En tiempos en los que se valora primordialmente el éxito, la fama, el poder, el dinero, y donde la benevolencia no parece tener importancia alguna, nos parece oportuno ofrecer una reflexión, aun cuando sea apresurada y a vuela pluma, sobre la bondad, que diríase haberse diluido como virtud para caer en el ámbito de los valores menores y de consuelo para los que, acaso, según las convenciones sociales de la actualidad, no alcanzaron o no quisieron alcanzar, aquellos valores tan estimados en nuestros días. Así hemos titulado este opúsculo De la bondad y el altruismo a la dependencia egoísta, para la sección del blog Ancile, De juicios, paradojas y apotegmas.
DE LA BONDAD Y EL
ALTRUISMO
A LA DEPENDENCIA EGOISTA
Cualquiera
reflexión sobre la virtud moral de la bondad (y su concepto) en un mundo que
nos marca con el inevitable estigma de la dependencia hacia una sociedad
profundamente corrupta, cuando no evidentemente enferma, nos hace, cuando menos,
dudar del posible encuentro o atisbo siquiera de hallazgo de tal bonohomía
individual en este acervo o conjunto de personas que hemos denominado con
dudoso acierto humanidad.
El
ser humano, dícese producto de una evolución altamente selectiva donde sólo los
más aptos sobreviven y donde incluso los rasgos genéticos y de herencia para
tal integración escogida son producto del gen
egoísta[1]
que, al fin y al cabo, al estar más capacitado será el que se adapte
idóneamente al medio, donde, en fin, la solidaridad es manufactura manifiesta
de los mejor acoplados y útil indiscutible para obtener la reserva,
reconocimiento y reminiscencia de los mejor adaptados, y, donde los organismos
–incluidos los seres humanos- no son más que meros artefactos de supervivencia
a los que se someterán los menos agraciados, tal concepto de ética e idea de
bondad se vierte como otro instrumento –demagógico y populista para algunos
ideólogos- mediante el que mantener el poder y la gracia del estatus
proveniente de su privilegio evolutivo. A la luz de estas afirmaciones –firmes
creencias en sectores sociales, ideológicos, filosóficos e incluso
científicos-, no cabe hacer unas halagüeñas reflexiones sobre tal cuestión de
la benevolencia y el altruismo y, así mismo, tampoco para ofrecer un diálogo
que no esté gravemente emponzoñado por estas convenciones tan ampliamente
aceptadas, parece, por muy influyentes círculos intelectuales, los cuales
habrán de dejar su singular impronta en ámbitos sociales, ideológicos y políticos.
El
ser humano que aspira a la singularidad y al cuidado de sí –y de lo suyo- se
muestra temeroso siempre hacia la pérdida de lo conseguido, mas, cuando
bondadoso, nos advierte de una personalidad segura de sí, así como con un
talante de ingenua sencillez y sinceridad que manifiesta, para colmo de los
escépticos del altruismo, un exiguo o nulo apego o miedo a la pérdida de lo
obtenido. Esta conducta, ¿rara?, es para mí una evidencia que he tenido (no sé
si como raro privilegio o he disfrutado de no menos raras dosis de fortuna) la ocasión de
contemplar y de vivir, muy a pesar de todas las nociones tan desesperanzadoras anteriormente
expuestas.
Aquel
vivir para los demás, si quieres vivir
para ti[2], en
estos tiempos convulsos -y confusos-, llenos bien de un profundo egotismo, bien
de una sórdida indiferencia hacia las miserias del prójimo –inevitablemente,
aunque parezca paradójico, a las propias también-, ofrece el triste testimonio
no sólo de una falta de ética pasmosa, también de una franca estupidez al
obviar uno de los fundamentos de nuestra naturaleza humana: somos relación, y que la ausencia de
generosidad para con el otro es una falta de aquella para con nosotros mismos.
Podemos
contrastar ópticas muy diferentes en nuestro tiempo sobre la necesidad o no de
esta bonohomía y altruismo para la sociedad. Cuando la genealogía de la moral[3] declara
la compasión como grave enfermedad de la cultura (manifestación que caló
hondamente en no pocas ideologías posteriores a esta exposición ético
filosófica), dejaba fuera de lugar y duda cualquier manifestación espontánea o
natural de bondad o generoso y altruista ofrecimiento. Por otro lado la caritas cristiana ofreció y ofrece una
innegable declaración de necesario altruismo que funciona como catalizador para
muchas personas, conscientes de la necesidad y excelencia de la bondad
manifiesta a través de esta espíritu altruista. Sin embargo, todavía resuena el
eco de aquel homo homini lupus[4] del
latino Plauto[5] que
muestra descarnadamente el lado individualista y depredador del hombre,
poniendo en cuestión cualquier manifestación de verdadero altruismo.
La
buena voluntad kantiana traducida en
un sentido –sentido- del deber para llevar a cabo lo correcto, acaso no parece
merecer, a día de hoy, la atención y la valoración debida –ya sabemos de la
reacción de Niezstche a buena parte de la filosofía kantiana. Aquel imperativo categórico universalizador
para una moral común no debiera resultar indiferente en un tiempo en el que en
verdad se hace cada vez más imprescindible, si es que nuestra capacidad para
ponernos en el lugar del otro diríase haberse vaciado de todo sentido y argumento.
La
consecución y realización de nuestros propósitos a cualquier precio –que
incluye sin pestañeo la devastación de todo aquello que pueda resultar un
obstáculo para su cumplimento-, se ha convertido en una norma de uso habitual
en forma de una sana competencia.
El
comportamiento altruista y de sacrificio constatado en los comportamientos de
los simios da la sensación de querer ser diluido para, con su disolución,
también emulsionar o disolver
cualquier atisbo de remordimiento en relación a
nuestras acciones y omisiones egoístas. No obstante, parece que ya en temprana
edad del ser humano, pueden observarse señales de desinterés y generosidad (a
los 18 meses), por lo que se diría que la sociedad (y el individuo) parece(n)
esforzarse en anular cualquier permanencia de dicha impronta altruista.
No
nos deja de causar asombro cómo, reconociendo el condicionamiento de la
conducta altruista reducida al funcionamiento neuronal, según las últimas
aproximaciones de la nueva (¿religión?) disciplina neurocientífica, reducidas
también a conductas egoístas, pues, cualquier decisión de bondad aspira en realidad
a la gratificación futura, aún así, en esta relación de simbiosis conductual,
no se acaba de valorar estos procederes generosos.
Quizá
va siendo hora de que reconozcamos que el apego y los anhelos (consumistas, de
poder, de reconocimiento, de recompensa…) puede ser el origen del sin sentido, de
las desdichas y padecimientos que experimenta la humanidad en su devenir
existencial. Acaso más que la voluntad o la famosa resiliencia[6]
para la aceptación o la lucha contra el inevitable sufrimiento existencial, la
verdadera solución radicaría en el reconocimiento de este hecho incuestionable,
y que la solución pasaría por la inspección, revista y verificación de todos
nuestros innumerables condicionamientos (biológicos[7]
y, sobre todo, culturales).
La
liberación de nuestro espíritu es fundamental. Sólo como personas libres
podremos acceder y manifestar bondad
verdadera. Es por eso que cualquier revolución social será inútil, sino se
produce el cambio profundo del individuo, pues sin él no habrá nunca
posibilidad de afrontar con garantías de éxito los problemas, injusticias y
necesidades sociales.
Aquella
libertad imprescindible que anunciábamos como camino para la manifestación de
la bondad, ofrece además otra de las más
genuinas expresiones del ser humano completo: la creatividad, que, sin esa
libertad total no puede realizarse en plenitud. Es claro que para tener
conciencia de todo aquello que nos condiciona y nos impide alcanzar la bondad
(creativa) que tanto necesita la humanidad, hemos de estar también atentos a
los hechos que hacen de este mundo en tantos momentos un ámbito inhabitable;
observar, inquirir para aprehender sin las interferencias y los
condicionamientos que pueblan nuestro insuficiente y maltrecho pensamiento, que
sucumbe bajo el poso de los prejuicios dogmáticos (no solo religiosos, también
científicos, que también los hay, ideológicos, políticos, nacionalistas o de
cualquiera otra índole) que impiden el desarrollo de la libertad y la bondad a la que debiera aspirar
cualquier espíritu creativo.
Francisco Acuyo
[1] Dawkins,
R.: El gen egoísta, Salvat, Barcelona, 1993.
[2] Séneca
[3] Niezstche, F.: Genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 1972.
[4] El hombre es un lobo para el hombre, que
hizo célebre Hobbes.
[5] De la
obra Asinaria y que haría famosa
Thomas Hobbes en el Leviatán.
[6] Ver en
el Blog Ancile: De la resiliencia, http://franciscoacuyo.blogspot.com.es/2015/05/de-la-resiliencia-o-el-que-no-se.html
Amigo, que tú te des cuenta de esto es la corroboración de mi esperanza de que aún quedan seres con la antorcha del bien en alto. Es doloroso ver cómo la mayoría tiende al egoísmo, a salvar lo suyo contra viento y marea, caiga quien caiga en el camino. Y ese camino puede llevar a Sodoma y Gomorra. Gracias por la luz de tu razonamiento. Un abrazo.
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