Para la sección de Narrativa traemos un nuevo post con un relato de nuestro colaboradador y amigo Pastor Aguiar, y esta vez bajo el título de Cacería.
CACERÍA
Era la hora pico y trataba de cazar un ómnibus que me llevara hasta
Marianao. Aunque fuera hasta la rotonda cercana al Coney Island. Después podría
continuar a pie.
La parada era una colmena hirviendo. El mismo zumbido de las abejas, los
aguijones de las malas palabras, el sudor abundante como una miel amarga, el
calor de la cera derretida. Sobrepasaban las cien almas y unos pocos afortunados preferían aferrarse al
banco bendecido por la sombra, a incorporarse a la cacería. Allí los recibiría
el frescor de la noche cuatro horas más tarde.
La gran mayoría se desperdigaba por toda la cuadra, porque sabían que
cuando el animal se apareciera, en algún punto tendría que detenerse para
vomitar un manojo de seres mal digeridos. De lo contrario, se armaría una
rebelión y las patadas y los gritos harían saltar la armazón en pedazos, con
chofer y todo. Así que, en cualquier coordenada de aquellos cien metros de
acera, se iba a detener sin abrir otra puerta que la de atrás.
Habían pasado cuarenta minutos y los jóvenes salidos de la Universidad
correteaban cada vez que un nuevo presentimiento les hacía cosquillas en el
estómago.
_ ¡Allá viene! _ Y el molote era marejada, bronca gorda tratando de tomar
por asalto las mejores posiciones.
Las falsas alarmas eran la constante. Parece que el mismo diablo se había
infiltrado en la muchedumbre.
Un poco retirados de la orilla, tres muchachones jugaban sobre la yerba.
Habían extendido una cartulina blanca y uno de ellos movía con rapidez de rayo
tres tapitas de botellas de refresco sobre una semilla negra, hasta que las
dejaba quietas, para que alguno de los presentes adivinara debajo de cuál
estaba la semilla. Cada intento costaba cinco pesos, si no llegaba la policía.
Por el otro lado, una pareja de mulatos se desguazaba contra un laurel
centenario, que entre las raíces, mostraba varias estampillas de santos,
plátanos maduros y mazorcas de maíz tostadas.
_ ¡Ahora sí, la setenta y cuatro!
_ ¡La madre que te parió! ¡Será tu madre! ¡Ráscate el culo si no tienes
otra cosa que hacer!
En aquel momento sonó un piñazo sobre un pecho. Fue como percutir un tambor
en medio del bosque, avisando la inminencia de una estampida de elefantes.
Nadie supo las causas, pero se intercambiaban trompadas como regalos de
noche buena, y una vez cansados, se abrazaban y limpiaban la sangre y los mocos
en las ropas del oponente, hasta que la sirena de la patrulla llegó repartiendo
porrazos para lograr el empate.
Cuando parte de la horda llegó a reclamar su ómnibus, un disparo al aire
relajó los ánimos durante los diez segundos necesarios para que ambos
gladiadores fueran empaquetados en el asiento trasero y el carro se proyectara
calle arriba.
Cuando parecía que iba a mejorar el panorama, llovió medio centenar de
pioneros de sexto grado desde la escuela vecina, con sus pañoletas rojiblancas
y sus gritos de “¡Pioneros por el comunismo, seremos como el Che!”
_ ¡La pinga! _ Recitó uno a mi lado_ ¡Ahora sí le cayó comején al piano!
¡Es lo único que faltaba!
Los chicos estaban muy contentos, pues habían repartido caramelos y
medallas a los destacados. Así que se pusieron a cantar el himno nacional ante
las miradas atónitas, como si de repente, los marcianos hubieran hecho presencia.
_ ¿No tendrán otra forma de comer mierda? _ Se preguntó el mismo hombre de
antes.
_ ¡Compañero, modere su lenguaje!
_ ¿Hablas conmigo, vieja cagalitrosa? ¡Vaya a freír tusas a otra parte, que
no tengo el horno para galleticas!
_ ¡Que viene, coño! ¡La ciento treinta y dos!
Era verdad. Por el otro extremo tembló la tierra y el enorme camello, como
un racimo de plátanos de tanta gente colgándole por los cuatro costados, se nos
abalanzó rugiendo, seguido por una cola de humo negro y apestoso.
Pude ver como los viejos saltaban del banco y otros lo ocupaban
presintiendo el desenlace, porque el bólido tomó impulso y pasó frente a la
parada superando los ochenta kilómetros por hora. Sesenta o setenta atletas se
lanzaron tras él, copando la calle y agarrándose al rabo de humo.
Se escuchaban los gritos y los trastazos contra el asfalto de aquellos a
los que ponían traspiés.
Al final de la cuadra, el animal metió un frenazo, abrió las puertas
traseras y estornudó una masa multicolor que no lograba tocar el pavimento por
causa de una veintena de campeones que subían a como diera lugar.
Yo logré llegar muy cerca, oler las emanaciones infernales, pero ya
arrancaba de nuevo, haciendo caer un grupo de plátanos humanos que me
aplastaron.
Cuando logré recuperar la estatura, todo era como antes, los pioneros
muertos de risa, tres viejos mentándose la madre para desahogarse, y la pareja
de mulatos desnudos haciendo el amor sobre los amuletos y las estampillas.
Entonces, como otras tantas veces, decidí caminar los doce kilómetros hasta
los albergues.
Pastor Aguiar
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