viernes, 4 de noviembre de 2011

FRANCISCO JAVIER IRAZOKI, EN POESÍA INVITADA.

Es un auténtico placer contar en esta nueva entrada de Ancile, y en la sección para mí, especialmente querida de Poetas invitados, dedicada a Francisco Javier Irazoki, de cuya obra poética daremos cuenta (o, dará cuenta, mejor, el propio poeta) en este posting que, tan gratamente ofrecemos a todos los seguidores y amigos no sólo de este blog, también de todos  aquello interesados en las ineludibles trayectorias literarias y poéticas, de las que venimos dando cuenta en este medio con tanta ilusión y esfuerzo y que mantenemos y construimos (y deconstruimos) diariamente por mor de este entusiasmo al cual nos encomendamos con convencida y sincera devoción.



FRANCISCO JAVIER IRAZOKI

Francisco Javier Irazoki, en poesía invitada, Ancile
Foto de Jacqueline Salmon -1996-


BIO-BIBLIOGRAFÍA


Francisco Javier Irazoki, en poesía invitada, Ancile
Foto de Barbara Loyer  -2009-


Francisco Javier Irazoki nació en Lesaka, Navarra, el 21 de octubre de 1954. Fue periodista musical en Madrid. Formó parte de CLOC, grupo de escritores surrealistas. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado diversos estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc. Ha publicado los libros Árgoma (1980); Cielos segados (su poesía completa hasta 1990, editada por la Universidad del País Vasco en 1992), que incluye los poemarios Árgoma (1976-1980), Desiertos para Hades (1982-1988) y La miniatura infinita (1989-1990); Notas del camino (con Antonio Arenal, 2002); Los hombres intermitentes (Hiperión, 2006); La nota rota (Hiperión, 2009). La editorial Hiperión le editará próximamente el poemario Retrato de un hilo (Hiperión, 2012).




POÉTICA




Naciste mucho antes que yo, pero no envejeces.
    Creo que saltaste de los labios de mis padres, y ya me transformaron tus insinuaciones de maleza. Me marean, pensé, los terrones y las puntas de arbustos que deja ver a su paso.
Francisco Javier Irazoki, en poesía invitada, Ancile
    Luego, excitado, te busqué en todas mis edades. De niño divisaba tu cuerpo inaprensible en cuadernos de hojas cosidas, pero huías por las toperas que excavaste debajo de los renglones. Removí con un palo los orificios de las madrigueras, y sólo encontré el zumo incitante. Siempre fuiste más ágil que mi deseo.
    Tuve que padecerte en la adolescencia, cuando tu malicia me instigaba desde lejos. Querías que escuchase los gemidos que te arrancaban tus mejores amantes: el lector ciego, otro que vino de los Andes y un traficante francés. Me vacié en cada sonido y escribí:
                        
                                  Para que yo te ame,
                                  ponte el pecado.

    Hasta que los dos caímos en una de las trampas tendidas por tu humedad, y con zarpazos te desgarré el vestido de verano. Mi lengua serpenteó en ese barranco negro.
    La fuerza de la juventud no pudo unirnos. Harto de mi incapacidad, te llamé prostituta del vacío y cualquier insolencia. Al anochecer me sentaba en una calle desierta y tú pasaste con un balde lleno de peces.
    Ahora que recuerdo aquellas pasiones, nos visitamos en paz y agito tus regalos. Me diste tres botellas, dos en la infancia, una en la edad adulta; todavía paladeo tus voces que no entiendo. A cambio renuevo las antiguas picardías y digo te probaré despacio, hazte un ovillo y entra en mi boca, vecina palabra.

(En Los hombres intermitentes, Madrid, Hiperión, 2006)


Francisco Javier Irazoki, en poesía invitada, Ancile
Irazoki a los 23 años. Foto de Ángel del Pozo

POEMAS


AUTORRETRATO



Lo mejor de mi cara es la lechuza. Vive impasible, subida a unas zarzas blancas. A veces noto el roce de su plumaje amarillo en la frente, o de sus uñas negras que dan cuerda al tiempo en mis arrugas. Me desvela las noches en que caza demasiado, y las mujeres me consolaron al oír su graznido lúgubre cuando volaba. Si me pongo delante de un espejo, no puedo sostenerle la mirada.

(De Los hombres intermitentes, Madrid, Hiperión, 2006)









PALABRA DE ÁRBOL




No conocí al que murió en el vientre de mi madre. La abuela lo recogió, dijo que era grande como un guía y lo puso en el hoyo que el padre había cavado entre las raíces de mi higuera preferida.
    Yo pasaba tardes enteras bajo el gris áspero de las hojas del árbol, esperando que naciesen los higos. Cogía al fin el fruto blando y tocaba su piel negra que después deshacía en tiras. Cada hilo era una puerta para adentrarme en mi hermano muerto y lo paladeaba al ritmo lento de un viajero antiguo. Luego rompía con los dientes las semillas menudas del interior. Ellas contenían palabras, voces que subieron por la savia de la higuera.
    Los otros niños crecieron descubriendo aventuras. Para mí, crecer fue sentir el paso del tiempo al escuchar los mensajes que un muerto me enviaba desde sus frutos.
    Alguien quiso una ceremonia devota en aquel lugar. De la cartera de mi ojo derecho saqué una lágrima inmóvil. Una lágrima petrificada que se transformó en blasfemia de fuego cuando la deposité en la escudilla situada a los pies de los ídolos.


(De Los hombres intermitentes, Madrid, Hiperión, 2006)








LECCIÓN DE PÁJAROS




Nevaba cinco o seis veces al año. Pero era de verdad, y los prados, las casas y los árboles amanecían cubiertos del color blanco que cegaba a los caballos. Éstos rompían con sus cascos la nieve, en busca de un poco de hierba sepultada, o golpeaban con el hocico las ramas, y morían después de comer las hojas de los tejos. Los pájaros, hambrientos, les despedían con un réquiem muy delgado.
Veíamos el vuelo desorientado de los petirrojos y tordos, hasta que descubrían la abertura de la vivienda. Entraban en aquel túnel y caían a un desierto de oro: el suelo del desván cubierto de mazorcas de maíz. 
Algunas aves llegaban sin energía para comer los granos sobre los que enseguida se desplomaban. Yo, niño pequeño, apretaba con fuerza sus bultos para fundir los hielos de la muerte, y descendía rápidamente a la habitación donde una cocina de leña caldeaba los cuerpos de mi familia. Colocaba los pájaros cerca del horno. Ardían unos troncos de manzanos y cerezos sobre los que esos pájaros cantaron el verano anterior. Los árboles cortados por el hacha de mi padre agradecían con el calor los cantos que aliviaron su vejez.
Esta fue la primera enseñanza. Vi pronto la sombra, aunque blanca, y el vuelo frágil que quería esquivarla.


(Del libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)








ÁLBUM




El que se rebelaba contra las normas del colegio caía en una habitación oscura.
Francisco Javier Irazoki, en poesía invitada, AncileYa habían pasado más de veinte años desde el final de la guerra, pero el miedo estaba aún en los cuadernos escolares. Lo vencíamos con la exaltación del juego o mirando el humo del serrín y de los troncos que ardían en las estufas. También lo desviábamos con la somnolencia. En invierno hicimos muchas siestas bajo el abrigo de las imágenes del dictador erguido sobre un caballo.
Sólo un niño se oponía a los enseñantes del miedo. «¿Habéis besado el anillo del cuervo?», preguntó con unas hebras de tabaco entre las comisuras de los labios, mientras señalaba al sacerdote que dócilmente saludábamos. Admiré su audacia endurecida por los encierros frecuentes en la sala de castigo con que nos amenazaron. 
Al entrar en clase, yo sacaba de mis bolsillos las astillas y hojas de árboles que recogía en el camino. La corteza lisa del haya fue mi amuleto. Con los dedos abrí las agallas de roble y preparé una sepultura para aquellas palabras que no había comprendido. Arcabuz, cordillera y afluente pasaron bastantes semanas en el hueco, hasta que sus significados levantaron el vuelo. 
Cierto día, una profesora, cansada de mi torpeza al leer, me quitó el libro y lo lanzó al techo. Las tapas y hojas se despegaron en el aire. Los folios y las carcajadas de los niños bajaron lentamente y me cubrieron. Braceé en el interior, y en ese momento comprendí que algunas risas eran el cuarto oscuro.


(Del libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)


      
Francisco Javier Irazoki, en poesía invitada, Ancile
Antonio Herranz, Irazoki, Lola Rubio y Juan Martínez de las Rivas. 
Foto de Jordi Moreno







RETRATO DE UN HILO





La zumaya gorjea suavemente
sobre un cadáver y, mientras amanece, eleva
su delgado alfabeto.
Una muchedumbre avanza 
con la mirada fija en la cosecha del río,
y ya se percibe a los que prenden fuego al muerto,
y la música que arde
como una leña triste.
Pasan dos hombres sobre una bicicleta ruinosa
cuando el aire, ese adiós que se respira, 
riza su seda en el suelo.
Y llegan todos a la orilla:
el que habla entre bancales de almendros,
el de la belleza quemada,
el que lleva el mistral en los ojos,
el vagabundo que despliega 
su cuerpo como un vaho,
una muchacha que amó las tormentas
y que ahora aspira a que su hermosura
sea una senda de agua,
un viejo que sueña con caballos
y bebe despacio su vaso de tiempo.
Ven en la existencia un decorado de la travesía
y en el hombre una migración suspensa.
Después miran en el río
el resumen de los que vivieron.
La corriente vuelca las quemaduras,
un mirlo termina el canto
y la luz se incrusta en sus propias pavesas.


Benarés, Ganges, octubre de 1991
(Del libro inédito Retrato de un hilo)







INAUGURACIÓN DEL EXTRANJERO





Vinieron con brío que era la prisa de su pobreza, y tuvimos que acogerlos en pensiones improvisadas. A otros más rebeldes o pendencieros los alojaron en un barracón de hojalatas al que se accedía por un puente de piedra. Allí vislumbré de noche sus cuerpos apenas iluminados. 
    Casi todos trabajaron en oficios de vértigo para los que no teníamos coraje. Subidos al techo de una fábrica o sujetos a un poste, soldaban viguetas y tendían cables de electricidad, y su indiferencia ante el peligro aumentó la distancia desde la que los admirábamos. 
     De dónde llegan, nos decíamos los niños, mientras los dedos índices iban de Ecuador a los círculos polares del mapamundi escolar, sin que tropezaran con unos nombres, Asturias o Extremadura, inventados para nuestro extravío. Aún creció la cautela con que los adultos los observaban en las calles, siempre desde una lejanía que les evitase su saludo y el roce de su acento.
      Yo los espié en las cercanías de una taberna y vi que algunos quemaban con alcohol el trecho que les impusimos. Solamente unas cuantas chicas se atrevieron enseguida a tratarlos, y nacieron amores que disgustaron a los nativos.
       Por fin, la muerte fue el imán que nos atrajo hacia los inmigrantes. Tres o cuatro de ellos cayeron de una altura para pájaros exóticos y se estrellaron contra el suelo de piedra. Ocurrió al atardecer, o quizá a mediodía con un cielo sucio, como si también las luces desdeñaran a esas víctimas, y recuerdo carreras de mujeres y la claridad rápida de sus velas sobre los rostros de los caídos. No hubo ceremonias ni banderas humillantes, ninguna lágrima, pero los muertos se incorporaron un poco, envolvieron en una sábana sus miembros heridos por el golpe y ensayaron la postura al arrellanarse en mi mente.   
       Les adeudo el favor de haber manchado la pureza dañina de mi infancia.


          (De Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)




    


CARTA A LEONARD COHEN





 Ahí están las calles de compás negro, donde los cortejadores de la aguja calientan su porción de olvido. Suena un concierto de ambulancias sinfónicas.
    Es invierno en París y, bajo los soportales, canta una mujer muy bella. Las miradas de los viandantes acarician su vestido de aguaturma. Ella sonríe desde la pobreza elegante, apoyada en una pared que parece un signo de interrogación, y a veces me habla con esa leve dejadez de quien habita en casas en las que nadie barre la tristeza. Al final canta tus canciones. Entorna los ojos y los versos se posan sobre un diminuto cadáver embozado en escarcha.
     Sé que envejeces, Leonard, que oyes cómo en la habitación contigua gozan contra ti las mujeres amadas y que te alivias describiendo el peso de la melancolía cifrada en lluvia. Te convendría ver tu emoción hecha vaho que despiden los labios más peligrosos de mi urbe. Aunque nunca conquistarás a esta mujer que ya se ha comprometido en amor con tu palabra.


          (De Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)








CONOCIMIENTO






     Ya la vi en los primeros días que recuerdo. Al principio la gota estaba a una altura inalcanzable: en las cimas de los grandes árboles, pendiente de una hoja invisible. La distancia no difuminaba la imagen, y percibí en su interior algunas palabras borrosas. Con el sol del verano la gota de agua aparecía sin sujeción en el horizonte.
     Conforme crecí la gota descendió hasta el alero de un tejado. Mis años fueron el imán que me acercaba a una esfera de palabras siempre ilegibles. Llegaron los días violentos de la juventud y ella los acompañó desde una tapia. En la edad que precede a la vejez la encuentro suspendida de los arbustos y hierbas. Solitaria, sobresale incluso en medio de la lluvia.   
     Los viejos no caminan con lentitud por culpa de la carga del tiempo; sólo intentan no pisar la gota de agua caída al suelo de los últimos caminos que recorren. Hasta que los pies cansados rompen esa pequeña bolsa líquida. De ella salen libres las palabras indescifrables cuyo significado, por fin esclarecido, nadie puede transmitir.





Francisco Javier Irazoki (Poema inédito en libro)




Francisco Javier Irazoki, en poesía invitada, Ancile


5 comentarios:

  1. Cuánta luz, cuánto talento en la pluma de Francisco Javier Irazoki. ¡Qué placer leerlo!. Muchas gracias Francisco Acuyo, por darlo a conocer y difundir algunas perlas de su colección. Sin duda, un privilegiado de las Musas.
    Un abrazo agradecido.

    Jeniffer Moore
    Florida, USA

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  2. Irazoki, es un gran poeta. Desde que le descubrí, de una forma invisible y mágica, le sigo.
    Un placer inmenso leer y releer sus poemas.
    Un abrazo

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  3. Esta sección del excelente blog Ancile, me gusta especialmente. Me parece original y de una utilidad enorme, pues nos pone en antecedentes de figuras del ámbito poético que en no pocos casos no conocemos. Este es el caso, y para mi ha sido un gozoso descubrimiento la poesía de Francisco Javier Irazok

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  4. Los poemas de Irazoki se deslizan por la red y así, más gente lo conoce. Qué bien. Yo también los difundo en mis talleres: se leen en voz alta... Probad!

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  5. La voz poética de Irazoki tiene todos los registros tonales desde el barítono al silencio profundo que percute en el centro del pecho y lo abre, lo alienta y lo eleva para ponerlo a jugar con la materia que, según dijo William Shakespeare hace unos siglos, compartimos con los sueños. Leer a Irazoki es abrir la puerta a la propia vida, tentarse el tiempo transcurrido con la mano en la garganta y respirar.
    Leer es sentir. Este poeta lleva mi corazón entre sus manos y no le pesa. A pie de cada uno de sus versos, paso "las noches del invierno a escuras."

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