miércoles, 14 de abril de 2021

"LA MÚSICA", DE FRANCISCO SILVERA

 Para la sección de Narrativa del blog Ancile traemos una nueva entrada con un texto de nuestro querido amigo, poeta y narrador, Francisco Silvera. Relato extraído de su galardona publicación Libro de los silencios; el texto en cuestión lleva por título La música.


 

La música, de Francisco Silvera


 LA MÚSICA

 

Quien suspenda las pavesas de la noche en los cielos ya va haciéndolo antes, cada día un momento antes. El verano, el ardor de la canícula empieza a tener esa pátina de los recuerdos, esa fragilidad que, si llega a ser forzada, extravía lo real y se pierde en el tiempo. Lorenzo asciende a la ermita y ya no siente los flamarones del sol arrasando las tierras. Por contra, viejo el cuerpo, agradece su acaricia templada que le protege del aire cada vez más fresco soplando de todas partes al subir el monte.

Hay un dorado prístino en cada lugar y son frías las sombras. Octubre comenzó y fue trayendo estos matices que van relajando los campos. Lorenzo sube, le pesan las piernas, pero el calor le agotaba más; ahora sube con cierta holgura. Busca la soledad y el silencio de la ermita. Sin embargo, cuando aparece a la vista, algo le desconcierta: hay un camión pequeño y un par de coches aparcados. Quizá esté de obras.

Lorenzo avanza, se acerca y mira, pero no ve trajín alguno de laboreo. Se acerca más y oye voces en el interior de la construcción ascética. No es esto lo que esperaba, algo se le estropea dentro. Lorenzo asoma los ojos y ve la cancela abierta... Camina, penetra, hay cuatro hombres hablando, dándose explicaciones e instrucciones unos a otros. Tres son rubios, la piel enrojecida, extranjeros. El otro es español, a veces suelta un “¡Coño!” sonoro pero tranquilo. No se percatan de su presencia.

Lorenzo observa lo que parece un piano pequeño; más allá, dejado caer sobre un sillón, una especie de violín grande y anguloso. También hay micrófonos colgados de altos soportes y cables, muchos cables desparramados por el suelo, yendo todos a parar a una mesa llena de botones, junto a las velas de las promesas y a unos cuantos exvotos que penden, envejecidos, de la pared.

-¡Hola!, ¡buenas tardes! Paisano: ¿va usted a quedarse?

La música, de Francisco Silvera
Lorenzo sonríe y con su gesto se entrega a lo que este hombre manda; sonríe sin sometimiento, con amabilidad y comprensión, a expensas de lo que pueda engordar su curiosidad.

-Verá, vamos a grabar. Sólo quería pedirle que, una vez hayamos empezado, se m
antenga usted en el máximo silencio hasta nueva orden, ¿de acuerdo?

-Lo que ustedes manden –dice agradecido Lorenzo.

Se sienta y mira. Uno de los extranjeros, que no para de reír, se dirige al piano y levanta la tapa; para sorpresa de Lorenzo, está pintada con una escena campestre en la que se ve a una jovencita, muy bien vestida, en un columpio. El hombre, barbudo y con ojos de loco feliz, se coloca delante del instrumento y, mientras todos callan, comienza a tocar con una mano una serie de notas sueltas con un timbre metálico, cristalino... Piensa Lorenzo en algún metal precioso que pudiera sonar así: el oro, es un teclado que hace emerger como preciosísimas picadas de oro, entrelazadas como lo harían los vidrios de una copa rota buscando recomponerse. Lorenzo sonríe alucinado.

-Esto es un clave, ¿no lo había oído nunca?

Lorenzo niega con la cabeza, muy callado por si acaso. Uno de los extranjeros hace unas señales y todos se preparan. De pronto comienza la maravilla, Lorenzo se sobrecoge; brota del teclado y del gran violín, acabado en una cabeza de sirena hermosísima, una música que recorre todos los recovecos de la ermita y parece perderse en las brisas del exterior. Uno y otro se van alternando las melodías, se persiguen, se encuentran y desencuentran, parecen pelear por la preeminencia y de la batalla surgen todas las cosas, todas hechas volutas de música, chiribitas de sonidos, pellizcos a las cuerdas que el arco frota o puntea cada tecla del clave. Lorenzo, extasiado, no sabe a cuál mirar; como un niño que viviera el estreno de un invento, observa absorto, todo hiperestesia, los oídos inundados de música, y placer, y alegría. En cada nuevo esbozo de melancólico timbre encuentra Lorenzo, concentrado, el dolor de una vida, el enigma de las cosas, el canto sublime de los campos y la luz sonochada del sol en caída.

Sonido y tiempo son lo mismo. Por ello, cuando paran, y el técnico dice algo en su propio idioma confirmando la bondad de lo sonado, Lorenzo cree volver a la vida desde el otro extremo del Universo. Nunca, nunca había oído algo así y, cuando ve que de nuevo hay alboroto, aplaude con fuerza y admiración.

-Gracias... Esto es una viola... Bonita, ¿verdad?

-Preciosa, muy bonita, y la música preciosa también –alcanza a decir un Lorenzo entre la emoción y el entusiasmo.

-Es Bach. ¿Lo conoce?

-Pues... no.

-El mejor –y rompe a reír el alocado clavecinista.

Lorenzo ríe y comienza a salir de la ermita como quien deja el auditorio tras un concierto, resonantes las armonías por dentro de su cabeza vieja y arrugada. Sale a la sierra y todo está remozado, el atardecer es hermoso como nunca y él está casi renacido, casi bautizado en esta fe que, gentes raras como aquéllas, parecen tener. El arrebol del Poniente, todavía fraguándose, parece un eco de la música; el verdor pardo de los montes, su consecuencia, y Lorenzo nota su caminar acompasado. Pero, de repente, Lorenzo siente que estas emociones, estos recuerdos han de perderse por siempre y sin remisión, y no es miedo, miedo jamás, sino una tristeza casi tan hermosa como la música que acaba de oír: y Lorenzo comprende que los mismos demonios que poseyeron al compositor, ahora, se aferran, con garras de gerifalte, en la madre de su alma, en su puro corazón. Y desciende en volandas.



Francisco Silvera


de Libro de los silencios



La música, de Francisco Silvera



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