He querido sumarme con toda modestia al recuerdo del décimo aniversario del ataque al Trade Word Center, de la ciudad de Nueva York, con un poema escrito hace ahora precisamente diez años, concebido justamente cuando se produjo dicho ataque. El poema fue escrito entre la consternación, el horror y la perplejidad por tan terrible acontecimiento. Así, el poema fluye en unos versos fantasmales, oníricos, que pretendían vindicar el estado de estupefacción y profunda incomprensión ante la realidad de los hechos que no dejaban de sucederse como un terrorífico sueño. Valga pues, como humilde homenaje personal para todos aquellos que perdieron la vida en los atentados, así como para las familias y amigos que dejaron con su pérdida parte de si mismos anclados para siempre en aquel fatídico once de septiembre.
EL FANTASMA DEL TRADE WORD CENTER
Todo el que lleva luz se queda solo»
José Martí
AL fondo, vertical,
acorde, cada arista que levante
la ciclópea silueta,
contempla musical
la línea que, hasta el firmamento, atlante
formidable, sus brazos de cristales
templa y sostiene iguales
la luz inmóvil y la sombra inquieta.
Las ciudadales perspectivas son
del tiempo gigantescas:
pináculos que emergen
discurriendo
por aristas de ríos
helados que se yerguen.
La razón
caótica que entre fríos
pasos muestra esquinales
gargantas donde advierte
la gárgola siniestra
que, donde sonorosa luz
hubiera, ahora la testuz
anuncia de la pétrea sombra tan
grotesca, la inocencia
en el reino que su alma
negra para siempre defenestra.
Entonces, lejos,
veo transcurrir
hacia el azul absorta
la música divina que os transporta,
ingrávidos espíritus, y al ir,
venir y regresar, vuestros reflejos
importunan con su tesón anfibio
un instante a la muerte;
aquí, donde recorta
vuestra fisionomía ensombrecida
toda suerte
de trémulas siluetas.
Allí pude su luz tocar:
y allí estreché la mano de la muerte.
Me es dado reposar en vuestro seno,
no en la rotunda faz donde
la piedra
canta; no en el sereno
lecho que el corazón esconde
tras el pulso real de lo que fue
visto un instante apenas; no en la fe
de lo una vez tocado
y, ahora ausente;
no, no en el ámbar que aromado
tiene
el labio eterno en carne temporal
y beso transparente.
La misma luz, la misma
lasciva ausencia, la
misma sombra si eleva
lejana su presencia.
Aureola cenital se va
acorde encaramando esencia
en blancos ramos
(y flores negras),
de unas frondas celestes y doradas
coronados.
Entonces el fantasma aviene como gamo
de constelada luz y perfumadas
malvas rodeado.
Llega el ángel de la
luz, como sobre el néctar llega
solícita la abeja hasta ganar
dulcísimo reclamo.
Rostro ardiente es su amor, si espejo afuera
observa, rutilando al corazón
luz de otra esfera;
y de entre su figura
inquieta, se reflejan desmayados
cuerpos, ánimas
presurosas y aladas,
ingrávidas violetas,
espejos desdoblados
en tímidas siluetas.
Espíritu feroz,
humeando todavía
las garras y colmillos del ardiente
tigre que triza por la herida y fía
su jadeo un instante por mi frente
y, mientras lame ahíto
su zarpa, en nueva víctima
sueña y la tierna víscera que arranca
cuando: embriagado de malicia y de
sangre, descuida el flanco en un desliz
y, aquí deslavazando
mi verso hundo puñal de cielo
en su infernal garganta;
y mi mirada, presto, sobre su
humillada cerviz,
con el gesto severo se levanta.
Francisco Acuyo
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