REPRESIÓN Y RIDICULIZACIÓN
DE LAS MUJERES LENGUARACES
Un pensador conservador francés de
principios del XIX, como Joseph de
Maistre, también percibirá el mismo peligro que denunciara un par de siglos
antes su compatriota Jean Bodin: “Cuando
habla parlotea, para no decir nada como las urracas, loros o cotorras”. Debe
–propone- conminárselas al silencio, a la “taciturnitas”. Por eso Rousseau
abominaba también de las marisabidillas
parlanchinas:
Una marisabidilla es el azote de
su marido, de sus hijos, de sus amigos, de sus criados, de todo el mundo. […]
Todas esas mujeres con grandes talentos nunca infunden respeto sino a los
necios. Siempre se sabe quién es el artista o el amigo que sostiene la
pluma o el pincel cuando ellas trabajan.
Se sabe quién es el discreto hombre de letras que les dicta en secreto sus
oráculos (EOE, V, 612).
Y el
propio Kant, en su Antropología, medio en serio medio en
broma, nos advierte del poder belicoso de la lengua femenina:
El varón ama la paz del hogar y se somete
gustoso al gobierno de su mujer, simplemente para no verse molestado en sus
asuntos, la mujer no teme la guerra doméstica, que practica con la lengua, y
para la cual la naturaleza le dio su locuacidad y emotiva elocuencia, que
desarma al varón (ASP).
No
podemos pasar por alto la posición de un filósofo tan interesado por la mujer y
por su enigmática complejidad como F. Nietzsche. Una serie de afirmaciones y
expresiones del filósofo germano sobre la mujer nos permite incluirlo en la
misógina tradición –juntamente con la de la Iglesia, la Ciencia y la filosofía
occidentales- de los que predican el silenciamiento de la mujer. Según Nietzsche la mujer no puede hablar por sí misma porque ella está en el extremo opuesto
respecto a la verdad y por eso lo mejor que puede hacer es guardar silencio,
callar, para no desacreditarse:
Nosotros,
los varones deseamos que la mujer no continúe desacreditándose mediante la
ilustración: así como fue preocupación y solicitud del varón por la mujer el
hecho de que la Iglesia decretase: mulier taceat in ecclesia! (¡calle la mujer
en la iglesia!). Fue en provecho de la mujer por lo que Napoleón dio a entender
a la demasiado locuaz madame de Stäel: “mulier taceat in politicis” (¡calle la
mujer en los asuntos políticos!) – y yo pienso que es un auténtico amigo de la
mujer el que hoy les grite a las mujeres: mulier taceat de muliere! (¡calle la
mujer acerca de la mujer! (MBM, & 232)[1].
En
cierto modo, la obsesión masculina por apartarlas, separarlas, de la vida
social y cívica tal vez se deba –entre otras razones o motivos de mayor calado,
relacionados con la preservación de la institución matrimonial y familiar- a
esa pretendida afición al comadreo y la murmuración, atribuidas a las mujeres;
había que impedirles inmiscuirse en asuntos públicos, ajenos a su propio hogar
o familia, como si los hombres estuviesen inmunizados de tales prácticas. En
consecuencia, qué mejor remedio para todo ello que excluirlas del espacio
común, de confinarlas a reductos de incomunicación y taciturnidad. “El
sedentarismo –escribe Michelle Perrot-
es una virtud femenina, un deber de las mujeres atadas a la tierra, a la
familia, al hogar. Para Kant ‘la mujer es la casa’. El derecho doméstico
garantiza el triunfo de la razón; retiene a la mujer y la disciplina, aboliendo
toda voluntad de fuga”[2].
Las formas de enclaustramiento y encierro de las mujeres han sido múltiples,
heterogéneas: el gineceo, el harén, el cuarto de las damas del castillo feudal,
el convento, la casa victoriana, el prostíbulo.
Hay
pues que proteger a las mujeres, ocultarlas, vigilarlas y no ya porque se tema su lenguaje persuasivo
o mordaz o su poder de seducción y de incitación a tentaciones sensuales, sino
sobre todo por el peligro que comporta su presencia y protagonismo en el
espacio de lo público, de lo cívico-político. “Una mujer en público está
siempre fuera de lugar”, decía Pitágoras.
“Toda mujer que se
muestre en público se deshonra”, escribe Rousseau a D’Alembert. Esto es de lo que fundamentalmente se teme -concluye Michelle Perrot su aguda reflexión-: “las mujeres en público, las mujeres en movimiento”[3].
muestre en público se deshonra”, escribe Rousseau a D’Alembert. Esto es de lo que fundamentalmente se teme -concluye Michelle Perrot su aguda reflexión-: “las mujeres en público, las mujeres en movimiento”[3].
Antes de terminar
este apartado conviene hacer constar que una parte muy importante del nefasto estereotipo de la fierecilla domada, germen de la frivolización
seudohumorística de la violencia
contra las mujeres, y que en el próximo epígrafe analizaremos, se forjó
precisamente a partir del presunto peligro atribuido al uso femenino de la
palabra, del lenguaje, y a su “proverbial charlatanería”. En efecto, el
estereotipo de la “fierecilla domada”, prototipo de la mujer deslenguada,
insumisa e insubordinada, encierra una clara alusión a uno de los temas más
ampliamente recreados en ejemplos literarios y folclóricos que tienen como
argumento la doma de la esposa o la domesticación de la mujer, incluso
mediante procedimientos expeditivos y violentos. Se supone, en dicho
estereotipo, que la mujer es instintivamente selvática, o asimilada al animal
salvaje, y se la caracteriza con los estigmas de su supuesta incontinencia
parlanchina y descarada y de su insuperable propensión al chisme o al cotilleo,
como señalábamos[4].
TOMÁS
MORENO
[2]
Michelle Perrot, ‘Mi’ historia de las
mujeres, op. cit., p. 171. Cf. Bernard Edelman, La Maison de Kant, Payot,
París, 1984.
[4] Como una referencia en
literatura española de ese tipo de obras, cabe citar el cuento XXXV de El Conde Lucanor de Don Juan Manuel
titulado Del mancebo que casó con mujer
brava, desde entonces ese estereotipo denigratorio de la mujer permanecerá
vigente en la literatura europea del Renacimiento y del Barroco hasta nuestros
días.
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