Y aconteció que un amanecer, por los límites entre el terreno de pelota y
el cañaveral, vi al ejército prusiano en zafarrancho de combate. Iban de norte
a sur, marchando disciplinadamente al ritmo de los tambores. Era una larguísima
columna de por lo menos ocho filas de soldados con sables al cinto y fusiles al
hombro. Usaban uniformes donde sobreabundaba el rojo. Las cabezas protegidas
por cascos con penachos. Podía escuchar las pisadas, sentir los temblores
rítmicos de la tierra en el patio de mi casa.
La distancia que me separaba de la tropa sería de unos cien metros. A la
derecha de la columna iba, con el sable desenvainado, el general Godofredo.
Aunque yo no podía ver a sus enemigos desde mi posición, los imaginaba como una
masa de lugareños atrincherados más allá del callejón hondo, en la finca de tío
Bernardo, llamada Revacadero. Cerca de la casa de tío debían tener su estado
mayor los rebeldes, armados con arcos y quién sabe cuántas otras armas, muchas
improvisadas. Pensé que también tendrían caballos fieros y perros antropófagos.
La tensión se respiraba, la sangre aún en las venas enviaba su olor
premonitorio, como una densidad sin cuerpo tangible.
Yo padecía el contagio bélico, y el miedo me convirtió en estatua viva.
De repente el general dio la orden de alto y con voz ronca pero poderosa
como cañonazos, dijo.
_ ¡Escuchadme todos, voy a establecer contacto con el jefe de ellos para
dejar bien claras las reglas de la batalla! ¡Aquí mismo se inicia una nueva
era!!Que nadie me siga!, ¡y si al cabo de sesenta minutos no estoy de vuelta,
arrásenlo todo a la redonda!
Yo sentí un frío de muerte, incapaz de huir hacia los montes gordos, a poco
menos de tres kilómetros a mis espaldas.
El jefe salió con paso de ceremonia, hinchando el pecho como los pavos
reales, hasta que el callejón hondo se lo tragó.
La tropa murmuraba, mientras revisaba el armamento. Creo que anhelaban el
combate.
No pasaron cuarenta minutos cuando Godofredo regresó, ahora caminando con
desenvoltura y sonriendo.
_ Hemos pactado una paz de cien años, al cabo de los cuales serán nuestros
descendientes quienes la ratifiquen, o decidan desguazarse definitivamente.
Con el eco de las últimas palabras del general llegó un viento desde el
oeste que lo barrió todo, y el batey volvió a ser aquello de siempre, apenas
una docena de casas de madera con el terreno de pelota al centro, y yo allí,
desde el patio, iniciando al fin el viaje al comedor, porque el desayuno estaba
listo.
Pastor Aguiar
No hay comentarios:
Publicar un comentario