Publicamos el interesante trabajo titulado El poeta, del profesor Francisco Linares Alés, ofrecido en su momento en la Revista Jizo de Humanidades en el número 2-3. Reflexión harto interesante sobre la figura del poeta popular, que resultar aplicable de forma general a ese concepto, aunque en este caso excusada en el personaje del poeta Miguiñas (José Martín Ortega). Lectura por tanto muy recomendable para todos los interesados en el fenómeno literario y sociológico de la poesía centrada en un personaje singular como el que ofrece este trabajo.
José Martín Ortega (Miguiñas) |
EL POETA
«Lo lamentable
–me dicen– es precisamente eso: ser prisionero de la Necedad, errar, ser
engañado, vivir en la ignorancia.» Muy al contrario: eso es ser hombre.
(Erasmo, Elogio de
la locura)
En el mar de la duda en que bogo
ni aún sé lo que creo;
sin embargo estas ansias me dicen
que yo llevo algo
divino aquí dentro.
( Gustavo Adolfo Bécquer)
En los años
cuarenta y hasta
mediados de los cincuenta , fue muy conocido en esta ciudad un joven de
estatura mayor de la corriente, vestuario chocante y guedejas de Nazareno, que
tenía el apodo –o seudónimo literario, según se entienda– de Miguiñas. Era
poeta.
Como quien esto escribe no puede evitar
querer saber de todo lo que concierne a la poesía, pregunté a una persona
mayor, casi al azar, por él.
—Era poeta, pero un inocentón, un
buenazo. Si hubiera sido listo habría llegado a ser un poeta reconocido.
La persona que me lo dijo es un hombre
iletrado que jamás ha leído un poema, y aparte de esa sorprendente
contraposición implícita entre bondad e inteligencia, me dio qué pensar su
información. ¿Cómo afirma tajantemente que era poeta si no era reconocido?
¿Quiénes tenían que reconocerlo como poeta? ¿No se hallarán enfrentados
distintos puntos de vista por mor de dicho poeta?
Cabe aclarar de antemano que el mismo
Miguiñas era obstinado recitador de los versos que componía, muchas veces
improvisadamente, pero publicó escasísimas composiciones, en periódicos.
Antonio Serralvo, un amigo pedagogo, ha contribuido a que tengamos por escrito
algunos de sus textos, y cómo no, defiende su presencia dentro de nuestra no
muy extensa memoria cultural.
El poeta con su madre y su hermana |
Después de algunas indagaciones he
pensado redactar esta especie de vita inspirada en las de los trovadores
provenzales. La finalidad no es ni mitificar ni desmitificar al personaje, pues
al fin y al cabo sólo se le conoce localmente, sino avivar los interrogantes
que su periplo vital despierta sobre otro mito más extendido: el del poeta y la
poesía.
Desde una localidad cercana, cuando era
niño José Martín Ortega –que este era su nombre de pila– se vino con su familia
a vivir aquí. Estudió dos años con los franciscanos hasta que en 1931 el
laicismo político republicano obligó a los frailes a marcharse. Siguió seis
años más con un maestro particular al que apodaban «El cojo». Seguramente dejó
de estudiar en los comienzos de 1937, pues el 8 de febrero entraron los
nacionales y cabe pensar que por esas fechas ya no sólo el maestro sino la
escuela andarían mal. Por lo demás, sabido es que la cultura de la ciudad en
los años cuarenta se vio tan escasa como los pucheros.
El pequeño privilegio de aprender hasta
los quince años a leer y escribir debió servirle de poco, porque como cualquier
persona sin arrimos, estaba destinado a permanecer en las filas del pobreterío
–pobre se solía denominar la persona que sustentaba a su familia con un
salario, con lo cual pobreterío era la traducción llana del término
proletariado–. Tampoco su formación fue muy esmerada, pues ya sea por la santa
ignorancia de los franciscanos o por las limitaciones del otro maestro, en sus
escritos respeta poco la ortografía, que es por donde, según se dice, comienza
a mostrarse la «buena educación».
Sobre su
inteligencia son posibles
las más variadas conjeturas. No era listo, ni disciplinado, pero sí un gran
observador que podía darse cuenta de muchas cosas que las mentes calculadoras
dejan de lado, incluso de la posibilidad de abrir caminos a la dicha en medio
de las limitaciones de lo real. No obstante, tenía conciencia de esas
limitaciones, y quizás por eso, todavía joven abandonó su obstinación de ser
poeta, un estatus, por lo demás, bastante disputado.
En zonas rurales y urbanas donde pervive
la tradición, se siguen componiendo coplas, generalmente para ser cantadas, y
en algunos casos se improvisan en el momento de su ejecución. Sus artífices son
los troveros, com-parsistas, festeros –que así se llaman a los que sacan y
cantan letras de fandangos o ver- diales–, y otras personas con ocupaciones
semejantes. Estos compositores reciben la denominación de poetas, y llegan a
adquirir renombre como tales en debates o disputas poéticas. Pero su arte y
gracia, ni son los que viene teorizando la estética literaria desde el
Romanticismo, ni les lleva a considerar la poesía como una forma de vida y destino
personal.
En efecto, pertenece a una estirpe
diferente y goza de un prestigio distinto este otro poeta que, aunque tenga
también la palabra como material de trabajo, resulta de una concepción y
práctica cultas. Es el apasionado, el maestro de moral, el comprometido con el
progreso de la sociedad, el que va a contracorriente, el de la excelsa
espiritualidad, el maldito... e incluso lo que desde ahí se entiende por poeta
del pueblo no es exactamente el poeta folklórico antes considerado.
Ocurre sin embargo que estas
concepciones cultas se han popularizado y calado en la conciencia de personas
sin ilustración estético-literaria, pero que, por otra parte, están
familiarizados con el mundillo de rimadores y autores de coplas.
Con su tío |
En el caso de Miguiñas, se puede
comprobar que hay una base folklórica, aunque más que una práctica del
folklore, sigue una idea del poeta como individuo decidor, ingenioso,
vituperador mordaz o generoso en el elogio, filósofo a su modo. Pero Miguiñas,
por otra parte, reproduce sobre todo la imagen del poeta culto, uno de cuyos
rasgos es lo que podemos llamar «el sacerdocio» de la poesía. Dicho sacerdocio
lleva a su vez al que lo practica a renunciar a las formas convencionales de
vida para rendir con la suya, al unísono con su palabra, culto a la poesía.
Así, nuestro melenudo, perezoso, célibe,
viajero, trapicheador, se está acogiendo a una cierta imagen del poeta moderno,
pero en una ciudad pequeña, todavía apegada al campo y en la más inmediata
postguerra, donde no tenía sitio tal imagen. Tenía, eso sí, la audiencia
ocasional de numerosas personas que sin embargo no comprendían del todo el
sentido de su actitud y lo trataban con una mezcla de familiaridad y extrañeza.
Para ser poeta de élite le faltaba cultura libresca y aprendizaje, pero por
otro lado tampoco seguía las pautas marcadas por la tradición.
La primera regla de toda institución
social –y la poesía lo es–, es que esta
sea tomada en serio y respetada, so pena de no ser admitido nunca en ella. Para
los poetas que empiezan con modos nuevos hay una forma de proceder muy sabia
que consiste en renunciar por principio a las prerrogativas fatuas del poeta y
tratar de que sus escritos sean al menos tenidos en consideración. Miguiñas
comenzó al revés, y por ingenuidad dejó al descubierto la servidumbre que
impone la institución y acabó dando una patada al mito del genio y de la
liberalidad social para con el artista. En su perplejidad sólo acertaba a decir
que él no hacía mal a nadie.
Trabajó de poeta en un circo. Obedeció
así a su instinto nómada y en sus idas y venidas de feriante se encontró como
poeta profesional. El sueño de todo poeta es vivir de la poesía, y no se puede
negar que lo logró durante unos tres años en el circo de los Hermanos Palacios.
Pero se trata de un sueño inquietante, porque ¿y si por la remuneración el
poeta vendiera su dignidad? –cierta escritora me comentó indignada que tras una
intervención pública, el anfitrión y presidente del acto le pagó contándole los
billetes uno a uno a la vista del público todavía presente en la sala ¡qué
horror!–. Hay ciertas formalidades para sobrellevar la duda de cómo casar la
libertad del artista con la remuneración, sea ésta en éxito o en metálico,
aunque ni el artista ni ningún trabajador pueda resolver tal cuestión, nudo de Gordias
del capitalismo.
Amparado en la empresa Palacios, nuestro
poeta se pudo sentir un profesional, si bien su cometido era componer loas para
las localidades por donde el circo ofrecía sus espectáculos, como si se tratara
de la actuación de juglares o cómicos. Y, ya se sabe, tratándose de semejante
poesía hay una escala que va desde ser un Lope de Vega a pasar la gorra y
recogerla vacía.
Mas rodeado de malabaristas,
payasos, domadores, mujeres barbudas, el autor de loas corpereizó la imagen del
artista como clown o saltimbanqui. Así, en la práctica pudo añadir más poesía
al espectáculo circense, pero desbarató uno de los sueños del poeta moderno
–Jean Starobinski, Portrait de l’artiste en saltimbanque–.
La muerte temprana de Miguiñas, a la
edad simbólica de treinta y tres años, contribuyó a la creación de su propio
mito como iluminado y sacrificado.
El poeta moderno se ha reconocido como
un ser tocado por cierta gracia divina y al mismo tiempo como un ser
desgraciado. Estos ingredientes están entre los que nuestro poeta y sus oyentes
manejaban, pero con su muerte se viene a completar una suerte de construcción
mítica que confirma retrospectivamente esos ingredientes.
En un poema escrito horas antes de morir
parece hablar de sí mismo como enviado de Dios, con una actitud que su hermana
no logra entender si en realidad «era locura o sabiduría».
Además, en el margen de un poema suyo
impreso y con el sello de haber pasado la censura, incluye por esos días una
nota manuscrita con las siguientes afirmaciones:
«Esta poesía también tiene parte
de mi envenenamiento, todo porque quise cantarle al mundo mis verdades sin
perjudicar al Estado, pero me di cuenta que el Estado era protegedor del
capital avasallador del talento en complot de la ciencia médica, que son los que
[la última palabra no es del todo legible, pero bien pudiera ser «mandan» o
«matan»]»
Esta nota,
además de darle un
sentido político a su trayectoria, posibilita así mismo una lectura política de
su muerte. Falleció, según el certificado médico correspondiente, por angina de
pecho, pero también se rumorea que la muerte pudo estar provocada bajo órdenes
de un potentado del régimen. Son dos versiones de lo ocurrido, una es la
verdadera y otra la verosímil, pero, en lenguaje aristotélico, lo verosímil es
más creíble que lo verdadero porque se corresponde mejor con los hábitos
perceptivos de un pueblo que siempre paga caros sus desahogos.
A lo tonto a lo tonto llegó a inquietar
con sus dichos y hechos a los defensores del envaramiento social y cultural, y
finalmente, muy a su pesar, mostrar lo fácil que prende la noticia del poeta
sacrificado.
Incluso entre quienes no entiendan de
romanticismos, modernidades o postmodernidades, la personalidad de Miguiñas
despierta todavía interés, porque en la memoria oral de una comunidad obtienen
siempre un sitio precisamente los individuos que han destacado por sus
habilidades orales. La imagen de éstos cautiva más si además han protagonizado
hechos curiosos o memorables, hasta el punto de que los mismos, aun siendo de
poca importancia, se van agrandando con el tiempo en detrimento de unos textos
que al final nadie recuerda. Así, el poeta sin obra consistente, acaba
convirtiendo su vida en un estímulo cultural mayor que el de sus propios
textos.
Pero también sabemos que el poeta
moderno ha querido hacer de su propia vida un poema. La de Miguiñas, si bien no
representa un logro artístico, tiene mucho de metapoesía. El que, aunque sea
sin proponérselo, nos ayude a reflexionar sobre el dispositivo mitificador de
la poesía, es un mérito ¡de poeta! que siempre habrá que reconocerle y
agradecerle.
Muy interesante el análisis del profesor Francisco Linares Alés sobre la vida tan singular de Miguiñas. Mientras lo leía no podía dejar de compararlo con tantos ejemplos que venían a mi mente.
ResponderEliminarGracias, Francisco.
Un saludo cordial.
Jeniffer Moore