Cerramos por el momento el ciclo sobre la misoginia en la sección, Microensayos, del blog Ancile, con el trabajo que lleva por título, La reacción antifeminista finisecular, por el profesor y filósofo Tomás Moreno.
LA REACCIÓN ANTIFEMINISTA FINISECULAR
La exacerbación antifeminista
alcanzará su cenit en la época finisecular y en las primeras décadas del XX. Alicia H. Puleo nos recuerda cómo
para Bram Dijkstra -en su
documentado estudio sobre el arte de fin de siglo[1]-
ese acoso contra la mujer se trató, en realidad, de una auténtica “guerra
contra la mujer”, suscitada por la imposibilidad de que ésta se plegara
completamente al ideal de “ángel del hogar” vigente la primera mitad del XIX. Esas imágenes
femeninas proliferantes en el arte finisecular
constituían no ya una fuente de excitación y placer masculinos “sino
un aviso de los peligros que,
supuestamente, amenazaban al varón decimonónico occidental: ‘razas inferiores’,
‘clases inferiores’ y mujeres son percibidas como naturaleza primitiva, capaz
de destruir la civilización”.
Una
particular aplicación de la teoría de la evolución al análisis de fenómenos
tales como el colonialismo, el capitalismo, el patriarcado y el darwinismo
social, contribuyó a una “amalgama en la que el oprimido –el negro, el
proletario, la mujer- adquirió perfiles bestiales y demoníacos. Racismo,
clasismo y sexismo coincidieron en la adjudicación de los mismos rasgos al
individuo sometido
: animalidad y sensualidad portadoras del caos”[2].
Para Bram Dijkstra, se trató de un
claro mecanismo de dominación, que justificaba la discriminación y explotación
practicada sobre ciertos grupos y canalizaba sobre fáciles chivos expiatorios
la ansiedad y frustración generadas por las transformaciones capitalistas. La
misoginia y el odio estarán así estrechamente unidos en este periodo que
anuncia el genocidio posterior[3].
El
factor que se revela como fundamental en este radical rechazo de la mujer y del
movimiento emancipador feminista finisecular, es sin duda alguna el desarrollo de los movimientos sufragistas
femeninos –europeos, ingleses y estadounidenses- que exigían un cambio radical
respecto a la cuestión de la mujer y el tema de la igualdad de los sexos,
demandando con coraje y determinación el ingreso de la mujer en la ciudadanía
mediante el sufragio, el reconocimiento de sus derechos ciudadanos y de su
dignidad humana. Según Erika Bornay,
entre los años 1850 y 1870 el movimiento feminista inglés fue el primero que
apareció en Europa de manera organizada, coincidiendo con la gran depresión,
organizó campañas para su emancipación. Se asoció así, negativamente, crisis y emancipación femenina. Fue a partir de estos años cuando la mujer
consiguió acceder a la enseñanza superior: desde 1879 la mujer fue admitida en
la Universidad de Londres, y consiguió acceder a cierto tipo de trabajos hasta
entonces vedados a la mujer. En Francia, el feminismo organizado no surgió
hasta la Tercera República, en 1870. Sólo en 1880 se conseguirá el derecho de
las jóvenes a recibir estudios secundarios en los liceos y asistir a las
conferencias de la Sorbona.
Aparece
así una nueva figura de mujer, la Mujer nueva[4] que representa una importantísima y
casi inaudita, hasta ese momento, eclosión de la mujer en el mundo de la
cultura y de la ciencia y que tanto significará en la emancipación femenina del
siglo XX. Por otra parte, la mujer –sigue informándonos Erika Bornay en su
excelente ensayo- va a ser la protagonista de las grandes novelas del XIX: Madame Bovary (Flaubert, 1857); Ana Karenina (Tolstoi, 1877); Nana, (Zola, 1880); Nora o Casa de Muñecas (Ibsen, 1880); La Regenta (Clarín, 1884) Effi Briest (Fontane, 1893), etc.[5]
La mayoría de estas obras gira en torno a mujeres burguesas que osan cometer
adulterio (excepto Nora); con sus fuertes e irreprimibles pasiones, todas ellas
transgredieron, pues, los códigos matrimoniales que se les imponían. El caso de
la protagonista de Ibsen es paradigmático de la percepción burguesa y
opresiva/represiva que sobre la mujer y su rol en la sociedad de la época se
tenía. Resumamos, siguiendo la descripción de Bornay, la peripecia de Nora, la protagonista de Casa de Muñecas de Ibsen, luchaba por
emanciparse a través del trabajo remunerado a hurtadillas de Helmer, su marido.
Este tiene otra imagen de su esposa, podríamos decir que una doble imagen desde
la que o la infantiliza, tratándola como
a una niña –“mi niña”- o la naturaliza, con apelativos cariñosos -su “alondra”,
su “ruiseñor”, su “estornino”- de gráciles e indefensos pajaritos.
Erika Bornay nos
describe así el desenlace del drama: “Nora finalmente, se rebelará, huirá de la
‘casa de muñecas’ e intentará encontrarse a sí misma. Su marido, tratando de
retenerla le advierte recriminatoriamente: ‘Antes que nada eres esposa y madre’.
A lo que Nora contesta: ‘No creo ya en eso. Ante todo soy un ser humano con los
mismos títulos que tú… o, por lo menos, debo tratar de serlo’. Las palabras de
Nora antes citadas revelan el alcance de su revuelta, una de las principales
reivindicaciones de muchas de las mujeres de su época: que no querían seguir
siendo niñas, menores ante la ley, personas no legales”. A medida que avanzaba
el siglo XIX, más y más mujeres y esta vez en la realidad de sus vidas y no en
las ficciones de los escritores “iban a rebelarse contra esta atmósfera
enfermiza, opresiva; contra estas modas y cultos arbitrarios, contra el hastío,
en fin, que sacudía a tantas de ellas”[6].
Entre
los que de manera más determinante y eficaz salieron en su defensa, hay que
destacar a John Stuart Mill
(1806-1873) y Harriet Taylor Mill, autores
de La sujeción de la mujer (The
subjection of the women) de 1869, libro que causó una enorme impresión en
las mujeres cultas de todo el mundo y puede ser considerado como uno de los más
grandes hitos en la defensa “racional” y filosófica de las mujeres y de la
igualdad de los sexos. Su tesis nuclear contenía una denuncia que ha tardado
milenios en asentarse y aceptarse, gracias, sobre todo, a la irrenunciable y
persistente lucha secular de las mujeres por expresarla y darla a conocer: “Y es que el principio que regula las actuales relaciones sociales entre
los sexos –la subordinación legal de un sexo al otro- es injusto en sí mismo y
es actualmente uno de los principales obstáculos para el progreso de la
humanidad; y que debe reemplazarse por un principio de perfecta igualdad, sin
admitir ningún poder o privilegio para un sexo ni ninguna incapacidad para el
otro”[7].
Recapitulando, desde Christine
de Pizan hasta Simone de Beauvoir, desde Marie de Gournay hasta Germaine de Stäel, desde George Sand hasta Mary Wollstonecraft, se
oyen sus voces que se amplifican hasta nuestro siglo. A lo largo de toda esa
extensa historia de lucha por su emancipación y por su derecho a instruirse y
expresarse “se observa un inmenso esfuerzo de autodidactismo femenino, realizado
por todo tipo de canales: en los conventos, los castillos, las bibliotecas.
Saber arrancado, a veces hurtado, en los manuscritos vueltos a copiar, en los
márgenes de los diarios, en las novelas pedidas a préstamo a las salas de
lectura y leídas ávidamente a la luz de la lámpara y en la calma del dormitorio.
Esa “escuela del
dormitorio” de la que habla Gabrielle
Suchon, ese “cuarto propio” o habitación que Virginia Woolf considera una de las condiciones de su escritura. Y
esto en todas las clases sociales, aunque fuesen las mujeres de la elite
quienes “reivindicaron muy temprano el derecho a la instrucción”[8].
(Cont.)
TOMÁS MORENO
[1] Bram Dijkstra, Idolos
de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo, op.
cit.
[2] Cf. Alicia H. Puleo, “Mujer, sexualidad y mal en la
filosofía contemporánea”, op. cit. p.168-169.
[4] Erika
Bornay, Las hijas d Lilith, op. cit.,
capítulos VI “La mujer nueva” y VII
“Los fantasmas del miedo masculino a la mujer nueva”, pp. 80-89. Etiqueta
que, en opinión de Erika Bornay, acogería
luchadoras políticas como Flora Tristán, Rosa Luxemburgo y Alexandra
Kollontai; científicas, como la física polaca María Sklodowska (que pasará a la
historia con el apellido de su marido Pierre Curie); pintoras, como Rosa
Bonheur, Berthe Morisot y Mary Casta; intelectuales, como Lou Andréas-Salomé;
escritoras, como Mary Ann Evans, aunque ocultara su sexo bajo nombre masculino
(George Elliot). Para el conocimiento de la mujer europea finisecular, véase María José Villaverde “La
mujer en la Viena de 1900”, Miscelánea
Vienesa, Universidad de Extremadura, 1998.
[7] John Stuart
Mill y Harriet Taylor Mill, La sujeción
de la mujer, en Ensayos sobre la
igualdad sexual. Ed. Península, Barcelona, 1973, p. 155.
[8] M. Perrot, Mi
historia de las mujeres, op. cit., p. 122. Para la larga
lucha de las mujeres por lograr su plena instrucción: la escolarización de las
niñas desde el siglo XVIII y el acceso a los estudios superiores de las jóvenes
(licenciaturas y doctorados universitarios) a lo largo de los siglos XIX y XX
en Inglaterra, Alemania, Francia, Noruega, Finlandia y España, vid. Pilar
Ballarin, Margarita M. Birriel y Teresa Ortiz, Las mujeres y la historia de Europa, Xantippa, http: // hesinki.fi / science / Xantipa / wes / wes 21.
Html, Universidad de Granada, Agosto de 2010, p. 29-30; Carmen Rubalcaba Pérez, “Historia de la
educación de las mujeres: primera aproximación”, Edades, Revista de Historia,
6, 1999.
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