Para la sección, Microensayos, del blog Ancile, traemos el post que lleva por título: De la amoralidad de la mujer en Otto Weinnger a la guerra de de sexos finisecular, del filósofo Tomás Moreno.
DE LA AMORALIDAD DE LA
MUJER EN OTTO WEININGER
A LA GUERRA DE SEXOS FINISECULAR
Otto Weininger (1880-1903), el joven pensador vienés, considera que el imperativo
ético sólo podrá ser obedecido por los seres dotados de razón, de modo que no
hay lugar para moralidad instintiva alguna. Y es que si la única moralidad
posible se caracteriza por algo es precisamente por ser plenamente consciente (SYC, 222). Es coherente por ello que para Weininger lógica y ética estén
estrechamente unidas. De ahí que sea muy importante (SYC, 150-151), averiguar si un individuo reconoce o no los axiomas
como norma continua para sus juicios. Al dominar los principios de identidad y
contradicción, el hombre puede mentir o decir la verdad y, en consecuencia, ser
inmoral o moral, posibilidad de la cual carece la mujer por faltarle
precisamente el criterio de verdad. Ello es lo que justifica que para Weininger
la mujer no sea inmoral sino amoral (SYC,
152, 193, y 231).
Concibe, por otra
parte, a la mujer como un ser hipersexualizado. Así nos la retrata con total
crudeza sin ningún tipo de contención o mesura:
“La mujer es sólo sexual, el hombre también
sexual […]. Los puntos del cuerpo del hombre capaces de ser excitados
sexualmente son poco numerosos y estrictamente localizados. En la mujer la
sexualidad está extendida de modo difuso por todo el cuerpo, y todo contacto,
cualquiera que sea el punto, la excita sexualmente. […] La mujer es sexual de modo
permanente, el hombre tan solo de
forma intermitente. […] La mujer no es otra cosa que sexualidad,
porque es la sexualidad misma” (SYC,
pp. 98-99, passim)
Ante sus ojos, la mujer aparece, pues, como “completamente ocupada
y absorbida por la sexualidad”, en tanto que el hombre se ocupa no sólo de ésta
sino de otras muchas cuestiones: “la lucha, el juego, la sociabilidad y la
buena mesa, la discusión y la ciencia, los negocios y la política, la religión
y el arte”. El hecho de que el hombre, a diferencia de la mujer, sea sexual
sólo intermitentemente y no constantemente, le permite separar psicológicamente
la sexualidad del resto
de sus actividades y tomar conciencia de ella (SYC, 97). Pero al ser la mujer sólo
sexual, no nota su sexualidad, no es consciente de ella. Y concluye el joven
Weininger: “Groseramente expresado, el hombre tiene un pene, pero la vagina
tiene una mujer” (SYC, 99).
Bajo la influencia de Lombroso[1] considera a la mujer carente de todo sentido ético. Ve –como apunta Erika Bornay- una relación entre lo delictivo y lo
femenino, en el sentido de que, estando la mujer falta de esencia, revelándose
como el “no-ser” y estando el “no” emparentado con la nada, la mujer es, como
consecuencia, antimoral, puesto que “la afirmación de la nada es antimoral: es
la necesidad de transformar lo que tiene forma en informe, en materia, es la
necesidad del destruir”[2].
“Esto es –concluye Erika Bornay- lo que la convierte en un ser delictivo. Con
la utilización del pretencioso envoltorio del discurso filosófico, Weininger
intenta dar apariencia de verdad reflexionada a lo que es simplemente retórica
de la misoginia y la sexofobia”[3].
Otros autores le secundaron: W. G. Summer, H. Spencer, C. Vogt, N. F. Cooke,
etc., entre otros muchos. Es de
resaltar a este respecto –como nos recuerda Alicia H. Puleo- un hecho notablemente significativo como es
que estas manifestaciones extremas de misoginia de Otto Weininger “coinciden
con un momento cúspide del sufragismo”, movimiento que el joven pensador vienés
consideraba promovido por individuos intersexuales, “mujeres viriles que, con
su iniciativa masculina, arrastraban al activismo a otras mujeres normales”[4].
Todo ello pone absolutamente de
relieve que el conflicto entre feministas y antifeministas no fue un simple
pasatiempo mundano, ni una intrascendente anécdota, sino algo con raíces mucho
más profundas y complejas. Pero no sólo pensadores y antropólogos y científicos
sociales participaron en ese enfrentamiento. Contenida
por entero en la materialidad de su cuerpo, la mujer del fin de siglo XIX
también es percibida de nuevo como esa carne
maldita que la Edad Media asimilaba al mal y es por ello denostada por los escritores,
artistas más afamados e ilustres de esta época A. H. Puleo, a quien seguimos en
este punto, comentando el documentado estudio sobre el arte de fin de siglo de
Bram. Dijkstra, nos señala que se trató de una “guerra contra la mujer”,
suscitada por la imposibilidad de que ésta se plegara completamente al ideal de
ángel del hogar de la primera mitad
del XIX[5].
En
efecto, a finales del siglo XIX la
misoginia recupera su máxima virulencia pero, esta vez, su discurso ya no va a
ser religioso. En una sociedad crecientemente secularizada, la ciencia asume el
relevo y presta su apoyo al prejuicio sexista. En las últimas décadas de ese
siglo y a principios del XX, el arte y la literatura multiplican las
representaciones de la perversidad moral
de la Mujer[6]. “Una sexualidad femenina –escribe Alicia H.
Puleo- amenazante se insinúa en la
pintura, la escultura, la novela y la poesía. Las flores del mal baudelaireanas
se abren y proliferan en la cultura de la época. Las Ménades y Salomé pueblan
la fantasía de los artistas, los intelectuales y su público. La Mujer es
representada una y mil veces como fuerza ciega de la Naturaleza, realidad
seductora pero indiferenciada, ninfa insaciable, virgen equívoca, prostituta
que vampiriza a los hombres, belleza reptiliana, primitiva y fatal”[7].
En
su obra Las hijas de Lilith, Erika
Bornay[8]
nos muestra exhaustivamente cómo va a emerger la figura femenina, de la mujer
fatídica, la femme fatale en el arte
y la literatura finiseculares. Su iconografía se enmarca preferentemente dentro
de unos determinados movimientos artísticos y literarios vinculados a los
grupos prerrafaelitas, simbolista y del Art Nouveau y a unos artistas como
Dante Gabriel Rossetti, E. Burne-Jones, Gustave Moreau, Edvard Munch, Gustav
Klimt, Aubrey Beardsley, Félicien Rops, Franz von Stuck, Jan Toorop, Fernand
Khnopff. También escritores y
literatos como Baudelaire A. Ch. Swinburne, J. K. Huysmans, J. Keats,
Flaubert, Wilde, Sacher-Masoch contribuyen con sus escritos a esa demonización
femenina.
La mujer
es representada en personajes de las mitologías paganas evocadores del mal (Venus,
Pandora, Medea, Astarté Syriaca, Proserpina, Circe, Helena de Troya); o en
personajes bíblicos también asociados al pecado y al mal (Eva, Salomé, Judith,
Dalila); unas veces en forma de personajes literarios (Salambó, Lorelei,
Sidonia von Bork, La Belle Dame Sans Merci) o históricos (Cleopatra, Mesalina,
Lucrecia Borgia), otras a través de representaciones de mujeres caídas,
prostitutas (Olimpia, Nana), de bellas atroces (La Esfinge, Medusa, Sirena, Harpía,
Mujeres vampiros, murciélagos y alimañas) o, en fin, mediante figuras de seres andróginos,
de mujeres serpiente o reptil, de mujeres diabólicas o animalizadas como la femme tentaculaire.
Además de
constituir una fuente de excitación y placer masculinos, estas imágenes serían
un aviso de los peligros que, supuestamente, amenazan al varón decimonónico
occidental: “razas inferiores”, “clases inferiores” y mujeres son percibidas
como “naturaleza primitiva capaz de destruir la civilización”. La asimilación
al mal de la mujer así como su irremediable perversidad dejará su huella en
filósofos y pensadores posteriores muy ilustres y reconocidos, que atribuirán a
las mujeres rasgos y características morales fundamentados sólo en el prejuicio
o en la frívola e irresponsable improvisación. (Continuará con la segunda
parte: La múltiple exclusión de las mujeres)
TOMÁS MORENO
[1] Escribió en colaboración con G. Ferrero celebrada obra: La donna delinquente, la prostituta e la
donna normale, de 1893. En ella
Lombroso –muchos de cuyos datos serán la fuente de la que bebería la
misoginia de Weininger- recoge la tesis de que la prostitución es la
manifestación de la estructura criminal latente en la mujer. Establece en
repetidas ocasiones una clara relación entre la mujer prostituta y la mujer
criminal, si bien en la que él denomina “mujer normal” hay ya “molti caratteri che l’avvicinano al
selvaggio, al fanciullo e quinde al criminale (irosità, vendetta, gelosía,
vanità)” (op. cit. p. 112, en p. 87 de Erika Bornay). Insistirá en su obra
sobre la peligrosidad que representa para la mujer la ausencia del sentimiento
maternal “una mancanza dei sentimenti
materni fa delle prostitute-nata le sorelle gemelle delle criminali-nati”
(p. 274), característica que, como veremos más adelante, es un rasgo
fundamental de la femme fatale,
generalmente estéril. Sólo la mujer madre
es moral, lema en Inglaterra de la lucha contra el control de natalidad.
[4] Alicia H. Puleo,
“Mujer, sexualidad y mal en la filosofía contemporánea”, op. cit. p. 171. Una lograda
plasmación literaria de esta explicación biologicista del sufragismo es, según
Alicia H. Puleo, la novela Las
bostonianas de Henry James
[5] Bram Dijkstra, Ídolos
de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo,
Debate, Madrid, 1994.
[6] A. H. Puleo, Mujer,
sexualidad y mal en la filosofía
contemporánea, op. cit., pp. 167-168, passim.
[7] Ibid.,
p. 167. Según A. H. Puleo, hoy este fenómeno de identificación de la mujer y de
su sexualidad con el mal pervive en la
publicidad y en producciones cinematográficas, a menudo destinadas al consumo
de masas. ¿A qué se debe esta asombrosa proliferación de representaciones de la
amenazante sexualidad femenina? Distintas respuestas han sido dadas a este
interrogante. Conviene observar, asimismo, advierte A. Puleo, “la proliferación
de la mujer fatal en los anuncios publicitarios de Occidente. Se trata de una
renovación de esta vieja imagen, ahora cibernética y adolescente. Ser perversa
es la nueva propuesta del patriarcado a las jóvenes rebeldes. Parece, pues,
pertinente, volver a examinar las conceptualizaciones de mujer, sexualidad
y mal”.
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