Inauguramos la serie de trabajos sobre el pensamiento en la
obra universal Don Quijote de la Mancha,
de D. Miguel de Cervantes, para la sección del blog Ancile Microensayos, por el
profesor y catedrático de filosofía y colaborador habitual de nuestro blog,
Tomás Moreno. Relación impecable y muy avisada de los rasgos detectables de
pensamiento en la obra inmortal de Cervantes que harán de seguro la delicia
tanto de interesados como curiosos en temática sin duda fascinante.
EL DISCURSO A LOS CABREROS O LA UTOPÍA
DE LA EDAD DORADA EN DON QUIJOTE (1ª)
El Quijote tiene, desde el punto de vista formal, la virtud
de plasmar en cada episodio o capítulo el mensaje general de toda la obra. Es,
como ha señalado acertadamente Carlos
París[1], una obra monádica. Obras monádicas son aquellas que “al
modo de las mónadas leibnizianas, contienen y reflejan el conjunto del universo
que el mensaje representa en cada una de sus partes”. Frente a éstas, señala
aquellas otras, a las que denomina holísticas,
en las que “sólo el todo da sentido a las partes”.
En efecto,
en El Quijote cada uno de sus episodios, a pesar de su evidente variedad
de sucesos, protagonistas y perspectivas, late ya comprimido el misterio y el
significado general de la obra; ocurriría en ella como, según los teólogos,
acontece con la Eucaristía, “que en la forma consagrada Cristo está en toda ella y en cada una de sus
partes”[2]. Ello nos permitirá -seleccionando unos pocos
pasajes o episodios del Quijote, los
más significativos para nuestro propósito- conocer y comprender con cierta
fidelidad su posición en relación con cualquier temática investigada. En
nuestro caso: el tema de la utopía de la
edad dorada de don Quijote.
En su conocido libro sobre el tema, José Antonio Maravall[3] va desgranando aquellos aspectos en
que el carácter utópico de la novela cervantina se manifiesta más claramente. El Discurso
a los cabreros de don Quijote, es, en efecto, un ejemplo claro de lo que
decimos. En él podemos constatar cómo se construye y articula ese ideal utópico quijotesco (que no cervantino) a través de un procedimiento
ternario
que conjuga -a lo largo de sus siete capítulos- los tres elementos que
especifican y definen todo proyecto utópico arcaizante: en primer lugar, la
nostalgia de un pasado ficticio e idealizado a través del Mito o ideal o de la Edad Dorada; en segundo lugar, la denuncia de la
distopía actual mediante la crítica del topos existente y la disconformidad con
la sociedad presente y, finalmente, en
tercer lugar el anhelo de reforma y la
propuesta de restauración del pasado utópico mediante un determinado
método (la caballería como método). Pasemos a analizarlos.
I. El Mito o Ideal de la Edad
Dorada
Este clásico mito lo encontramos efectivamente en el Discurso a los cabreros, en donde Don
Quijote se dirige a ellos con estas inolvidables palabras:
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos
pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en nuestra edad de
hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna,
sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de
“tuyo” y “mío”. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le
era necesario para alcanzar su ordinario
sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas
encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.
(DQ. I, XI)[4].
En este famoso y delicioso sermón, arenga o discurso de Don
Quijote a los cabreros, convergen, como ha señalado con singular acierto Fernando
Torres Antoñanzas[5],
tres variantes de un mismo género
utópico-ucrónico: una utopía temporal
orientada al pasado (representada por el mito o ucronía de la Edad de oro), una utopía social (que preconiza la ausencia
de la propiedad privada, el comunismo de bienes y la liberación del trabajo) y una utopía
natural o ecológica -expresada
mediante el mito de la Arcadia - (que
propone la armonización o reconciliación del hombre con la naturaleza).
El discurso
se inicia, en efecto, evocando, en el sagrado illo tempore de los
comienzos, en la más indefinida atemporalidad o ucronía del mito, la “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos
a quienes los antiguos pusieron nombre de dorados...”. Se trata de una edad
caracterizada por un comunismo de bienes
(“por ser en ella todas las cosas comunes” e ignorar “estas dos palabras de tuyo y mío”) y por la existencia
de una naturaleza ubérrima y dadivosa, en
la que todos los elementos naturales -las claras
fuentes, los corrientes ríos, las
robustas encinas, las solícitas y discretas abejas, los valientes alcornoques -, además de
abundantes, están dispuestos para el
disfrute y satisfacción de los hombres:
Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica
abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las
peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y
discretas abejas, ofreciendo a cualquier mano, sin interés alguno, la fértil
cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin
otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que
se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas no más que
para defensa de las inclemencias del cielo […] (DQ. I, XI).
Prosigue Don
Quijote su Discurso, recordando que
en aquél dichoso tiempo en el que la paz
y la concordia concordia presidían la
convivencia humana, no era necesario el trabajo ni el esfuerzo corporal para
sobrevivir, pues, de esa naturaleza
fecunda el hombre recibía como de una madre abnegada y generosa, el sustento,
el alimento, el cobijo, la protección:
Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no
se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las
entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía,
por todas partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar,
sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. (DQ. I, XI).
Se diría que,
en ella, estamos instalados en una suerte de edén o jardín idílico con reminiscencias
claramente bíblico-paradisíacas, pues
está entreverado de referencias judeocristianas, en el que todavía no se habrá
formulado la maldición divina del “ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
Estamos aquí, obviamente, ante la presencia de un paradigma
mítico muy conocido, de raíces grecohelenísticas y latinas: el de la Edad de Oro, eco y reflejo del mito de las Edades de Hesíodo, presente en las Églogas de Horacio, en los escritos de Tíbulo,
en Las Metamorfosis (Lib. I, 4) de Ovidio,
en las Geórgicas (Lib. I y Lib. II) y en la famosa Égloga IV de Virgilio y que también aparece en los Idilios de Teócrito, entre otros muchos [6].
La aurea aetas es, ciertamente, un
tópico literario muy conocido y difundido en el Renacimiento al que Don Quijote
alude en el famoso Discurso a los
cabreros y que supone para él todo un programa y toda una visión de la
historia, que expresan el contrapunto exacto de la sociedad, de la economía y del
modo de vida vigentes en la moderna ciudad preburguesa y en la incipiente economía
dineraria que se están consolidando en Europa en el momento de escribir su
obra.
En la
literatura de la época de Cervantes podemos encontrar abundantes y muy
sugerentes textos relacionados con este tópico mítico-literario de la edad dorada, que, aunque de raíces clásicas, tiene una
inmediata
ascendencia erasmiana, como tantos
expertos han demostrado[7] y que, sin duda,
Cervantes -como lector cultivado que era y no ingenio lego como algunos tratadistas del XIX sostuvieran- conocíó
muy bien, como Américo Castro
demostró cumplidamente en su magistral estudio sobre El pensamiento de Cervantes[8].
La referencia a la “edad dorada” podemos encontrarla, en efecto, en los más variados
autores de la época (siglos XVI y
principios del XVII), baste recordar para verificarlo los nombres de A. de
Torquemada, Juan de Mariana, Juan de la Encina, Hernando de Acuña, Juan Mal Lara[9] o el propio
Juan Luis Vives [10], por citar unos pocos. Pero tal vez sea Antonio de Guevara en su Relox de Príncipes (Valladolid, 1529)
quien mejor haya descrito, en sus términos idílicos, esa edad primera en la que
no existía la miseria e imperaba toda justicia natural[11]. Sin
embargo dichas evocaciones del tópico no tienen más valor que ser expresión de
una nostalgia del ideal, algo pasado
que a nadie se le ocurre restaurarla en el tiempo de Cervantes.
También los
diálogos y novelas pastoriles de la
época, ligadas de ordinario a la estampa idealizada de una vida amena, discreta
y rústica de pastores y labradores, propia de una economía rural y premoderna, descansan en este mito dorado. Tal edad áurea fue acogida con creciente
interés por los humanistas que “soñaban con un mundo que se bastase a sí
mismo, libre de los malos afeites con que lo habían rebozado el tiempo, el
error y las pasiones; terso y brillante como al salir del divino y natural
troquel”, en palabras de Américo Castro[12].
La alusión quijotesca a la edad dorada representa,
asimismo, la expresión de una función o impulso utópico, sin duda inherente a
la condición humana, y que, aunque su
contenido concreto varíe según épocas y circunstancias -ya sea bajo la forma de
Edad de Oro, de Paraíso perdido, de Edén
original, de Tierra prometida, ya
sea bajo la figuración de otros mitos, símbolos o arquetipos como los de país de Jauja,
D. Américo Castro |
Cucaña, Arcadia feliz o Islas de la abundancia y afortunadas-
expresa un anhelo permanente de plenitud y felicidad que ha acompañado al
imaginario social occidental desde sus orígenes griegos y que reaparece
recurrentemente como una constante que asume diferentes y renovadas variaciones
del mismo tema o de idéntico principio
esencial: el “principio –esperanza” blochiano.
“En general,
el elogio de la vida sencilla, rústica y solitaria” -escribe Américo Castro- “lleva
a su retaguardia el sueño de la pura espontaneidad natural. Ése es el acento
que la época renacentista pone sobre el “beatus ille”[13]. En efecto, asociado al mito de la aetas aurea se encuentra otro clásico
tópico literario y antropológíco, el mito del buen salvaje o del “hombre natural” que, aunque fuese
popularizado por Rousseau en el último tercio del XVIII, no es sin embargo original
del escritor ginebrino, ya aparece frecuentemente en los escritos de nuestros
cronistas e historiadores de Indias: en Bartolomé de Las Casas, Oviedo, Acosta,
Vasco de Quiroga. Fray Martín de
Murúa, en 1590, describe la primitiva Perú a la manera del mito dorado y el
inca Garcilaso de la Vega hace lo mismo evocando un áureo pasado inca. Las
alusiones al mito en el arte de la época son, por otra parte, abundantes: en el
Museo de Troyes se conserva, por ejemplo, un cuadro de Brueghel el Viejo, con
todos los ingredientes del tema. Más tarde será
retomado por Montaigne, en sus “Essais”
(I, 30, Sobre los caníbales) hasta
que la Ilustración, con Rousseau, Diderot, el abate Raynal y otros, lo conviertan propiamente en tópico literario
moderno.
Pero lo
que merecería resaltarse aquí es que esa imagen del hombre natural o primigenio,
bueno, ingenuo, cándido, bondadoso, desprendido, inocente etc. está también presente en la literatura castellana de la
época: se encuentra en la figura del villano,
de Menosprecio de corte y alabanza de
aldea de Antonio de Guevara, y
se evoca asímismo en el famoso “sueño”
de Maldonado, un escrito del XVI en
el que se
describe un país lejano en el que viven unas gentes que no tienen nada de males y que viven en una sociedad
ideal claramente utópica, en la que se defiende que la virtud ha de buscarse a
través del dinamismo natural en los ambientes más primitivos, donde se pensaba
encontrar una sociedad más conforme con la naturaleza humana, con el ideal de
vida evangélica y con formas de comunidad
social propias de los primeros cristianos[14].
Este edén o paraíso natural de la aurea aetas [15] constituye el contexto, el marco espacial en el que brota una peculiar utopía social muy
arraigada en la literatura cristiana medieval[16]
y lugar común en la literatura y cultura humanista cristiana renacentista, representada
en la philosophía Christi y
caracterizada por preconizar una sociedad orientada hacia una imitación y
recuperación de la forma de vida igualitaria-comunal de los primeros cristianos,
lo que refleja una clara tendencia ideológica social de signo reformador y erasmista,
latente en la época de Cervantes y de la que se nutrirá esencialmente nuestro
gran escritor Cervantes[17].
Recordemos,
a este respecto, cómo el gran pensador valenciano Juan Luis Vives, perteneciente a esa misma corriente
ideológico-cultural, en su tratado Sobre el socorro de los
pobres (1526), aseguraba que la sociedad vería realizado su deseo de
felicidad, si desaparecieran las palabra “tuyo” y “mío”. Lo mismo,
precisamente, que dice Don Quijote en su Discurso,
casi ochenta años después. Américo
Castro recoge, por su parte, este otro texto procedente de Cristobal de Villalón (“Ingeniosa comparación”)
que evidencia la popularidad de que gozaban en la época estas ideas
igualitaristas: “Luego comenzó a reinar la enemistad y envidia, comenzaron a
tomar posesión y a usar de este vocablo “mío e tuyo”[18].
Pues bien,
unida a esta idílica ausencia de propiedad privada, en el discurso quijotesco
se viene a ratificar también una utopía
natural o arcádica, ya que lo que es en ámbito ético-social lo deberá ser
también en el físico-natural:
Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de
valle en valle y de otero en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos
que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha
querido siempre que se cubra (DQ I, XI).
Sin solución de continuidad la nostalgia del paraíso perdido o de la edad áurea parece asumir ahora la forma literaria de la Arcadia felíz. Dos tradiciones
literarias se fusionan, aunque es la pastoril
la que impone sus imágenes y símbolos[19]. Se trata, ahora, de un espacio de libertad, una
libertad plena y sin
fisuras, de placer, inocencia y felicidad, en el que las
doncellas -como dice don Quijote- andaban, de
valle en valle, sin temor, liberadas del peso del pecado (entendido como forzamiento) y símbolos de la castidad
natural (DQ I, XI)[20].
La naturaleza colabora ahora en el orden humano, de
tal manera que es la encargada de educar y potenciar al hombre. Más que el mito del buen salvaje es la profecía mesiánica de Isaías. 11, el
referente adecuado de estas escenas. Fray
Antonio de Guevara, lo retrata, de modo ejemplar, en un texto de su Relox de Príncipes (I, 31)[21] cuando explica que el trabajo es consecuencia de la
caída, aunque la liberalidad de la naturaleza todo lo suple.
Pero, como señala Torres Antoñanzas[22], Cervantes se encargará de destruir, más tarde, esta
armonía ficticia en el episodio de las
pastoras de la fingida Arcadia ( II,
58). El paraíso de estas doncellas, pintado con los colores más excelsos y vivo
ejemplo de libertad y concordia naturales, sufre en las personas de amo y
escudero el acoso de la realidad al ser pisoteados por “el tropel de los toros bravos y el de los mansos cabestros”.
La ironía descansa en que esta utopía natural o arcádica
descrita por don Quijote discurre, como muy bien observa Torres Antoñanzas,
ajena a la real naturaleza que constituye el paisaje manchego del “Quijote”, en el cual no hay claras
fuentes ni abundosos ríos. Los paisajes no son caballerescos, ni existen claros
signos de los panteísmos renacentistas. Sólo existen elementos
individualizados: tierra, arboledas, piedras, ruidos, etc., descritos
someramente y sin ningún matiz naturalista.
Es de resaltar en estos pasajes el marco mítico
que se adecua a la expectación de unos
pastores que se convierten, al final del capítulo, en personajes literarios que
cantarán endechas al amor de Marcela, la “virgen” solitaria. Lo histórico
deviene mitológico, lo presente en pasado. Don Quijote descubre el orden de la
historia, una historia que, a gala de su imagen clásica, pasa a formar parte
del orden de la naturaleza. Las tres
utopías convergen finalmente, como apunta Torres Antoñanzas, en la unidad
esencial de la madre naturaleza.
Cuando, en la segunda parte de la obra, don Quijote
se ve obligado temporalmente a abandonar el ejercicio de la caballería, y
aspira a vivir una existencia dedicada a componer endechas y cantos y a tañer y
escuchar instrumentos, como pastor
Quijotiz, estas idílicas imágenes de la Arcadia
feliz de nuevo retornarán a la imaginación del caballero con las mismas
características y expresiones evocadas en el discurso a los cabreros: don Quijote se propone habitar en los
espacios de una naturaleza acogedora y benéfica:
Bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de
los límpidos arroyuelos o los caudalosos ríos. Darános con abundantísima mano
de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los toncos de los durísimos
alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores
matizados los extendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y
las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el canto, alegría el
lloro (DQ, II, LXVII).
El tema
pastoril y el caballeresco están,
pues, inextricablemente unidos en el “Quijote”
ya desde los primeros capítulos. No es una anécdota casual que en el escrutinio
de la biblioteca del ingenioso hidalgo la sobrina haga quemar las novelas
pastoriles, oponiéndose en esto a la opinión del cura, pues ya tiene el
presentimiento de que “no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de la
enfermedad caballeresca
leyendo éstos se le antojase hacerse pastor y andarse
por los bosques y prados cantando y tañendo”
(DQ, I, VI). O que, más tarde, en la segunda parte de la obra, vencido,
derrotado, apartado de la acción que quería arreglar el mundo Don Quijote sueña
con hacerse pastor –el pastor Quijotiz-
y revivir la Arcadia feliz, la misma
que, como antes hemos comentado, ha evocado ante los cabreros.
Carlos
París ha visto en este episodio arcádico la expresión más cumplida de la
nostalgia del paraíso perdido como
sueño y expresión de un mundo mejor, que no ha dejado de gravitar sobre la
utopía social de los tiempos modernos. La reconciliación de la humanidad con la
naturaleza, aunque haya de ser despojada de tan líricas visiones, no es ajena,
en su opinión, al proyecto realizador de una más alta humanidad. Es la unión de la ciudad y el campo en que,
siglos más tarde, insistirá la Ideología
alemana de Marx. Constituye algo
así como el marco de la gran transformación en que los seres humanos se
plenifiquen sintiéndose partes de la comunidad social y de la unión con la
naturaleza[23]. (Continuará).
Tomás Moreno
[1] Carlos París: “Fantasía y Razón
Moderna. Don Quijote, Odiseo y Fausto”, Alianza editorial, Madrid, 2001, p.26
[2] Ibid, p.26
[4] Miguel de Cervantes: “Don Quijote de la Mancha”. Utilizamos la edición del Instituto
Cervantes, dirigida por Francisco Rico, dos vols., Crítica, Barcelona, 1998.
Sobre el mito de la edad dorada en
Cervantes véase también su comedia “El trato de Argel”, donde el cautivo
Aurelio pronuncia un soliloquio que empieza así: “¡Oh sancta edad, por nuestro
mal pasada/ a quien nuestros antiguos le pusieron/ el dulce nombre de la edad
dorada!”
[5] Cfr. Fernando Torres Antoñanzas, “Don
Quijote y el absoluto. Algunos aspectos teológicos de la obra de Cervantes”,
Universidad Pontificia de Salamanca, 1998, cuyo fino análisis del discurso
quijotesco seguimos parcialmente en este apartado.
[6]
Cf. H. Levin, “The Myth on the Golden Age in the Renaissance”, Indiana, 1969;
Hugo Francisco Bauzá: “El imaginario clásico. Edad de Oro, Utopía y Arcadia”, Santiago de Compostela,
1993; Roger Mucchielli,
“Le mythe de la cité ideale”, Presses Universitaires, París, 1960, pp.
62-63. Estas
referencias a la Edad Dorada se asientan en una ancestral creencia en la bondad
natural de los hombres antes de ser corrompidos por la sociedad. La idea cobra
una gran fuerza en el Renacimiento, al encontrar los humanistas alusiones
múltiples a la Edad de Oro en los más diversos
autores de la Antigüedad clásica.
Con él se trata de exaltar el mundo ordenado y sencillo de la naturaleza,
perturbado por la civilización corruptora. Para su presencia en tierras
americanas, véase: Fernando Ainsa, “De la Edad de Oro a El Dorado. Génesis del
discurso utópico americano”, F. C. E., México, 1992.
[7] Erasmo de Rotterdam lo recuerda en su
“Elogio de la Locura”: “Digamos francamente que el saber y la
industria se han introducido en el mundo como las demás pestes de la vida
humana, y que fueron inventadas por aquellos mismos espíritus que crearon todos
los males, por ello se les llama demonios que significa los que saben. Nada de
esto conocíase en la Edad de Oro, y los hombres entonces, sin
método, sin regla, sin instrucción, vivían felices,guiados por la naturaleza y
el propio instinto”, cit. en Américo
Castro, op.cit p. 177. Para el tema de la Edad de Oro y su ascendencia
erasmiana véanse: Marcel Bataillon, “Erasmo y España”, México, 1966, 2ª
ed., pp. 651-652; L. Ostêrc, “El
pensamiento social y político del Quijote”,
México, 1963, pp. 242-254, y también
José Luis Abellán, “El Erasmismo Español”,
Espasa Calpe, Madrid, 1982.
[9]Así en la Filosofía vulgar de este último,
humanista español del XVI y
seguidor de Erasmo, se nos
informa de que “los poetas, Hesíodo, Arato, Virgilio, Ovidio [...], tratando de
la Edad de Oro, decían que corrían ríos de leche y miel en todas las tierras, y
esto era porque vivían santamente; y así era a los que Dios quiere bien”. Tomamos la cita de Francisco Garrote
Pérez: La sociedad ideal de Cervantes,
C. E. G. A. L., Madrid, 1997, p.36.
[10] El humanista valenciano escribe, por
ejemplo: “Este es el verdadero siglo de oro, no aquel del rey Saturno, que en
verdad debe mostrarse, no en la abundancia y en la completa libertad de las
costumbres según fue contado en el pasado, sino en la inocencia e ingenuidad de
las almas, encendidas por el bellísimo amor a la concordia, la paz, la alegría,
la gratitud, la bondad.” (De Veritate Fidei V, 9).
[11] Fray Antonio de Guevara,: “En aquella
primera edad y en aquel siglo dorado todos vivían en paz, cada uno curava sus
tierras, plantava sus olivos, cogía sus frutos, vendimiava sus viñas, segava
sus panes y criava sus hijos; finalmente, como no comían sino de sudor propio,
vivían sin perjuyzio ageno.” (Relox de
Príncipes I, 31, ed. Emilio Blanco, Madrid, 1994, pp. 256-257).
[12] Américo Castro: “El pensamiento de
Cervantes”, op. cit., p. 173. La edad
dorada y la vida rústica,
sencilla, se dan la mano en la literatura renacentista tanto italiana como
castellana. Poliziano escribirá una laude
della vita rusticana, y León Battista Alberti, en su libro La famili, hará una alabanza del campo.
Todo ello se enmarca en una concepción de la naturaleza que evoca lo bucólico y
los ambientes pastoriles, como la Arcadia
de Sannázaro, la Diana de Montemayor
o las Églogas de Garcilaso pusieron
de relieve.
[13] Ibíd, p. 177.
[14] Véase J. De Maldonado, Sueño, en “Sueños ficticios y lucha
ideológica en el siglo de Oro”, Miguel Avilés, Madrid, editora Nacional, 1981,
p. 128.
[15] Guillermo
Díaz-Plaja ha evocado tambián este topos
clásico en un precioso artículo titulado precisamente “La nostalgia de una Edad de
Oro. Genealogía de los hippies”, en el que relaciona este episodio de los
cabreros y el discurso de Don Quijote con el naturalismo de los hippies (ABC Sevilla, 9, noviembre 1968) . Y
otro ilustre pensador y médico español, Juan Rof Carballo abundará en la misma temática en su “Don Quijote y los
“marginales”
(ABC, Madridd, 25,
noviembre, 1973).
[16] Ideal éste, presente en numerosos grupos religiosos ortodoxos y
heterodoxos, que tiene su origen en la Edad Media (siglo XII), con los cátaros y valdenses, los franciscanos fraticelli o espirituales,
que continuará, como ideal de organización social, en el otoño de la Edad
Media, en sectas como los hermanos del Libre Espíritu, en
Alemania, los lolardos en Inglaterra, los taboritas y husitas en Bohemia y que,
finalmente, tendrá su culminación, tras
la Reforma luterana, con la revolución campesina de Thomas Müntzer y los Anabaptistas en los territorios del
Imperio germano y, en cierto modo, en otras sectas y corrientes doctrinales
cristianas de la época y entre ellos: los
erasmistas. Para el tema de los
movimientos revolucionarios y abolicionistas de la propiedad privada en la Edad
Media véanse: Norman Cohn, “En pos del Milenio. Revolucionarios, Milenaristas y
Anarquistas Místicos de la Edad Media”, Barral, Barcelona, 1972 y Jean
Delumeau, “Historia del Paraíso. Mil años de felicidad”, vol. 2, Taurus,
Madrid, 2004.
[17] En su Enchiridion o Manual del
caballero cristiano, el pensador holandés defiende, por ejemplo, que “la
caridad cristiana no conoció la propiedad (...) ¿Tú creías que sólo a los
frailes les estaba prohibida la propiedad y mandada la pobreza? Te engañabas,
que lo uno y lo otro a todos los cristianos concierne”. Parece que la
contundencia de estas afirmaciones no deja lugar a la ambigüedad, con lo que la
obligatoriedad de la propiedad colectiva se convierte para los buenos
cristianos casi en un mandato.
[18] Citado. en nota nº 74 de “El pensamiento de Cervantes”,
op. cit. p. 203. Para la expresión “mío y tuyo” en el discurso de D.Q. Véase Lúdovik
Osterc, “El pensamiento social y político del Quijote”, México D. F., 1975, pp. 245-246.
[19] Sobre la vinculación de este discurso a los cabreros con el tema pastoril véanse: Américo Castro, op. cit., pp. 177-195; Charles B.
Moore, “El carácter conflictivo del “locus amoenus” y de la Edad Dorada en el
Quijote”, Letras de Deusto, XXIII, 1993, pp. 129-135.
[21] El texto de Antonio.de Guevara dice:"A
mi parecer, de aquel pecado que cometieron nuestros padres en el Parayso quedó
esta servidumbre a nosotros sus hijos en el mundo, en que si entro en el agua,
me ahogo; si toco el huego, me quemo; si paso llego a un perro, me muerde; si
amenazo a un cavallo, me hiere; si resisto al ayre, me derrueca; si persigo a
la serpiente, me emponzoña; si acosso al osso, me mata; finalmente el hombre que
quería comer a los hombres en la vida sin piedad, las entrañas le roen los
gusanos en la sepultura” (Relox de
Príncipes, I, 31, p. 258).
[22] Cfr. F.Torres Antoñanzas, op. cit. pp. 181-185.
Gracias por la excelencia de su trabajo, estimado Profesor Moreno, y a ti, Francisco por este blog de referencia, de tanta calidad y beneficio.
ResponderEliminarSaludos cordiales.
Jeniffer Moore