Para la sección de Narrativa del blog Ancile traemos una nueva entrada con un texto de nuestro querido amigo, poeta y narrador, Francisco Silvera. Relato extraído de su galardona publicación Libro de los silencios; el texto en cuestión lleva por título La música.
Quien suspenda las pavesas de la
noche en los cielos ya va haciéndolo antes, cada día un momento antes. El
verano, el ardor de la canícula empieza a tener esa pátina de los recuerdos,
esa fragilidad que, si llega a ser forzada, extravía lo real y se pierde en el
tiempo. Lorenzo asciende a la ermita y ya no siente los flamarones del sol
arrasando las tierras. Por contra, viejo el cuerpo, agradece su acaricia
templada que le protege del aire cada vez más fresco soplando de todas partes
al subir el monte.
Hay un dorado prístino en cada
lugar y son frías las sombras. Octubre comenzó y fue trayendo estos matices que
van relajando los campos. Lorenzo sube, le pesan las piernas, pero el calor le
agotaba más; ahora sube con cierta holgura. Busca la soledad y el silencio de
la ermita. Sin embargo, cuando aparece a la vista, algo le desconcierta: hay un
camión pequeño y un par de coches aparcados. Quizá esté de obras.
Lorenzo avanza, se acerca y mira,
pero no ve trajín alguno de laboreo. Se acerca más y oye voces en el interior
de la construcción ascética. No es esto lo que esperaba, algo se le estropea
dentro. Lorenzo asoma los ojos y ve la cancela abierta... Camina, penetra, hay
cuatro hombres hablando, dándose explicaciones e instrucciones unos a otros.
Tres son rubios, la piel enrojecida, extranjeros. El otro es español, a veces
suelta un “¡Coño!” sonoro pero tranquilo. No se percatan de su presencia.
Lorenzo observa lo que parece un
piano pequeño; más allá, dejado caer sobre un sillón, una especie de violín
grande y anguloso. También hay micrófonos colgados de altos soportes y cables,
muchos cables desparramados por el suelo, yendo todos a parar a una mesa llena
de botones, junto a las velas de las promesas y a unos cuantos exvotos que
penden, envejecidos, de la pared.
-¡Hola!, ¡buenas tardes! Paisano:
¿va usted a quedarse?
-Verá, vamos a grabar. Sólo
quería pedirle que, una vez hayamos empezado, se m
antenga usted en el máximo
silencio hasta nueva orden, ¿de acuerdo?
-Lo que ustedes manden –dice
agradecido Lorenzo.
Se sienta y mira. Uno de los
extranjeros, que no para de reír, se dirige al piano y levanta la tapa; para
sorpresa de Lorenzo, está pintada con una escena campestre en la que se ve a
una jovencita, muy bien vestida, en un columpio. El hombre, barbudo y con ojos
de loco feliz, se coloca delante del instrumento y, mientras todos callan,
comienza a tocar con una mano una serie de notas sueltas con un timbre
metálico, cristalino... Piensa Lorenzo en algún metal precioso que pudiera
sonar así: el oro, es un teclado que hace emerger como preciosísimas picadas de
oro, entrelazadas como lo harían los vidrios de una copa rota buscando
recomponerse. Lorenzo sonríe alucinado.
-Esto es un clave, ¿no lo había
oído nunca?
Lorenzo niega con la cabeza, muy
callado por si acaso. Uno de los extranjeros hace unas señales y todos se
preparan. De pronto comienza la maravilla, Lorenzo se sobrecoge; brota del
teclado y del gran violín, acabado en una cabeza de sirena hermosísima, una
música que recorre todos los recovecos de la ermita y parece perderse en las
brisas del exterior. Uno y otro se van alternando las melodías, se persiguen,
se encuentran y desencuentran, parecen pelear por la preeminencia y de la
batalla surgen todas las cosas, todas hechas volutas de música, chiribitas de
sonidos, pellizcos a las cuerdas que el arco frota o puntea cada tecla del
clave. Lorenzo, extasiado, no sabe a cuál mirar; como un niño que viviera el
estreno de un invento, observa absorto, todo hiperestesia, los oídos inundados
de música, y placer, y alegría. En cada nuevo esbozo de melancólico timbre
encuentra Lorenzo, concentrado, el dolor de una vida, el enigma de las cosas,
el canto sublime de los campos y la luz sonochada del sol en caída.
Sonido y tiempo son lo mismo. Por
ello, cuando paran, y el técnico dice algo en su propio idioma confirmando la
bondad de lo sonado, Lorenzo cree volver a la vida desde el otro extremo del
Universo. Nunca, nunca había oído algo así y, cuando ve que de nuevo hay
alboroto, aplaude con fuerza y admiración.
-Gracias... Esto es una viola...
Bonita, ¿verdad?
-Preciosa, muy bonita, y la
música preciosa también –alcanza a decir un Lorenzo entre la emoción y el
entusiasmo.
-Es Bach. ¿Lo conoce?
-Pues... no.
-El mejor –y rompe a reír el
alocado clavecinista.
Lorenzo ríe y comienza a salir de
la ermita como quien deja el auditorio tras un concierto, resonantes las
armonías por dentro de su cabeza vieja y arrugada. Sale a la sierra y todo está
remozado, el atardecer es hermoso como nunca y él está casi renacido, casi
bautizado en esta fe que, gentes raras como aquéllas, parecen tener. El arrebol
del Poniente, todavía fraguándose, parece un eco de la música; el verdor pardo
de los montes, su consecuencia, y Lorenzo nota su caminar acompasado. Pero, de
repente, Lorenzo siente que estas emociones, estos recuerdos han de perderse
por siempre y sin remisión, y no es miedo, miedo jamás, sino una tristeza casi
tan hermosa como la música que acaba de oír: y Lorenzo comprende que los mismos
demonios que poseyeron al compositor, ahora, se aferran, con garras de gerifalte,
en la madre de su alma, en su puro corazón. Y desciende en volandas.
Francisco Silvera
de Libro de los silencios
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