Para la sección, Noticias, del blog Ancile, traemos el trabajo de José A. González Núñez, sobre el libro recién publicado del profesor y poeta Manuel Salinas Y portuguesa el alma, publicado por Entorno Gráfico edicones; y todo ello bajo el título, Una ética poética para la hipermodernidad. Sobre portuguesa el alma.
UNA ÉTICA POÉTICA PARA LA HIPERMODERNIDAD.
SOBRE Y PORTUGUESA EL ALMA DE MANUEL SALINAS
La hipermodernidad, estos tiempos que vivimos una vez superada la
posmodernidad según los bautizó G. Lipovetsky, sigue siendo una era racionalista y pragmática, individualista y
consumista, pero marcada por una original y sofocante angustia, gestada en la rapidez de
las metamorfosis, en la melancólica caducidad de su esencia efímera y en la provisionalidad
e inseguridad a que el capitalismo
global sigue condenando a las masas, al ritmo desenfrenado de su progresión desaforada. Esta época,
marcada por el desasosiego, nos fuerza a nuevos planteamientos, a nuevas
exigencias, a otros modos de vivir en sociedad y a otras relaciones en los
dominios del poder político, del saber y, sobre todo en el íntimo espacio de la
subjetividad: preciado don heredado de
la modernidad.
El individuo hipermoderno se ha transformado y, a pesar del
persistente hedonismo y sus ansias de gozo inmediato e ilimitado, según se fue
expandiendo y asentando el consumismo, comenzó a percibirse una cierta insatisfacción
moral, el hartazgo de la producción material y la carencia de aquellos ideales
necesarios al vivir colectivo. Si el compromiso militante se ha relativizado
con el
desprestigio de las ideologías que ofrecían paraísos igualitarios a la
vuelta del futuro y la moral autoritaria se ha visto erosionada por una laxa
permisividad, poco a poco se ha comenzado
a denostar el nihilismo y han acabado por ir asentándose nuevos valores
morales, derivados de los derechos humanos, imprescindibles para configurar la
identidad donde cimentar la subjetividad satisfecha y peculiar de las sociedades
democráticas y desarrolladas. Revestida de la fascinante y lujosa teatralidad que
irradia y se expande desde los todopoderosos medios de comunicación, esa individualidad
también recibe cada día la descarnada e insoportable imagen de la pobreza y el sufrimiento ajeno.
En los resquicios y ámbitos nacidos al socaire de la
sentimentalidad desbordante de los medios de información ha ido creciendo, a la
par que la insoportable angustia vital, la crítica de la explotación del semejante
y han comenzado a aparecer nuevos comportamientos altruistas y valores
cimentados en la generosidad y en aquel sentido de la justicia que reconoce en
el otro el mismo absoluto que en uno mismo.
Justo en estos momentos acaba de aparecer un nuevo poemario, Y portuguesa el alma, del granadino
asentado en Málaga, Manuel Salinas, editado
en la colección Entorno gráfico de poesía,
que viene a dar continuidad a los ideales iniciados en Viviré
del aire (2014) y supone el logro de nuevos hitos en el camino hacia esa
tan necesaria ética, en este caso poética, para nuestra “dañada realidad”.
La vida humana en su
dimensión ética se ofrece como un camino hacia el Bien, camino de perfección que
ya San Teófilo (siglo I) y San Gregorio de Nyssa (siglo IV) entienden como
tensión y continuo avance ascensional desde la materia inane hasta la más alta
espiritualidad, y que se expresa con el
término griego “epectasy”. En ese itinerario la razón no considera al Bien como
un sentimiento nacido en la voluntad particular del individuo, sino como una
aspiración al infinito, una reiterada búsqueda de algo más, pues el espíritu sólo
se sacia parcialmente con los logros adquiridos y se reproduce en su acción
incondicional y en su afán de universalidad. El deber de abarcarlo todo llevó a
estructurar la realidad en tres escalones o niveles de dignidades según las
categorías existentes, pasando de la inferior o naturaleza material, incapaz de
perfeccionamiento autónomo, a la humana, dotada de libre albedrio, y a la
superior o Bien absoluto, identificado con el misterio divino, inalcanzable por
los humanos.
La tarea del hombre, único ser dotado de capacidad moral autónoma,
consiste en procurar la mayor perfección de lo dado, en continuo recomenzar y
sin nunca acabar. Con la libertad, connatural al ser humano, en su caminar,
puede optar por cualquiera de los dos sentidos de la marcha, hacia el Bien o
hacia el Mal. El hombre bueno busca la elevación espiritual y su conciencia le
hace sentir pudor cuando opta por el movimiento descendente, aquel que le lleva
a darse de bruces con la materia inferior, incapaz ésta de mayor perfección y a
la espera de la ayuda humana para su elevación.
Wieland, el “Voltaire alemán”, fue el filósofo que en los umbrales del
Romanticismo supo expresar con prístina claridad el ansia de transformación
ascensional que el mundo mineral siente por el vegetal, éste por el animal y la
bestia por el hombre. Finalmente, a través del camino de perfección, el humano desea
conocer lo desconocido, dar a ver lo invisible y alcanzar, aunque sólo sea en
el fugaz instante del “toque delicado”, la unión con la divinidad en la
inaccesible “teosis” del místico.
En el trato con la
naturaleza el hombre se atiene al pudor para dominar con la razón las
inclinaciones sensibles; la compasión es el sentimiento que le permite avanzar
en sus necesarias relaciones de simpatía con los demás, un ponerse en el lugar
del otro, superando la perversa tensión egoísta, merced al principio de
justicia con el que reconoce en el semejante la misma dimensión de ser que posee
en sí mismo y así pueda nacer entre ellos el amor de igualdad. Por último, en
su proyección hacia el misterio y para crecer espiritualmente, los humanos
necesitan la virtud de la piedad,
veneración que se manifiesta en el trato con
lo divino y que expresa su decidida vocación de perfección. Ante lo desconocido
el hombre siente temor, pero poco a poco y según se acerca a lo divino,
transforma aquel pánico inicial en reverencia y admiración, deseo insaciable de
unión y amor puro al Bien Supremo,
porque en Él se conjunta de manera indivisible la triple virtud: pudor,
compasión y piedad.
Manolo Salinas es poeta, y lo es porque ha recibido el don de
guardar en la memoria el tesoro vivo de lo que ha sentido (G. A. Bécquer); con
tan preciado material ha creado y elevado himnos en honor del misterio de la
existencia, pues que trasciende, trascendentes. En el Arte Poética de Juan de Mairena la poesía, como cualquier fruto
imperecedero, debe sobreponerse al tiempo, de manera que el tiempo vital del
poeta se “eviterniza”, con los medios de que éste se vale, en su totalidad temporales
(medida, acentuación, rima, imágenes…), para ser:
“Ni
mármol duro y eterno
ni
música ni pintura,
sino
palabra en el tiempo.
Canto
y cuento es la poesía,
se
cuenta una viva historia,
cantando
su melodía.”
Y a tal poética se atiene
Manuel Salinas, pues no en vano le dotó Lope de Vega con “los ojos niños y portuguesa el alma”, unida a una
nueva ética que enraíza y fructifica en
estos nuestros días. Manolo nos recibe en el pórtico carvajaliano, “Del lado de
la vida” y allí nos da cuenta y desvela el milagro hecho pensamiento y canción.
En los recién pasados tiempos sentimos pudor y llegamos a comprender “que somos
unos bárbaros, y que / esto no puede ser”, “pues toda barbarie cultural
destruye la belleza y produce una barbarie moral”.
El poeta siente la herida de abril, porque “abril es una herida, huido/ aroma de la
hermosura del mundo” y, marcando tajante separación entre el mirar y el comer,
deglute el mundo en ágape de compasión, compartiendo amor entre semejantes,
elevándose al segundo escalón en la escala ascensional y creando belleza: palabra
en el tiempo. Con ella nos da a ver lo que a él también se le dio, ese destello
luminoso que atraviesa la llaga en su mano de artífice, llama de amor que quema
y cauteriza y, con su luz, hace hablar a las cosas, a los jardines, en los
lienzos de Rosaura Álvarez, Carmen Tischler y Mª Teresa Martín-Vivaldi, –¡Qué
hermosas glicinias del Generalife para la portada!–, “donde prende el rojo, el carmín,/ el sangre”,
o en los sotos de los ríos de Granada:
“Juncos del Darro,
junquillos leves,
alegres de día
de noche alegres”.
Y la memoria frente al olvido es canto y cuento, ráfaga de luz que
traspasa las tinieblas, rompiendo el silencio de la noche malagueña: “noche de plata”.
La poesía “palabra esencial en el tiempo”, “diálogo de un hombre
con su tiempo” según el pensar de Mairena, no es buena sólo por su técnica sino
por la calidad de intuición, por su sensibilidad poética, por esa visión
descentralizada y polivalente que considera y atiende los diferentes ángulos del
ojo lírico, capaces de redimir la soledad del hombre. Sinestesia de los
sentires que tras la “noche oscura” del alma “abre los ojos dentro: la vida”.
Salir al exterior con una conciencia auroral, con la inocencia del
infante analfabeto, el recién nacido que
sobre todo “apetece la leche alba del espíritu: la razón inmaculada, la razón
pura” (Bergamín), razón espiritual capaz de doblegar la razón práctica en su “vita
nova”, hecha de rectitud moral ante el mundo, al que consigue dar significado.
Sabiduría bondadosa que engendra el bien, bello y verdadero, los tres
universales caros al pensamiento desde la antigüedad griega, después
cristianizada.
En lo externo el poeta se alimenta, come y se enriquece con la experiencia
de su tiempo vital y con su particular vibración, unido a los demás, en la
entrega que propicia la compasión, pues “sólo el amor/ transforma lo que toca” y
crea la poesía, velo lingüístico repleto de colorido que da vida y hace
legible
lo que no puede ser leído o vivido. Oquedad del estigma en la mano del artífice
metamorfoseado en canal de inspiración, tal como lo imaginó y plasmó Claudio
Sánchez Muros en su alegoría de la poesía, mediación entre el espacio privado y
la colectividad, punto intermedio en las redes de comunicación. El yo como “el
yo-del-otro”, “el deseo del otro”, de su diversidad se complementa en tanto que
se le reconoce como igual. “Es la hermosura, la indulgencia que nos ayuda a sentir
que lo que bien se reparte, bien sabe”.
Si en la historia moral de la humanidad se ha reiterado el
fantasma del hombre-dios, el poderoso divinizado, el rey sol dominando sobre un
amplio espacio “radiocrático”, en la actualidad renace lo espiritual, lo
humano, aquella metafísica que se creía erradicada desde la Ilustración hasta el
nihilismo posmoderno, con el deseo de superar en su avance el terrible drama
del siglo XX, las catástrofes continuadas y las
ruinas acumuladas, el fruto
amargo del aire del progreso que el Angelus
Novus de Klee no logra frenar ni reparar, en tanto los hombres sean
incapaces de reconocer a los demás, al “otro que es yo”, como iguales (H.
Arennt) y sientan pánico por la
multiplicación de los discursos mestizos: la “espuma” caótica de la
globalización (P. Sloterdijk).
Manuel Salinas reconoce a los tártaros “despojados de la avaricia
del cielo” como “tigres que heridos regresan/para asaltar los cielos”, pero “ya
no hay ni verdades ni mentiras, sino la vida que eligió cada uno” y, “frente a
la codicia de lo utilitario”, “hagamos
del cielo el mejor lugar/ de la tierra.”
En el amor entre iguales es el poeta con su peculiar sentir, en su
ética, quien mejor puede atisbar la moralidad de cada cual, atravesada por la
“kénosis” divino-humana que transfigura la libertad. Si el mal que amenaza al
hombre y a la historia es la muerte, el Bien hecho amor del decir se constituye
en memoria frente al olvido, belleza que en el poema aspira a la exaltación
musical y a la redención del mundo. “Esa
luz: aspirar a ser buenos y no más”, palabras que concluyen el “Envío” y cierran el
poemario.
E. Kant definió lo sublime como la elevación moral del sujeto ante
la posibilidad de su destrucción por un poder superior; ateniéndonos a esa idea, no cabe duda de que el
alma portuguesa de Manuel Salinas se nos ofrece como inmejorable e
imprescindible tratado ético contra la perplejidad de nuestros tiempos desde la
lógica polivalente de su lírica.
El libro se completa con una sorprendente introducción, debida al
temblor sagrado de la mano de Sara Pujol Russell, poeta conmovida, admirada y
enamorada ante los versos de Manuel
Salinas, hasta el punto de hacer falso el axioma aristotélico que postula la
más rica vitalidad del pensador en tanto sea capaz de someter su dinamismo
impulsivo. La rebelión de la mano que la prologuista quisiera austera le ha
llevado a elaborar un texto que es la pura esencia del otro que habita en la
desnudez del yo. Por esto, y a su pesar, se nos ofrece como investigación
erudita, ejercicio de exégesis y la mejor guía para el futuro lector, en un decir nunca visto que es fuego de una pasión capaz de iluminar los ocultos
intersticios de un pensamiento más que dual, trinitario: el de la escritura, el
del poeta prologado y el de estos versos machadianos:
Si un grano de pensar
ardiera
no en el amante, en el
amor, sería
la más honda verdad lo
que se viera.
José A. González Núñez
Venta del Pulgar.
En
la fiesta de Santa Ágata, la catanesa.
5
de febrero de 2017.
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