Entre la poesía y la filosofía discurren estas reflexiones sobre un tema recurrente en este blog, cuya entrada lleva por título: Cuando éramos felices teníamos otros nombres, y para la sección de Pensamiento del blog Ancile.
CUANDO ÉRAMOS FELICES
TENÍAMOS OTROS NOMBRES
Será muy cierto aquello de: cuando éramos felices –y con humildad yo amplío, y emancipados- teníamos otros nombres , si era la más tierna juventud la que se evoca; así es que, casi no me reconozco en esta nueva lid después de tantos años con la que el ser de este relato persevera con nuevo nombre. En liza, pues, debato muy lejos (o quizá no tanto) del común de mis genuinas y acostumbradas atenciones en nombrar con la palabra poética el mundo: con el verso a la poesía juré amistad devota y, aún eterna afección; en su resplandor fijé mi descendencia, si alguna en verdad con dignidad hubiere de recordarse. Sin embargo, este manual raro que versa en prosa sobre asunto para muchos en demasía extravagante, ha sido y es el fuego que obsede lo más hondo la gracia o la desgracia del espíritu de no pocos hombres, vengo a referirme a la nada.
Pero, si la materia de este libro sopesa nada menos que la nada, de sus vigilantes afanes no vean en este epítome del no ser un grave tratado de la ciencia (física, sobre todo); no será tampoco de filosofía (a lo menos metafísica), porque nunca tuvo pretensiones de serlo. Encomendar quise mi infinita curiosidad de poeta tocando en lo que fuese posible, con el eco de algunos versos al principio de cada capítulo por librar a la infecunda prosa de la maldición de su esterilidad y dar la elocuencia definitiva a lo que acaso sea del todo indescriptible: la nada, insisto.
Porque no interpreten mal la índole de mis reservas en este introito, quizá inopinado para el lector atento, debo decir que, no obstante, la ciencia y la filosofía pueblan abundantemente y con todo reconocimiento la argumentación de este insólito compendio. Grave contradicción, pues, verán ya de inicio en esta crónica de la nada, que no pretendiendo ser de ciencia ni de filosofía, recurre y desborda ambas disciplinas en el discurrir de su extraña leyenda y compleja descripción. Al trance al que me expongo (y arrastro acaso al lector) hace buscar en mí mismo lo que en mí mismo no hay, pues no soy físico ni filósofo, aunque a ambas disciplinas les deba muchísimo, incluso en mi condición de poeta.
Francisco Acuyo
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