sábado, 13 de marzo de 2021

"LIBRO DE LOS SILENCIOS", DE FRANCISCO SILVERA

 Para la sección Editoriales amigas, del blog Ancile, nos complace traer unos relatos de nuestro querido amigo y gran escritor Francisco Silvera, en dos entregas;  recogemos algunos de las breves narraciones que integran la edición de Libro de los silencios, premio de la Crítica de Andalucía, en edición  tan cuidada como acostumbra a llevar a cabo Ediciones de Aquí (e.d.a.), y que si no han tenido ocasión de leerlo, desde aquí lo recomendamos vivamente.




El libro de los silencios, Francisco Silvera






LIBRO DE LOS SILENCIOS,


DE FRANCISCO SILVERA





 

 

 

Libro de los silencios, Francisco Silvera
De J. P. Suárez






La Huerta del Sordo




Lorenzo no sabe por qué llaman a su casa la Huerta del Sordo. Todo tiene un motivo. Ya era la Huerta del Sordo cuando llegó. A fuerza de soledad, la casa y el hortal se han hecho compañeros. Lorenzo quiere a esta tierra; piensa en Juanillo, en cómo derribarán su casa y con ella cualquier recuerdo del hombre; la higuera, resistente a las generaciones, sucumbirá a una pala mecánica apenas en unos minutos, terminando despedazada en los hogares de otras familias lejanas e ignorantes que quieran quemar esa leña. Mira Lorenzo su tierra y siente pena.

Se oye el barullo de un tren. Después: silencio. La casa de Lorenzo está rodeada de encinas, chaparros, alcornoques... A veces surge de la tierra una cresta de pizarra gris oscura, a sus pies crecen mejor los acebuches, y el lentisco desaforado agarra y medra donde quiere y se le permite. Unos metros delante del frontal, el terreno entra en declive y profundiza formando parte de una hoyada, resto de una torrentera que sigue su curso hasta desaguar en una gran lengua de tierra reverdecida; a lo lejos se ve el pueblo. Desde la casa de Lorenzo, elevada en una orilla de este valle, se extiende el mundo.

A Lorenzo le gusta reposar la mirada en el horizonte. Su casa es un fortín, una atalaya, un púlpito desde el que todo sermón consiste en mirar, y ahí está la única verdad que Lorenzo concibe. Todo padecer, las angustias que, muy de vez en cuando, atenazan su corazón: vuelan en el sentido de la torrentera hasta hacerse tierra y rocalla.

Hace mucho que no corre por allí el agua. Han crecido almendros, nogueras, en algunos recodos alguien plantó vides y también melocotoneros. Son vestigios de la abundancia unas acequias y pozos, hoy cegados, que ya no riegan nada. Dentro de un pozal hay matorrales abundantes y en uno de ellos, como en casa de Juan, una higuera imposible nació en el adobe del interior, brotando su ramaje como un esplendor de madera y aguas que no están. A Lorenzo, llegado el tiempo, le gusta acercarse a coger su fruto fácil.

La Huerta del Sordo no tiene vallas. Se llega a ella por caminos muy distintos, aunque casi nadie los frecuenta. Vive Lorenzo solo con su terrazgo, allí pasa los días hasta que le hace falta algo de La Venta o el pueblo. Lorenzo no es de mucho hablar. No entiende el paso del tiempo sin la grita de las aves, el tronar del cielo, el crepitar del sol o el roce aguanoso de las brisas y las lluvias.

Cae la tarde y Lorenzo nota la frialdad en el pecho. Se sienta a la puerta de su casa con las piernas descansadas; ve caer la lumbre del sol, cómo todo se dora y humedece, cómo cambian los tonos; y las cosas, siendo las mismas, se hacen noche. El hombre mira con sus ojillos escondidos, encerrados entre pieles, desde la altura contempla los huertos geométricamente sembrados, oye a distancia un rumorcillo que podría ser el pueblo, pero se le montan los campos encima hasta asordarle los sentidos, hasta convertir todo fragor de vida en un silencio tranquilo, casi dormido, paciente.

Mirando las tierras, piensa Lorenzo por qué se matarán los hombres. Habrá canallas, si no: no se explica uno; lo que nos hace falta está al alcance de las manos. Habrá gente que quiera más, pero a Lorenzo no le parece que sea ésta buena manera de vivir. Lorenzo no quiere hermandades, ni grupos ni pueblos, todo le suena a complicado y enredoso; el mundo es muy grande y fértil, quien no tenga que se acerque, repartiendo las tierras hay para todos. Y que agachen el lomo, porque Lorenzo llama trabajar a la faena del campo; cuando quiera uno más de lo que pueda comer ha de emplearlo para no doblarse, y volverán los canallas. Mejor no pensar en los hombres.

El sol cae anaranjado, con una aureola que anuncia aguas. En realidad, antes Lorenzo preveía cuando iba a llover. Ya cambió el clima. Sabe Dios. Todo está transformándose, quizás para bien; o para mal. Observando la misma arboleda de siempre siente que son otros los que están ajando el tiempo, pero ¿qué puede hacer?

Hay un silencio grande de sonochada. No oyó nunca silencio igual. Está como sordo; a lo mejor por esto se llama su casa la Huerta del Sordo. Quién sabe.

 

 

La desidia

 

 

 

Aún no se ha decidido el tiempo. Es la tarde; desde la Huerta del Sordo, Lorenzo ve cómo los cielos se abalanzan sobre él, unos cúmulos grises que se podrían tocar. La primavera viene de camino, se ve en las cunetas, en el azul ponzoñoso entre tanto verdor, ora oculto ora manifiesto, de las borrajas.

Pero la grisura del celaje, el sol a ratos, todavía no dejan que las amapolas salpiquen los esteros amarillos de jaramagos. El invierno no ceja de lanzar su ventolera; por todo el desaguadero, por todo el valle ve Lorenzo subir los aires fríos, tiempos todavía con placidez de brasas, refugio y soledad en las noches.

Lorenzo, algunas tardes, se sienta en la entrada de su casa y mira a la naturaleza ocurrir. Piensa, y se acuerda del chaval apesadumbrado por tantas ideas; tiene toda la razón, todo el mundo la tiene, porque todo el mundo sabe la verdad: estas cosas de ahora son una terrible confusión del hombre, estamos hechos para el laboreo, para morir cuando sea el momento, para penar con gusto en la briega diaria. Pero, ¿quién es él para hacer este discurso por ahí? ¿Quién es para contestar, siquiera, al muchacho inteligente? No hubo cambio, y ya no cambiará; sea esto lo poco que tenemos, con ello hemos de vivir.

Mira Lorenzo hacia la tarde, que reposa en los cielos, en los almendros, las encinas, acebuches, alcornoques, higueras, limoneros y en una morera vieja, sin hojas todavía, toda ramaje torcido. Mira la tarde en las mareas de cantos de pájaro, en los cambiantes tonos de la verdura en la distancia, en ese zumbar perenne de la sierra viva... Y la tarde pasa.



Francisco Silvera,

De Libro de los silencios

 

 


El libro de los silencios, Francisco Silvera


1 comentario:

  1. Magnífica obra. Muy recomendable y muy merecido el premio. Grande Silvera.

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