Presentamos este
post en la sección de la revista Jizo de Humanidades sobre Vicente Aleixandre
en un trabajo del profesor Miguel Ángel García, publicado en el número 2-3 de
dicha revista bajo el título de Naturaleza e historia en Vicente Aleixandre. Lo
reproducimos íntegro para su me jor difusión en las páginas de Ancile para
todos los interesados.
NATURALEZA E HISTORIA EN VICENTE ALEIXANDRE
NOs encontramos a finales
de los años 20: Vicente Aleixandre escribe su libro de poemas en prosa Pasión
de la tierra, que no verá la luz hasta 1935; un texto oscuro, muy próximo
en el fondo a la poética de los surrealistas, pero que debe considerarse la
particular bajada del poeta a los infiernos. Su valor consiste en quebrar la
cristalografía diáfana de Ámbito (1928) para abrir, con un golpe de
angustia, la vía del particular romanticismo aleixandrino. Desde entonces el
acento no recae en las formas sino en la vida, sea la vida cósmica de Espadas
como labios (1932) y La destrucción o el amor (1935), sea la vida
contextualizada históricamente y vivida día tras día de Historia del corazón
(1954). En zona intermedia Sombra del paraíso (1944) no es ni más ni
menos que la elegía de la unidad cósmica, que ha dejado de celebrarse como
presente suficiente para ser contemplada como pretérito imperfecto, porque
todavía proyecta su reflejo, su sombra, sobre la actualidad de la postguerra.
Por decirlo con otras palabras, y por servirnos de la conocida distinción de
Schiller, Aleixandre no es ya un poeta ingenuo, que hinca su voz en una
Naturaleza con mayúscula sentida como Todo, sino un poeta sentimental,
cuya actividad ya sólo puede consistir en recrear o representar idealmente la
unidad perdida.
Papel básico en todo este proceso le
cabe a Mundo a solas, el libro escrito entre 1934 y 1936, aunque no
publicado hasta 1950. En La destrucción o el amor el fluido erótico que
traspasa todas las formas (como Anima Mundi) hace del universo una
armonía rodante; así en el poema «A ti, viva», en el que después de un beso se
siente rodar ligero el mundo bajo los pies. Pero con Mundo a solas se
han aflojado los lazos de la armonía cósmica, de la danza planetaria; el sol,
lugar máximo de focalización del alma del mundo, ya no ciega, ya no cruje
invisible en los aires mientras las fieras se aman o se destruyen haciendo
presente la unidad del Ser. El sol ha sido sustituido por el palor de la luna,
que representa lo duro, el hueso, no la carne sino lo que no ama. El propio
Aleixandre se ocupa de hacerlo explícito: al reflexionar acerca de la concepción
del amor en el Romanticismo y en la poesía moderna sostiene, en el discurso de
su ingreso en la Real Academia, que la Naturaleza se ha hecho a partir de
entonces eróticamente sustantiva, que el amor se convierte en espíritu difuso y
vivificador de todas las formas de la común vida general, de manera que todo
(el cielo, la tierra, la fauna, los astros y la música de sus órbitas) es el
sujeto de las fuerzas eróticas en ebullición. Sin embargo, en Mundo a solas
el sol ya no es el ojo victorioso del cosmos y se asiste a la destrucción sin
amor, o sea, a la muerte como tal muerte, vista en sus facetas más escabrosas y
nunca ardorosamente, vista como hueco y podredumbre, nunca con exaltación. No
hay simpatía cósmica; la tierra rueda a solas, oscuramente, desligada del
concierto universal. No existe el hombre, como se repite constantemente a lo
largo del libro. No existe el hombre porque ha salido despedido del mundo
unitario que antes lo llevaba en su seno. La cita de Quevedo con la que se abre
el libro no deja lugar a dudas: «Yace la vida envuelta en alto olvido».
No es que Aleixandre haya colocado ahora en un segundo plano la vida, ese factor básico de
su poesía, sino que ha llevado al extremo el voluntarismo negativista, de base
romántica, que ya funcionaba en La destrucción o el amor; allí también
la luna era un símbolo cuajado y frío que podía transformar el temblor de los
cuerpos en cristal. Ocurre que el amor (la infraestructura ideológica del
anterior vitalismo cósmico) ha dejado simplemente de prestar sentido. En este
punto podría aplicarse con buenos resultados la famosa máxima del Heidegger de Ser
y tiempo, «la esencia del Dasein reside en su existencia», la
existencia precede a la esencia. Lo que quiere decir que sobre Aleixandre ya
estarían pesando los nacientes existencialismos. Todo indica, en efecto, que
Aleixandre ha caído en la arena de la Historia, que la plenitud del Ser (la
crítica ha señalado una serie de paralelismos entre la cosmovisión poética de La
destrucción o el amor y la filosofía presocrática) ha dejado de ser
percibida y lo que se experimenta ahora más bien es su pérdida.
La crisis de sentido a la que obedece Mundo a solas no logra ser corregida por Sombra
del paraíso. Mal momento para corregir nada, sobre todo si se piensa que
este libro comienza a ser escrito nada más acabarse la guerra civil. Entonces
sí que la Historia es sentida como un mal, como una atalaya derruida desde la
que se escucha ya muy dudosamente la voz de la Naturaleza unitaria. No se trata
de entrar a discutir sobre la adecuación política o no del discurso poético
aleixandrino a las circunstancias, como muchos críticos han hecho al compararlo
con el discurso iracundo de Dámaso Alonso por esas mismas fechas. Aquello que
nos dicta la lógica interna de este texto es que la voz sagrada de la
Naturaleza únicamente puede seguir hablando como Origen, como paraíso
perdido siempre observado desde las sombras del momento actual. Un paraíso
que se identifica inmediatamente con la aurora del mundo, y a la vez con la
aurora de la propia vida personal, con la infancia (y de ahí la serie magnífica
de poemas dedicada a la Málaga de la niñez). Teniendo en cuenta además que
Aleixandre mira a Málaga como Hölderlin o Cernuda vuelven sus ojos a la Grecia
antigua: la fascinación por el Ser perdido que es la fascinación por el sur. Se
salta del presente de la vida cósmica en La destrucción o el amor a su
elegía en Sombra del paraíso, al reconocimiento doloroso de que la
Historia real está ahí (aunque sea para negarla, recreando el mito romántico
del Único indiviso). El reconocimiento es doloroso porque al final del
libro se afirma que no bastan ni el mar, ni los bosques, ni el amor, ni el
mundo. No es que a estas alturas Aleixandre dé fin a su primera «cosmovisión»
basada en la Naturaleza para inaugurar una segunda cosmovisión basada en la
Historia, según la exégesis de Bousoño. No exactamente. Pues, parece claro,
Aleixandre no «evoluciona» de la Naturaleza a la Historia, su ingreso en las
coordenadas de la llamada poesía realista o social de postguerra no es
resultado del crecimiento natural (como el de un ser vivo) de su obra; antes
bien es fruto de un intento de ruptura, quizá la única de verdad violenta que
hubo en toda su producción, con los paradigmas poéticos en los que se había
venido moviendo.
Nos equivocaríamos si pensáramos que la ruptura es total. Más bien asistimos a la
inversión de las poéticas puras que alcanzan su cima en 1927, al desplazamiento
de la forma por el contenido. Basta pensar en la insistencia del Aleixandre de
los años 40 y 50 por abolir cualquier signo de esteticismo, en su divisa de la
poesía como comunicación y en su condena de la inmoralidad de las torres
de marfil (por no hablar de su encontronazo, a distancia, con Juan Ramón
Jiménez o de su, hasta cierto punto tardío, ajuste de cuentas con el
gongorismo). La verdad es que Historia del corazón iniciaba una nueva
lógica poética, que trataba de romper con la desarrollada hasta entonces. Por
ejemplo, con el lenguaje irracionalista de los libros anteriores, que al fin y al
cabo se había ido clarificando paulatinamente, hasta hacerse más asequible para
las mayorías; además, y sobre todo, con el lenguaje formalmente puro de Ámbito,
un libro que ahora debía hacerse pasar a toda costa como tradicional, omitiendo
y hasta a veces ocultando (debido a las nuevas circunstancias sociales e
históricas de esos años y a las nuevas condiciones de producción poética) su
radical filiación purista (la influencia en él de Salinas y de Guillén fue
señalada por la crítica de los 20, como ocurrió con el primer libro de Luis
Cernuda, Perfil del aire).
Claro que con Sombra del paraíso
y con Historia del corazón ya había comenzado el decisivo magisterio
aleixandrino sobre las generaciones de posguerra. Una vez más Aleixandre quiso
–y sin ambages se puede decir que supo– estar a la altura de las
circunstancias. Hizo descansar su nueva ideología poética, al modo machadiano,
no sobre el Uno solipsista (o más bien monista) sino sobre el Otro, sobre la
comunidad intersubjetiva. No sobre la homogeneidad sino sobre la heterogeneidad
del Ser. Aleixandre lo dice a su manera, al advertir que con Historia del
corazón se subvierten los términos en que estaba planteada hasta el momento
su actividad poética: la Naturaleza pasa a un segundo plano y ahora el hombre
se erige en directo protagonista. Se «rehumaniza», por lo tanto, la poesía
aleixandrina. Esto no quiere decir que, desde Pasión de la tierra al
menos, Aleixandre no hubiese antepuesto lo humano a lo deshumanizado de Ámbito,
en cuyo contexto productivo el dolor estaba prohibido por humano, demasiado
humano, a no ser que previamente hubiera sido transmutado en belleza. No otra
cosa se dice en «Mundo poético», una especie de manifiesto purista en prosa,
redactado por Aleixandre en 1928 y a la luz del cual hay que releer los poemas
del primer libro del autor. Rehumanizar significa, ahora, ingresar en las
coordenadas datadas y concretas de la Historia, tomar conciencia de que se vive
en unas determinadas relaciones sociales, para servirlas o contradecirlas, en un
determinado cuerpo social. Algo que parecía haber sido obviado por completo
hasta entonces en esta producción poética, si exceptuamos, claro está, los
romances de la guerra. Pero la poesía de la guerra no podía formar parte de la
obra; se trataba, así en Aleixandre como en el resto de sus compañeros de
generación, de una gramática de urgencia, de un desvío provisional que tarde o
temprano había que abandonar para volver a encarrilarse por los caminos de la
propia historia poética.
Insinuar que la Historia nunca había
estado presente en la poesía aleixandrina exige de inmediato una precisión: la
Historia siempre atraviesa los textos poéticos, sólo que en este caso había
sido silenciada por las formas del discurso trascendental en el paradigma puro
de Ámbito, envuelta en la neblina más o menos pertinaz del surrealismo
de Pasión de la tierra y Espadas como labios o biologizada (hecha
Naturaleza) en el paradigma romántico de La destrucción o el amor. Sólo
ahora la poesía aleixandrina se «rehumaniza». Ya no habla sin más a lo
«elemental humano», al fondo insobornable de Naturaleza que hay en el Hombre y
que supuestamente posibilitaría la comunicación con los demás (por mucho que
dicha comunicación se pretendiese a partir de un discurso poético difícil, como
el de su poemas en prosa surrealistas). Sólo ahora se dirige al hombre que
siente y padece diariamente. De alguna manera hay que entendernos: Aleixandre
baja por fin a lo que Alberti llamó la calle y él llama la plaza,
esto es, la vida de los «otros», después de decretar extinto el diálogo consigo
mismo (y de aquí el rechazo del símbolo narcisista del espejo). Por primera vez
Aleixandre se nos muestra como un poeta «comprometido», aunque guardando
astutamente las distancias con respecto a la poesía social. Las lógicas
enunciativas de tal compromiso se fundamentan en las nociones vagas de
«solidaridad», «colectividad», «reconocimiento». Es la historia del corazón que
se solidariza con los demás corazones, aún más, que habla por ellos, como se
lee en «El poeta canta por todos»: «Y es tu voz la que les expresa. Tu voz
colectiva y alzada».
Raras veces se puede ser más claro. Siempre existió en Aleixandre la creencia de que el
poeta es un gigante, alguien que guía a la especie, que siempre tiene un
mensaje para transmitírselo a los demás. Por la boca del poeta o habla la
Naturaleza, la voz de las analogías y de lo insondable, o habla expresándose el
pueblo (como en el más puro Romanticismo). En realidad lo único que cambia es
el contenido del mensaje, pero la concentración de voz sigue siendo igual de
sublime y trascendental. Nos encontramos, a pesar de todo, con una misma
infraestructura poética. Por eso Historia del corazón siempre maneja un
compromiso pequeñoburgués y humanista, no muy lejos de la filantropía admirable
de Don Antonio, a muy largo trecho de las consignas, tremendamente justas desde
el punto de vista social, pero injustas desde el punto de vista artístico, de
la mayoría de los poetas de postguerra. Ni que decir tiene que Aleixandre se
salva de toda una época y de toda una poesía desmoronadas a través del remedio
de la otredad y a través de la puesta en juego de la razón temporal o de
la razón vivida. Nuevamente la vida. No la vida en el monismo panteísta sino la
vida en la apertura a lo otro de sí. No la vida fulgurante e instantánea de la
destrucción por amor, la desaparición de los límites corporales en busca de lo
indistinto, sino la vida como reconstitución de esos límites, como adoración
parsimoniosa de un cuerpo, consumido, sí, por la llama explosiva del amor,
aunque de inmediato regresado a sus contornos.
«Después del amor», de Historia del
corazón, es un poema que incide en todo esto. A quien se ama no se le
destruye, no se le quema con el carbón de unos labios; se le vive, se le
existe. Ya no se trata de ser uno con la Naturaleza, sino de existirse en la
historia diaria (en la fenomenología de la vida vivida). En consecuencia el
amor no es una combustión súbita en la que arde todo el universo; es una
explosión que dura lo que la vida, lo que tarda una amante en vivir al otro; lo
dice el poema titulado precisamente así, «La explosión»: «Pero esto es una gran
tarde que durase toda la vida. / Como tendidos, nos existimos, amor mío, y tu
alma, / trasladada a la dimensión de la vida, es como un gran cuerpo / que en
una tarde infinita yo fuera reconociendo». Reconocer un cuerpo es lo contrario
de besarlo, de estrujarlo, abrazarlo y penetrarlo para devolverlo a la gran
entraña del cosmos. En el segundo Aleixandre el amor no destruye. Reconocer
es el término clave de este nuevo paradigma poético y no tanto destruir.
Para empezar reconocimiento del otro que es la «amada» (por utilizar la
expresión aleixandrina), pero tras esto, reconocimiento de los demás hombres y
mujeres, de la colectividad.
La
novedad que introduce En un vasto dominio (1962) con respecto al
paradigma histórico y realista de Historia del corazón radica en que la
Historia se extiende asimismo a la noción de Naturaleza. En contra de lo que
piensa Bousoño, no hablamos de la Naturaleza tal y como es entendida en los
libros centrales, La destrucción o el amor y Sombra del paraíso.
Más bien nos hallamos ante un nuevo concepto: la Materia. Bajo la determinación
de la razón temporal o vivida, Aleixandre había hecho hincapié en el lento
esfuerzo que supone el mutuo reconocimiento, pero también (bajo la muy posible
influencia de la filosofía orteguiana de la vida) en el esfuerzo que supone
serse, pro-yectarse a la existencia. La vida era comprendida en Historia
del corazón como quehacer, como una laboriosa tarea, y de aquí la metáfora
de la difícil ascensión a una montaña, que se repite varias veces en el libro,
o su imagen contraria, el fortuito rodar por un terraplén. Lo que preocupa en
el nuevo libro es cómo todo ese vasto dominio material («Todo es materia», se
afirma en «Materia única») se va progresivamente espiritualizando hasta
convertirse en hombre. Tras humanizarse, la materia se diversifica en Historia,
en la porción de historia concreta que representa una serie de tipos humanos
más o menos cotidianizados, de «retratos» que no son sino diversificaciones de
la común materia originaria.
La misma temática es continuada
por Retratos con nombre, el libro publicado en 1965. Desde luego esa
visión evolucionista (de la Materia al Espíritu) permite ser analizada a la luz
de la dialéctica hegeliana, como a la luz del sentido explosivo del que dota a
la evolución Henri Bergson. Pero es sobre todo la cosmología evolutiva del
jesuita Teilhard de Chardin, que también deja sus huellas en la poesía
guilleniana, la que parece cohesionar toda esta lógica de fondo. Aleixandre vio
En un vasto dominio como la síntesis armónica de sus dos visiones
anteriores (digamos: la naturalista de La destrucción o el amor y la
histórica de Historia del corazón). Y Bousoño afirmó que esa síntesis
constituye una suerte de «naturalismo historicista». Nada justifica este
planteamiento teórico, sin embargo; justamente todo indica lo contrario: si con
la cosmovisión elementalista (y aquí seguimos utilizando los términos de
Bousoño) lo que había logrado Aleixandre había sido biologizar la Historia,
detener su devenir en el momento de la fusión destructora, aquí ensaya lo
opuesto, la historización de la Biología. Es decir, cómo la materia se
convierte en cuerpo y el cuerpo se espiritualiza en hombre y el hombre se
diversifica en rostros, anónimos unos, con nombre otros.
Naturalizar
la Historia e historizar la
Naturaleza: desde nuestro punto de vista, eso es lo que hace el cuerpo central
de la poesía aleixandrina desde los años 30 a los años 60. No obstante, aguarda
otra sorpresa con el Aleixandre último de Poemas de la consumación
(1968) y Diálogos del conocimiento (1974). La vida vuelve a erigirse en
protagonista de los poemas, pero ahora lo que cuenta es la imposibilidad de
gozarla desde el umbral mismo de la muerte, desde la extinción inminente del
existir. Para entonces nos encontramos con una metafísica del límite. La
Naturaleza propia (el vitalismo y el deseo, tan poderosos como el primer día)
entra en lucha desigual con la Historia propia (la vejez y la experiencia como
último recurso, la realidad de la consumación). La decrepitud física mete entre
rejas al viejo y la precariedad del Ser resulta absoluta: «Y allí entre hierros
vemos la mentira final. La ya no vida». De la salvaje embestida de la «verdad
vital», por el contrario, había hablado Aleixandre en su poética para la
antología de Diego (1932). Y a propósito de Espadas como labios, que ve
la luz ese mismo año, Dámaso Alonso sentencia que el tema del libro no es otro
que el tema central y único de la poesía y de todo arte: la vida, es decir, el
amor y la muerte. Tres heridas en una por las que también se desangra la poesía
de Miguel Hernández.
Tremendo análisis documentado de la obra del poeta, del gran Aleixandre. Un trabajo didáctico que engrandece estas páginas imperdibles, ricas en saber, que Acuyo nos regala como regalar el oro. Un abrazo y muchas gracias.
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