DE LA NOCHE OSCURA A LA NOCHE CANALLA:
UN PASEO PERSONAL POR LA POESÍA GRANADINA,
POR EDUARDO CASTRO.
“De noche iremos, de noche,
sin luna iremos, sin luna,
que para encontrar la fuente
sólo la sed nos alumbra”.
Luis Rosales, inspirándose en San Juan de la Cruz, dejó en su Retablo de Navidad estos versos que acabo de leerles y con los que quiero invitarles hoy a acompañarme en mi paseo personal por la poesía “nocturna” granadina, es decir, a través de aquellos poemas con la Noche como tema lírico principal o hilo conductor imprescindible. Con varias advertencias previas, a saber: la primera, que se trata de una especie de antología poética cuya selección responde única y exclusivamente a criterios de índole personal, y no de orden crítico, teórico o de cualquier otra consideración, ni siquiera cronológica; la segunda, que me he ceñido sólo a la poesía en castellano, por lo que se me quedarán fuera delicadas composiciones de los poetas granadinos en lengua árabe; y la tercera, que aunque algunos de los poetas incluidos en mi paseo no nacieran en Granada, distintas circunstancias convierten su obra a mis ojos en granadina auténtica.
El ejemplo primordial de esto lo constituye, sin duda, la figura y la poesía de San Juan de la Cruz, que no en vano pasó en el convento carmelita del Campo de los Mártires los años decisivos tanto para su vida religiosa como para su literatura. Y aunque no fuera allí donde comenzó a escribir su más famosa composición, el Cántico espiritual, sí fue donde lo revisó y terminó, así como donde hizo la posterior y definitiva reestructuración de la obra. Durante los seis años que San Juan pasó como prior al frente del convento granadino, Juan de Yepes escribió también allí el último de sus grandes poemas y probablemente, como me contaba Amancio Prada al pie del famoso “árbol de San Juan” en el Carmen de los Mártires, en marzo de 1983, con motivo de su primera interpretación en Granada de su hermosa versión musical del Cántico, el poema que comienza con el verso “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre”. Así, al menos, quiso creerlo el cantante del Bierzo, oyendo el continuo rumor de agua que escuchaba en el Carmen. “Me imagino aquí al frailecico metido en una cueva y desvaneciéndose en el aire”, me dijo entonces Amancio, para quien la experiencia se trataría de “una especie de despersonalización, pero también del inicio de un proceso de la mística”.
Pero vayamos ya al grano y dejémonos llevar por los versos de San Juan, que en su Noche oscura del alma nos ofrece estas sus primeras
Canciones del alma
En una noche oscura
con ansias en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada,
a oscuras y segura
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa
en secreto que nadie me veía
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía
en sitio donde nadie aparecía.
¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!
En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba.
El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
y en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
También a las Canciones del alma que conoce a Dios pertenece el Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por Fe, popularmente conocido por su primer verso, el que a Amancio Prada le hizo suponer en el Carmen de los Mártires la inspiración terrenal para su composición por el fraile poeta.
Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por Fe
Qué bien sé yo la fonte que mana y corre
aunque es de noche.
Aquella eterna fonte está escondida,
que bien sé yo do tiene su manida
aunque es de noche.
Su origen no lo sé, pues no le tiene,
mas sé que todo origen della viene,
aunque es de noche.
Sé que no puede ser cosa tan bella,
y que cielos y tierra beban della,
aunque es de noche.
Bien sé que suelo en ella no se halla,
y que ninguno puede vadealla,
aunque es de noche.
Su claridad nunca es escurecida,
y sé que toda luz della es venida,
aunque es de noche.
Sé ser tan caudalosas sus corrientes,
que infiernos, cielos riegan, y las gentes,
aunque es de noche.
El corriente que nace desta fuente
bien sé que es tan capaz y tan potente,
aunque es de noche.
El corriente que de estas dos procede
sé que ninguna dellas le precede,
aunque es de noche.
Aquesta Eterna fuente está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche.
Aquí se está llamando a las criaturas
porque desta agua se harten, aunque a oscuras,
porque es de noche.
Aquesta viva fuente que deseo
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche.
Volvamos de nuevo ahora a Luis Rosales, quien antes de su Retablo de Navidad y los versos con los que inicié mi intervención, ya en el Poema del aprendiz y el discípulo (1935-1938), incluido en
su obra Segundo Abril [1972], había usado el tema de la noche y la luna en el poema titulado “Contigo”, del que quiero leerles las siguientes estrofas:
Contigo
No hay noche, no hay luna, no
hay sol cuando estoy contigo,
tiemblo de quererte tanto,
tiemblo de sentirme vivo,
tiemblo de saber que un día
la espuma se lleva al río,
y en el corazón del hombre
se lleva al tiempo el olvido.
No hay luz, no hay jardín, no hay
noche de otoño contigo,
¡quisiera que se acortara
el tiempo cuando te miro!
contigo para perderme,
para salvarme contigo,
contigo, Abril, para siempre
por los siglos de los siglos.
Pero de todos los poemas de Luis Rosales con la noche como tema central, mi preferido es sin duda el titulado “En la noche final de la ausencia el poeta piensa en la amada y la lluvia que los une”, que dice así:
En la noche final de la ausencia el poeta piensa en la amada y la lluvia que los une
Nada tengo de ti, sólo una lenta
comunidad de sombra en la mirada,
y esta necesidad desesperada
que crece sin vivir muerta y violenta.
Dura la sombra hasta que viene el día
y el sol entre los hombres se reparte,
¡qué color tendrá el ojo al contemplarte
si así lo enciende ya tu cercanía!
Mis ojos que en el viento están impresos
miran la noche y a crecer empieza
este quieto empujón de la tristeza
que gasta el andamiaje de mis huesos.
El alba es la inocencia de la aurora,
cuando venga la luz vendrá contigo,
la lentitud del cielo es un castigo
y una habilitación que siento ahora.
Si el sol andando a pie viene en mi ayuda,
aún le falta su luz a la mañana,
no puedo verte y la memoria es vana,
no puedo hablarte y la palabra es muda.
La ausencia tiritante y aleada
se acorta convirtiéndose en espera,
si ceniza de ayer es la ceguera,
ceniza de esperar es la mirada.
La noche que es inútil como un ruego
va maniatando al mundo en su atadura,
y deja en el mirar la quemadura
de ti que me hace verte o me hace ciego.
Para volverte a ver sólo es preciso
que el lucero del alba empiece el vuelo
sobre La Golondrina, y en el cielo
haya un lento deshielo circunciso.
Tengo la sangre convertida en plomo
y la esperanza convertida en fe,
vivir para mirar sin saber qué,
mirar para temblar sin saber cómo.
Si el cielo dice que la luz vendrá
el sol está esperando todavía...
¡qué fuerza le da al hombre la alegría!,
ando tu sombra que en el suelo está.
Los ojos viven lo que están buscando
y hablo en voz alta para estar contigo;
puedo decir: Vendrás, y si lo digo
mañana es sólo una palabra andando.
¿En la lluvia mis manos reconoces?
tal vez nos está uniendo en sus extremos,
y en este mismo instante ya tenemos
un solo corazón que habla a dos voces.
No puedo más, no puedo más, la cita
que hace girar al cielo ya no ceja,
y vienes con la luz como se deja
una palabra en el papel escrita.
El tiempo lañador y transitivo
va dejando en el aire tu traslado;
ya nos empieza a unir y ya ha empezado
la extraña gloria de sentirme vivo.
La ausencia es una luz interrumpida,
el cielo palidece y azulea,
la espera terminó; llega la vida.
Desde los versos de Luis Rosales, la memoria me conduce de inmediato a los de su amigo Federico, nuestro inmortal García Lorca, quien, a pesar de no llevar la palabra noche al título de casi ninguno de sus poemas, nos dejó distintas y hermosas composiciones poéticas a ella dedicadas, empezando por ésta de su Libro de poemas [1921], titulada “Hora de estrellas” y fechada en 1920, que encierra en sus tres primeros versos una de las figuras más hermosas a mi entender de toda esta lectura. Juzguen ustedes:
Hora de estrellas
El silencio redondo de la noche
sobre el pentagrama
del infinito.
Yo me salgo desnudo a la calle,
maduro de versos perdidos.
Lo negro, acribillado
por el canto del grillo,
tiene ese fuego fatuo
muerto
del sonido.
Esa luz musical
que percibe
el espíritu.
Los esqueletos de mil mariposas
duermen en mi recinto.
Hay una juventud de brisas locas
sobre el río.
En “la noche de Santiago” sucede la acción del famoso romance lorquiano de “La casada infiel”, incluido en el Romancero gitano [1928] y cuya inspiración se debe a una copla anónima que Federico oyó por primera vez en un cortijo de la Alpujarra cercano a Órgiva, donde el poeta había ido de excursión con unos amigos y donde, después de escuchar por la noche una copla por soleares cantada por el hijo del cortijero, uno de los contertulios, antes de retirarse todos a la cama, retó a Lorca a componer un poema a partir de aquella letra. Y a la mañana siguiente, en el camino de regreso hacia Órgiva, Federico les recitó la primera versión de su popular romance.
La casada infiel
Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.
Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua
me sonaba en el oído,
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos.
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido,
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río.
Pasadas las zarzamoras,
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.
Yo me quité la corbata.
Ella se quitó el vestido.
Yo el cinturón con revólver.
Ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo.
La luz del entendimiento
me hace ser muy comedido.
Sucia de besos y arena
yo me la llevé del río.
Con el aire se batían
las espadas de los lirios.
Me porté como quien soy.
Como un gitano legítimo.
Le regalé un costurero
grande de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.
Pero de todos los poemas “nocturnos” de Lorca, mi preferido es, con diferencia, su “Ciudad sin sueño”, subtitulada como “Nocturno del Puente de Brooklyn”, de Poeta en Nueva York [1930].
Ciudad sin sueño
No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la rodilla;
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.
No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero no hay olvido, ni sueño:
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.
Un día
los caballos vivirán en las tabernas
y las hormigas furiosas
atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.
Otro día
veremos la resurrección de las mariposas disecadas
y aún andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos
veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.
¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
A los que guardan todavía huellas de zarpa y aguacero,
a aquel muchacho que llora porque no sabe la invención del puente
o a aquel muerto que ya no tiene más que la cabeza y un zapato,
hay que llevarlos al muro donde iguanas y sierpes esperan,
donde espera la dentadura del oso,
donde espera la mano momificada del niño
y la piel del camello se eriza con un violento escalofrío azul.
No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Pero si alguien cierra los ojos,
¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!
Haya un panorama de ojos abiertos
y amargas llagas encendidas.
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
Ya lo he dicho.
No duerme nadie.
Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,
abrid los escotillones para que vea bajo la luna
las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.
Y ahora, acercándonos más a los tiempos actuales, me gustaría recordaros aquí también la voz “nocturna” de algunos de los poetas con quienes he compartido vida y experiencias, empezando por el más querido de todos, el añorado Javier Egea, de quien he seleccionado dos de los varios poemas que él tituló con la palabra “noche”.
Si supieras la noche que me llena
Si supieras la noche que me llena,
cómo cultivo sombras en mi huerto,
cómo nado del mar al negro puerto
del océano triste de la pena.
Si supieras, amor, cómo resuena
–roto de soledad, pobre y desierto–
el acorde cansado, casi muerto,
de un recuerdo de amor sobre la arena.
Si supieras, amor, cómo labora
el labrador de penas que me ocupa
de sol a sol, con el antiguo arado.
Si supieras, amor, que soy ahora
el jinete más gris sobre la grupa
del más triste corcel acobardado.
Noche canalla
Yo no sé si la quise pero andaba conmigo,
me guiaba su risa por la ciudad tan gris.
Ella tenía en su boca colinas de Ketama
y el cielo de sus ojos me pintaba de añil.
Yo vi tantas estrellas como ella puso siempre
en aquel cielo raso como un paño de tul.
Ella llevaba el pelo como la Janis Joplin
y los labios morados como el Parfait-Amour.
La he perdido en un bosque de jeringas brillantes
por donde nos decían que se llegaba al mar;
se fue sobre un caballo de hermosos ojos negros,
por más que yo me muera no la podré olvidar.
Bajo el cielo ceniza me conducen mis piernas.
Esta noche no tengo ni esperanza ni amor.
Sólo queda el calor de mi pobre navaja.
Hoy me he visto la cara de un retrato-robot.
A pesar de sus ojos he salido a la calle,
a pesar de sus ojos me ha tocado vivir.
En un barrio de muertos me trajeron al mundo.
Esta noche canalla no respondo de mí.
Egea formó, junto a Luis García Montero y Álvaro Salvador, el trío fundador y principal componente de la corriente poética conocida como la “Otra sentimentalidad”, así bautizada por el profesor e ideólogo Juan Carlos Rodríguez. Traigo ahora, pues, un poema de cada uno de los dos compañeros de Javier, el titulado “Noche del mes de mayo”, de Salvador, y el “Nocturno” de Rimado de ciudad [1985], de García Montero.
Noche del mes de mayo
Quizá esta noche nos descubra nuevos,
a ti desnuda
y yo
vestido por la vida,
desnudo entre las luces
que proyecta tu cuerpo adolescente
sobre la triste sombra de los años.
Quizá esta noche nos descubra nuevos,
más sabia tú
y yo
con los ojos heridos,
con la mirada abierta
hacia el placer de verte y contemplarme
una vez más la piel enamorada.
Quizá esta noche nos descubra otros,
de diosa tú
y yo
de príncipe valiente que desvelara un sueño.
Nocturno
A Ángel González
Aplauden los semáforos más libres de la noche,
mientras corren cien motos y los frenos del coche
trabajan sin enfado. Es la noche más plena.
Ninguna cosa viva merece su condena.
Corazones y lobos. De pronto se ilumina
en su sillín con prisas la línea femenina
de un muslo. Las aceras, sin discreción ninguna,
persiguen ese muslo más blanco que la luna.
Pasan mil diez parejas derechas a la cama
para pagar el plazo de la primera llama
y firmar en las sábanas los consorcios más bellos.
Ellas van apoyadas en los hombros de ellos.
Una federación de extraños personajes,
minifaldas de cuero, chaquetas con herrajes
y el hablador sonámbulo que va consigo mismo,
la sombra solitaria volviendo del abismo.
Luces almacenadas, que brotan de los bares,
como hiedras contratan las perpendiculares
fachadas de cristal. Hay letreros que guiñan,
altavoces histéricos y cuerpos que se apiñan.
El día es impensable, no tiene voz ni voto
mientras tiemble en la calle el faro de una moto,
la carcajada blanca, los besos, la melena
que el viento negro mueve, esparce y desordena.
Yo voy pensando en ti, buscando las palabras.
Llego a tu casa, llamo, te pido que me abras.
La ciudad de las cuatro tiene pasos de alcohólica.
Desde el balcón la veo y como tú, bucólica
geometría perfecta, se desnuda conmigo.
Agradezco su vida, me acerco, te lo digo,
y abrazados seguimos cuando un alba rayada
se desploma en la espalda violeta de Granada.
De Antonio CArvajal, amigo y compañero de Academia, he seleccionado otros dos poemas, los sonetos titulados “Dame, dame la noche del desnudo” y “Noche entre dos labios”. Helos aquí:
Dame, dame la noche del desnudo
Dame, dame la noche del desnudo
para hundir mi mejilla en ese valle,
para que el corazón no salte, y calle:
hazme entregado, reposado y mudo.
Dame, dame la aurora, rompe el nudo
con que ligué mis rosas a tu talle,
para que el corazón salte y estalle:
hazme violento, bullidor y rudo.
Dame, dame la siesta de tu boca,
dame la tarde de tu piel, tu pelo:
sé lecho, sé volcán, sé desvarío.
Que toda plenitud me sepa a poca,
como a la estrella es poco todo el cielo,
como la mar es poca para el río.
Noche entre dos labios
La noche, entre dos labios distendida,
víctima iridiscente de la aurora,
con lluvia canta o gime o duda o llora
sobre la huella que dejó la herida.
Difícilmente abril lanza encendida
la corola dudosa de una hora;
clama en la lluvia el viento, el agua implora
cauce a su curso y lágrima vencida.
Pero dos manos limpias, delincuentes
porque recogen sólo la belleza,
dejan los labios quietos y sombríos.
¡Oh caricias soñadas e infrecuentes,
con la misma pasión e igual tristeza
que llevan a la mar llanto y rocíos!
De Enrique Morón, igualmente amigo y compañero de Academia, este otro titulado
Seco dolor en la noche
No sé. Quiero llorar. Pero es a veces
cuando el llanto no acude. Y es preciso
llorar. Y es necesario llorar. No sé.
Pero me invade un dolor por el cuerpo.
Un dolor seco de rastrojo. Estío
ha segado mis ojos y no puedo
llorar. Y es necesario llorar. Voy
camino de la muerte. Quizá quiera
morir. ¡Señor, sin una sola lágrima...!
Sin una sola lágrima morir
es algo cruel. Mordiéndome los labios
estoy aquí, cansado, en esta noche
de dolor seco, de dolor abrupto
como el tronco de un árbol. Esta angustia.
Esta quietud robusta. Y es preciso
llorar. Pero no puedo llorar. Soy
una gran piedra sobre la llanura,
un metal oxidado, un árbol seco.
Las noches pasan sobre mí. Las noches
no acaban de pasar. Ni un solo pájaro
canta. Ni una sola hoja se mueve.
Mis mejillas son tierra. Mis mejillas
son tierra con bolinas y cúspides.
Quiero llorar. Pero mi ojos miran.
De otro entrañable amigo al que me faltó tiempo para tenerlo también de compañero en la institución académica, nuestro querido y llorado José Heredia Maya, un soneto de su libro Poemas indefensos [1976] titulado
De tanta noche presumida y sola
Nido frutal tu risa si ofreciera
como cálido mar de transparencia
grises barcos cargados con la herencia
fugaz del ave en sombra, sueño y cera.
Qué noctámbula flor de primavera
la fiesta que viviste con mi ausencia
en soledad convierte la querencia
que le tiene tu amor a la quimera.
Hermoso arcángel, bello de tan triste,
de tanta noche presumida y sola,
de tan tierno repudio a la amapola,
qué tránsito de amor, qué verde tallo
ofreces en la brisa y se resiste
a este momento azul en que me callo.
Terminaré con un poema propio y otro de Ángeles Mora. El mío se titula “Para mí la noche”, publicado en mi libro Razón de vida [2007] e incluido en la antología de estas jornadas.
Para mí la Noche
“Noche fabricadora de embelecos,
loca, imaginativa, quimerista,
que muestras al que en ti su bien conquista
los montes llanos y los mares secos”.
(Lope de Vega, citado por José Hierro en el poema
“La noche”, del Libro de las alucinaciones, 1964)
Para ti la luz
descubridora de engaños.
Para mí esta noche
inmensa,
este oscuro eterno
y las hojas perennes
de sus estrellas.
Para ti la mañana
que espanta los miedos
y estrangula los sueños.
Para mí este negro
infinito de esperanzas.
Para mí el sueño,
la trabajada victoria
del pueblo, que soy
yo mismo.
Para ti la luz y el tiempo,
para ti el día
de las personas decentes.
Para mí la noche
que descubre los sexos
y acerca las almas.
Para mí la noche
de los conspiradores.
Para ti la luz
que muestra la vida.
Para mí esta noche inmensa
que me hace aprender la muerte.
Para mí esta fábrica
de olvidos.
Y el de Ángeles Mora, que participó del movimiento de la “Otra sentimentalidad” y goza desde entonces de la compañía consorte de Juan Carlos Rodríguez, este poema titulado
Buenas noches, tristeza
La vida siempre acaba mal.
Siempre promete más de lo que da
y no devuelve
nunca el furor,
el entusiasmo que pusimos
al apostar por ella.
Es como si cobrase en oro fino
la calderilla que te ofrece
y sus deudas pendientes
–hoy por hoy–
pueden llenar mi corazón de plomo.
No sé por qué agradezco todavía
el beso frío de la calle
esta noche de invierno,
mientras que me reclaman,
parpadeando,
sus ojos como luces de algún puerto.
Por qué espero el calor que se fue tantas veces,
el deseo
por encima de todas las heridas.
Pero acaso me calma una tibia tristeza
que ya no me apetece combatir.
Todo sucede lejos o se apaga
como los pasos que no doy.
La vida siempre acaba mal.
Y bien mirado:
¿puede terminar bien lo que termina?
A la pregunta de Ángeles Mora sólo puedo replicar que, en este caso, no podrá hacerlo (lo de terminar mi intervención) de la mejor manera, pues me callo yo para que hable otro ilustre amigo y compañero de Academia, nuestro eterno candidato al premio García Lorca de poesía, el insigne Rafael Guillén, de quien por cierto no he encontrado poema a cuento con el tema que ocupó mi búsqueda, a pesar del detenido rastreo realizado por los índices de los muchos libros suyos presentes en mi biblioteca. Con él les dejo. ¿Verdad que puede terminar bien lo que ya termina? Muchas gracias por su atención.
Eduardo Castro
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