Siguiendo con la temática de la misoginia ampliamente tratada en nuestro (vuestro) blog Ancile, para la sección, Microensayos, traemos una nueva entrada que lleva por título: La hybris del deseo de saber, raíz del pecado original: del Génesis a la Reforma Protestante, expuesta magistralmente por el profesor Tomás Moreno.
LA HYBRIS DEL DESEO
DE SABER,
RAÍZ DEL PECADO ORIGINAL: DEL GÉNESIS
A LA REFORMA PROTESTANTE
.
La modernidad de estas palabras e ideas contrasta abismalmente con
la mentalidad antifemenina que se manifiesta en los tratados teológicos,
eclesiásticos y pedagógico-doctrinales sobre las mujeres que aparecen a lo
largo de todos esos siglos bajomedievales y renacentistas[1].
Basándose en la literatura patriarcal teólogos ortodoxos como santo Tomás de Aquino, afirmaban que Eva, la mujer, perseguía dos
cosas con su deseo de alcanzar sabiduría. La primera, poder determinar por sí
misma el bien y el mal para conducir su vida, así como conocer de antemano lo
que le deparaba el futuro. La segunda, lograr la felicidad por sí misma, por su
propia mano. Con ambas pretensiones desborda la medida establecida por Dios a
su condición humana. El pecado original consistió en este deseo de un bien
espiritual desproporcionado a su naturaleza, lo que es un acto de soberbia. Es
decir, lo bueno y lo malo para el hombre lo determina Dios solo, y la felicidad
es un don gratuito que solo cabe obtener de Él; el hombre que prueba a
conseguir ambas cosas por sí mismo en vez de esperarlas de Dios quiere
suplantarle, ser como Él. Esta soberbia o “hybris” le mereció el castigo a Eva,
castigo que recayó también sobre el género humano.
Siguiendo las
aportaciones de García Estébanez a
este respecto podemos inferir que los teólogos de la Reforma interpretaban que
lo que buscaba Eva con su conducta era sustraerse a la autoridad de Adán o al
menos compensar su inferioridad natural haciéndose con algún conocimiento que
la pusiera a la altura de su marido. Aunque tanto Lutero (1418-1546) como Calvino
(1509-1564) sostenían que Eva no era inferior en nada a Adán, al pasar a la
exposición concreta de los roles de una y otro olvidaron por completo la teoría.
Para justificar el orden doméstico, en que la mujer está sujeta al varón, Lutero
arguye que ya en la creación, aunque iguales, había en Adán un toque de gloria
y nobleza que no tenía su equivalente en Eva. Y el hecho es, según comprueba
Lutero por experiencia, que la mujer de su tiempo seguía siendo tan dependiente
del marido como antaño, pues sólo anhela y desea lo que éste quiere[2].
Para Calvino, por
su parte, el rol de Adán era cuidar
el jardín y relacionarse con Dios; el de Eva, en cambio, era cuidar el vínculo
con Adán y asistirle, mientras su relación con Dios era indirecta, a través de
la que tenía con Adán. Aplicando a la vida familiar su doctrina sobre los
primeros padres, el reformador ginebrino hablaba, ciertamente, de la mujer como
un “complemento” del marido, pero era una complementariedad de desiguales.
Empleó la analogía de los padres de la Iglesia: el hombre era la mente, la
mujer el cuerpo y su principal obligación era “complacer a su marido” y “serle
fiel pasara lo que pasase”.
En la
interpretación de John Milton
(1608-1674), en su obra El Paraíso
perdido (1671), Eva quería eximirse de su responsabilidad ante Adán; quería
valer por sí misma, ser una individualidad y no un mero apéndice de su marido,
que es lo que Dios había querido; el resultado de su pretensión fue la
expulsión del Paraíso: querer ser libre e igual a Adán es perder el Paraíso,
perder el amor de su compañero, perder la felicidad de ambos; la garantía de la
felicidad matrimonial y la del amor de su marido es su sumisión a éste. Su
deseo de emanciparse acrecentó su dependencia y la hizo gravosa. Santo Tomás ya
había puntualizado este extremo: la mujer fue creada en sujeción, pero en el
Paraíso la hubiera llevado voluntariamente, mientras que después de pecar ha de
sufrirla incluso en contra de su voluntad.
La Ilustración
alemana vio en la conducta de Eva un intento de quien quiere superar el estado
de infantilismo y constituirse en adulto, dado que las virtudes del hombre del
Paraíso eran la obediencia y la estupidez. Para Schiller, por ejemplo, Eva representaría el Prometeo femenino, una
bienhechora de la humanidad que robó el mayor de los bienes, retenido por la
envidia de los dioses, el conocimiento
emancipador. El Dios bíblico, en opinión de Hanna Wolf, sería una especie de patriarca que exigiría una total
obediencia excluyendo cualquier tipo de emancipación: habría creado al hombre
infantil para asegurar su obediencia, prohibiéndole conocer el bien y el mal
para así evitar cualquier tentación de insumisión o rebelión. La culpa de Eva
sería una felix culpa, una culpa
afortunada pues nos puso en el camino del progreso y la libertad[3].
Sea cual fuere la
interpretación que elijamos entre todas ellas como más correcta o verosímil, no
cabe duda de que el deseo de saber femenino,
la curiosidad de la mujer intervino,
y de modo no liviano, en el fatal desenlace que nos describe el relato
genesíaco. Precisamente por ello la historiadora francesa, Michelle Perrot, se sentirá legitimada para escribir en ese mismo
sentido: “De alguna manera, la figura de Eva es emblemática: ella muerde la
manzana por ávida curiosidad. La Iglesia medieval la sustituyó por la imagen
serena y meditativa de la Virgen con el libro”[4].
Sin embargo, esa aspiración al conocimiento y al deseo de saber por parte de la
mujer rebrotará –según la historiadora francesa- de nuevo como un legado de la
Reforma: “Desde este punto de vista, la Reforma es una ruptura. Al transformar
la lectura de la Biblia en acto y obligación de cada individuo, hombre o mujer,
el protestantismo contribuye a desarrollar la instrucción de las niñas. La
Europa protestante del Norte y del Este se cubre de escuelas para ambos sexos.
El feminismo anglosajón es un feminismo
del saber, muy diferente del feminismo
de la maternidad de la Europa del Sur”[5].
En efecto,
señalan Bonnie S. Anderson y Judith P. Zinsser, aunque los
protestantes también predicaron como los católicos el papel subordinado de las
mujeres, su inferioridad natural y su comportamiento obediente y solícito
respecto del marido, los teólogos de la Reforma también valoraron el fervor, la
piedad activa y el éxito en el mundo, y lo glorificaron como el verdadero
testamento de la fe. “En el protestantismo no eran los humildes y obedientes
quienes heredaban el Reino de los Cielos, sino los astutos, los fuertes y los
audaces. Era como si, por definición se
negara el acceso a la salvación a los creyentes ejemplares: Si se le permitía
leer, una mujer podía finalmente descubrir esta contradicción por sí misma”[6].
El dogma católico no presentaba estas flagrantes contradicciones. En su
veneración de la humildad, la aceptación de sufrimiento y de la resignación y
las buenas obras, siempre se valoró a la mujer como esposa y madre:
Quizá debido a esta diferencia en los
mensajes de las religiones –concluyen las historiadoras estadounidenses- ,
durante los siglos XVIII y XIX en las naciones protestantes conocerían mayor
éxito los grupos que trabajaron para conceder derechos a las mujeres. Aunque la
fe no favoreció estos cambios, el protestantismo, en mayor medida que el
catolicismo, promovió circunstancias y actitudes que permitieron a las mujeres
organizarse en su propio nombre, asegurarse su lugar como iguales y mantener
sus victorias. De manera no intencionada, el protestantismo contribuyó al largo
proceso por el que la mujer europea empezó a liberarse de las denigrantes y
desvalorizadoras premisas alimentadas y formalizadas durante tantos siglos en
nombre de la verdad religiosa[7].
(Cont.)
TOMÁS MORENO
[1] Cf. el libro de Margaret L. King
Mujeres renacentistas. La búsqueda de un espacio, Alianza Universidad,
Madrid, 1993, en el que se incluye la
biografía de otras mujeres que vivieron entre los siglos XV y XVI y que, junto
a Christine de Pizan y María de Gournay,
defendieron la igualdad de la capacidad intelectual de las personas
cualquiera que fuera su sexo, dejando en sus escritos testimonio de ello. Entre
ellas podemos recordar a Isotta Nogarola, Casandra Fedele, Laura Cereta,
Olimpia Morata en Italia, Caritas Pirckheimer, Clara Pirckheimer en Alemania,
Margarita de Angulema en Francia, Jane Grey e Isabel Tudor en Inglaterra.
[2] E. García Estébanez, Contra Eva, op. cit. pp. 47-50. Lutero escribía de su esposa
Katharina von Bora lo siguiente: “Mi esposa es más sumisa, complaciente y
amable de los que yo me aventuraba a esperar” (Citado en Bonnie S. Anderson y
Judith P. Zinsser, Historia de las
mujeres. Una historia propia, Crítica, Barcelona, 2007, p. 284).
[6]Anderson, Bonnie S. y Zinsser, Judith P. Historia de las mujeres. Una historia propia,
op. cit. 2007, pp. 290-291.
No hay comentarios:
Publicar un comentario