Tercera entrega del post Zen y poesía.-
Nos acercamos al concepto de intuición de Spinoza, o a la conciencia creadora de Bergson; y a partir de aquí tal vez podamos esbozar un concepto de Zen acorde con el carácter apropiado para su entendimiento. D. T. Suzuki hablaba de: El arte de ver dentro de la propia naturaleza del propio ser que señala el camino de la servidumbre hacia la libertad. O como diría Eric Fromm (en referencia al Zen y al psicoanálisis): Libera nuestras energías naturales, impide la locura o la parálisis, y nos impulsa a expresar nuestra facultad para la felicidad y el amor, más allá de la realidad mental y paratáxica.[1]
La peculiar manera de conocer del Zen resulta ciertamente familiar al poeta, porque es una actividad de cognación o creadora que le emparenta con el proceso creativo poético en muchos aspectos, y también con la actividad de integración inconsciente a la que aspira el método psicoanalista; diríase que en todos los casos existe la pretensión de beber de esta fuente de inspiración creativa que late en el inconsciente, pues se acepta de algún modo que la conciencia que surge del caos de la percepción sólo afecta a una mínima parte de la realidad.
El Zen, como al poesía, se sitúan un paso más allá de la consciencia despertada del curso de la evolución, donde los hechos biológicos acaso quedan contaminados por el interés egocéntrico, donde se precisa depurar aquella interferencia intelectual, todo si, lo que se pretende, es vivir o crear en una vida de espontaneidad y libertad verdadera, para lo cual es sin duda totalmente necesario ese estar alerta (y de no conciencia convencional o adquirida), tan preciso para el proceso de creación. Mas este proceso creativo implica, necesariamente, una faceta del conocimiento que le hace ser partícipe de una forma singular de apercibirse de la realidad, a saber: no de un conocimiento que exige la dicotomía científica esencial entre objeto y sujeto, sino que va más allá, donde el conocimiento científico no tiene acceso por método empírico deductivo, pues más lejos de sus experimentaciones necesitarían trascenderse al campo de la subjetividad absoluta, pues el Zen, como la poesía, nos ofrece la posibilidad de captar lo que objetivamente es indefinible. En cierto sentido, ambas, Zen y poesía (y acaso el psicoanálisis en su vertiente más humanista) tratan de superar, lejos del conflicto dialéctico que disciernen en el plano de la intelección, la visión dualista por un sentido dinámico de la individuación o del conocimiento de uno mismo, porque ambas, en definitiva, aspiran a su ser, digamos, metafísico, en oposición al mundo de lo psicológico, social o ético que realmente se mueve en el ámbito del mundo finito de la relatividad.[2]
El que alcanza el satori (la iluminación), nos dice: Antes de la iluminación, los ríos eran ríos y las montañas montañas. Cuando experimenté la iluminación, los ríos dejaron de ser ríos y las montañas dejaron de ser montañas. Ahora que estoy iluminado, los ríos vuelven a ser ríos y las montañas son montañas.Marcando las distancias pertinentes, y lejos de las sutilezas del pensamiento lógico, el Zen impone su método paradójico y paralógico, y de cuyo dilema no se escapa sino es a través de un pensamiento elevado. Para alcanzar la verdad es preciso la transmutación del carácter o del ser (así el psicoanálisis), pues en virtud de éste, y no del entendimiento, el Zen como disciplina y vía de introspección se sostiene.
El que sabe, el maestro (el analista), el poeta, tienen en común que el esfuerzo a realizar con el discípulo (paciente), no sea el de redimirle (salvarle), en tanto que esto es imposible, sino dirigir su acción para ayudarle a salvarse a sí mismo.
Una inscripción rezaba en la entrada del monasterio: a la nube, elevada, vigilante, lugar de olvido, se aferraba un templo. Vibra con la música callada la sabia liviandad de un secreto que sólo en el silencio se descifra.
Francisco Acuyo
Notas.-
[1] Ibidem
[2] Ibidem
ZEN Y POESÍA III
V
La peculiar manera de conocer del Zen resulta ciertamente familiar al poeta, porque es una actividad de cognación o creadora que le emparenta con el proceso creativo poético en muchos aspectos, y también con la actividad de integración inconsciente a la que aspira el método psicoanalista; diríase que en todos los casos existe la pretensión de beber de esta fuente de inspiración creativa que late en el inconsciente, pues se acepta de algún modo que la conciencia que surge del caos de la percepción sólo afecta a una mínima parte de la realidad.
El Zen, como al poesía, se sitúan un paso más allá de la consciencia despertada del curso de la evolución, donde los hechos biológicos acaso quedan contaminados por el interés egocéntrico, donde se precisa depurar aquella interferencia intelectual, todo si, lo que se pretende, es vivir o crear en una vida de espontaneidad y libertad verdadera, para lo cual es sin duda totalmente necesario ese estar alerta (y de no conciencia convencional o adquirida), tan preciso para el proceso de creación. Mas este proceso creativo implica, necesariamente, una faceta del conocimiento que le hace ser partícipe de una forma singular de apercibirse de la realidad, a saber: no de un conocimiento que exige la dicotomía científica esencial entre objeto y sujeto, sino que va más allá, donde el conocimiento científico no tiene acceso por método empírico deductivo, pues más lejos de sus experimentaciones necesitarían trascenderse al campo de la subjetividad absoluta, pues el Zen, como la poesía, nos ofrece la posibilidad de captar lo que objetivamente es indefinible. En cierto sentido, ambas, Zen y poesía (y acaso el psicoanálisis en su vertiente más humanista) tratan de superar, lejos del conflicto dialéctico que disciernen en el plano de la intelección, la visión dualista por un sentido dinámico de la individuación o del conocimiento de uno mismo, porque ambas, en definitiva, aspiran a su ser, digamos, metafísico, en oposición al mundo de lo psicológico, social o ético que realmente se mueve en el ámbito del mundo finito de la relatividad.[2]
El que alcanza el satori (la iluminación), nos dice: Antes de la iluminación, los ríos eran ríos y las montañas montañas. Cuando experimenté la iluminación, los ríos dejaron de ser ríos y las montañas dejaron de ser montañas. Ahora que estoy iluminado, los ríos vuelven a ser ríos y las montañas son montañas.Marcando las distancias pertinentes, y lejos de las sutilezas del pensamiento lógico, el Zen impone su método paradójico y paralógico, y de cuyo dilema no se escapa sino es a través de un pensamiento elevado. Para alcanzar la verdad es preciso la transmutación del carácter o del ser (así el psicoanálisis), pues en virtud de éste, y no del entendimiento, el Zen como disciplina y vía de introspección se sostiene.
El que sabe, el maestro (el analista), el poeta, tienen en común que el esfuerzo a realizar con el discípulo (paciente), no sea el de redimirle (salvarle), en tanto que esto es imposible, sino dirigir su acción para ayudarle a salvarse a sí mismo.
Una inscripción rezaba en la entrada del monasterio: a la nube, elevada, vigilante, lugar de olvido, se aferraba un templo. Vibra con la música callada la sabia liviandad de un secreto que sólo en el silencio se descifra.
Francisco Acuyo
Notas.-
[1] Ibidem
[2] Ibidem
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