Para la sección Apuntes histórico teológicos del blog Ancile, traemos un nuevo post de nuestro amigo y teólogo, Alfredo Arrebola, bajo el título:¡No estamos solos, hermano!
¡NO ESTAMOS SOLOS, HERMANO!
En el primer capítulo de sus “Confesiones”, San Agustín (siglos IV-V), la inteligencia más grande, posiblemente, de toda la cultura occidental, ya nos dejó bien claro el destino del ser humano: “Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón anda desasosegado hasta que descanse en Ti”. Y esto vale, lo mires por donde lo mires, para toda persona creyente y no creyente. Hoy, en esta breve reflexión, pienso dejar a un lado la “Razón filosófica” y dirigirme a todos mis amigos – crean o no - desde la fe, porque estoy convencido de que siempre está con nosotros ese “Misterio ”, a quien llamamos Dios y para los cristianos, Jesucristo. Es lo mismo.
Por supuesto que yo no intentaré enmendar la plana del filósofo francés Augusto Comte (1798 – 1857), quien suponía que la humanidad ha pasado por tres estadios, el teológico, el metafísico y el positivo, yo me pondría al lado del primero porque toda teología comporta una filosofía. Para el filósofo José Antonio Marina (1939), Comte no tenía razón porque, según Marina, “ni la metafísica ni la religión han muerto. Cualquier espíritu avisado encuentra en medio de su horizonte mental un poderoso objeto cultural – Dios -, y también se ve enredado en una tupida urdimbre social – la religión”, cfr. “Dictamen sobre Dios”, pág. 9 (Barcelona, 2002). Incluso me permito poner aquí el pensamiento del famoso pensador español Gustavo Bueno (1924 -2016): “Nadie puede decir soy ateo sin pensar en Dios”.
Más de un vez he manifestado – y hoy lo hago extensivo a todos mis amigos- que me dediqué al estudio de la teología con el firme propósito de saber “dar razón de mi esperanza” (1Pe 3,15). Aquí radica el fundamento de estas sencillas reflexiones, con mis ilusiones y limitaciones, dar razón y sentido de mi esperanza: Jesucristo, y - ¡cómo no! - alentar la esperanza en Jesús de Nazaret, de quien, a mi juicio, no se debe hablar para informar sino para evangelizar. Asimismo, el “relato” sobre Jesús hoy debe revestir la modalidad del “testimonio” personal, debe ser como muy bien lo dijo el inolvidable Papa Pablo VI (1897 – 1978), una “evangelica testificatio”.
Afirma el teólogo Franciscano -Capuchino Domingo Montero: “Los cristianos, especialmente en la sociedad occidental, parecemos (¿lo somos?) personas ya un tanto “cansadas”, un tanto “desencantadas”; emotivamente “atemperadas”. Hemos entrado en la época de la “pervivencia”, de la “resistencia”, de la “subsistencia”… Y hacemos de la necesidad, virtud; cuando habría que hacer de la virtud, necesidad” (cf. Rev. “Capuchinos Editorial”, n.º 76 (2021).
Pero también debo poner aquí las palabras del Papa Francisco, que precisamente apuntan a esta realidad: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada… Los creyentes también sufren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. (cfr. “La alegría del Evangelio”, 2. Roma, 2013).
Por ello, ¡buen amigo-hermano!, me atrevo a decirte: Pon a Cristo en tu vida. Él te espera, no lo dudes. ¡Escúchalo con atención!. Porque seguir a Jesús de Nazaret es la apuesta para lograr la vida, para salvarla, para llenarla de sentido, de verdad… Y no se vaya de tu mente la increíble fuerza que aporta una vida llena de sentido. En Él, sin duda, lo encontrarás: Es la propuesta de una vida en plenitud, tal como nos lo dice y describe el apóstol Juan: “...Yo vine para que tengan vida y anden sobrados” (Jn 10,10).
Pero seguir a Cristo no es solo “ir tras él”, sino “delante de él” y, sobre todo, a su estilo. Y es esto precisamente lo que molesta de la doctrina del Nazareno. Conozco – ¡por desgracia! - a más de uno que lo abandonó por seguir ideologías políticas totalmente opuestas a la esencia óntica del cristianismo: Amor a Dios y al prójimo, que, en últimas instancias, son una misma cosa. Como también conozco, tras muchísimas horas de estudio, la triste y repugnante memoria que han dejado las más altas jerarquías de la Iglesia: Papas, Cardenales, Obispos, Curas, Diáconos y, por supuesto, innumerables y famosos laicos. Lo que me demuestra, apodícticamente, que la Iglesia no es obra de los hombres, sino de Dios en persona, idest, Jesús de Nazaret. Pero eso es otro cantar.
La finalidad primordial de esta breve reflexión es hacerte ver, buen amigo, que ante la pandemia y sus consecuencias sociales – ya se ha cumplido un año de la irrupción de una de las crisis más invasivas que se recuerdan – son muchos los que corren el riesgo de perder la esperanza. En este tiempo de incertidumbre y de angustia perenne, yo te invito a acoger el don de la esperanza que viene de Cristo, que es Dios, quien, despojándose a sí mismo e igual a los hombres – excepto en el pecado – no eligió una vida de privilegio, sino la de siervo (cfr. Fil 2, 6-7). Se aniquiló a sí mismo convirtiéndose en siervo. Nació en una familia humilde y trabajó como artesano. Al principio de su predicación, anunció que en el Reino de Dios los pobres son bienaventurados (cfr. Mt 5, 3; Lc 6, 20; “Evangelii gaudium, 197).
Cristo, nuestro “Hermano Mayor”, estaba en medio de los enfermos, los pobres y excluidos, mostrándoles el amor misericordioso de Dios, tal como leemos en el “Catecismo de la Iglesia Católica”, 2444). Y muchos veces fue juzgado como un hombre impuro porque iba donde los enfermos, los leprosos, que según la ley de la época eran impuros. Y Él corrió múltiples riesgos por estar siempre cerca de los pobres.
No olvides, caro amigo, que el valor de la vida no depende de la aprobación de los demás o del éxito, sino de lo que tenemos dentro. Por eso es tan importante luchar para saber dónde ponemos nuestra esperanza cada día, cada año, para vivir con toda la profundidad posible. Yo te diría, pues, que en esta vida la ESPERANZA, en mayúsculas, se ha manifestado en Cristo, hecho carne como nosotros. Es cierto que el tema del mal es algo que se le plantea a toda persona. El problema del mal ha sido una piedra de tropiezo de la que muchos no se han podido librar. Los filósofos, desde siempre, han visto el mal como una carencia del bien. El mal, se ha dicho, carece de entidad. Nadie duda que ante el sufrimiento extremo y ante la muerte, a veces, se nos impone el silencio respetuoso y el acompañamiento cargada de verdadera caridad. Sin embargo, la fe cristiana nos invita a iluminar el sufrimiento y a buscar su fruto, tal como lo expuso san Juan Pablo II en su Carta apostólica “Salvifici doloris”, “el mundo del sufrimiento invoca sin pausa otro mundo, el del amor humano”.
No te canso más, dilecto amigo, pero déjame que te diga que
contemplando a Cristo pobre y meditando su pasión , muerte y resurrección,
podemos acceder a la verdadera luz que disipa todas las tinieblas. Cristo no ha
venido – no lo olvides – a explicar como filósofo el sufrimiento ni nos ha
invitado a sufrir la muerte estoicamente. Cristo sufrió una pasión extrema
siendo inocente y aceptó voluntariamente
la muerte por amor a nosotros. La luz que brilla en su pasión y muerte es la
luz potente que necesitábamos. Él sufre con nosotros, él puede curar todas las
enfermedades, él ha aceptado por amor el
sacrificio de su vida. “El fruto de su muerte – escribe Monseñor Antonio
Reig Pla, Obispo de Alcalá de
Henares (Madrid) – como el grano de trigo que cae en la tierra y muere, es la resurrección, es lo que
se hace visible en la abundancia de los granos de la espiga que nos proporciona el pan de la vida” (cfr. “Yo
estoy contigo”, pág. 249. Madrid, 2020).
Quiero finalizar con las palabras de
uno de los más acreditados teólogos, Joseph Ratzinger (1927), dimitido Papa
Benedicto XVI, quien dejó escrito: “Lo que cura al hombre no es esquivar el
sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación,
madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la
unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito” (cfr. Spe Salvi, 37. Roma,
2007). Entonces se ve un poco más claro que el sufrimiento tiene sentido y se
comprende mejor la fuerza de la cruz, que no es sino la demostración del amor
infinito de un Dios que ha querido sufrir por y con nosotros. Por tanto, ¡No
estamos solos, hermano!.
Alfredo Arrebola
Villanueva Mesía- Granada
Marzo de 2021.
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