martes, 5 de diciembre de 2023

LA PARADOJA DE LA COMPLEMENTARIEDAD DEL SER Y EL DEVENIR

 Para la sección de Pensamiento, del blog Ancile traigo un nuevo post que portando el título de La paradoja de la complementariedad del ser y el devenir, trata de reflejar la inquietud de mi persona que no puede separarse de la del poeta, para tratar de explicar que las fronteras entre lo que vemos y el que lo ve, no son tan estrictas como pudiera parecer. De unas observaciones de mi querido amigo y poeta José Luis López Bretones sobre la interpretación de unos versos suyos  en una lectura en el Ateneo de Granada, tuvieron origen estas líneas que ahora os presento.



LA PARADOJA DE LA COMPLEMENTARIEDAD

 DEL SER Y EL DEVENIR

 



La paradoja de la complementariedad del ser y el devenir, Francisco Acuyo

 

Contraria sunt complementa

 

Heráclito


En la colonia, sobre la verdura pasado del sol poniente,

brota un copo de humo que se pierde por la cúpula del cielo.


Gabriel Miró

 

 

A José Luis López Bretones,

 

estas sinceras, pero seguramente,

limitadas reflexiones sobre el lenguaje,

la naturaleza y la posible realidad

de los contrarios que alcanza nuestro entendimiento.

 

 

 

Era un paisaje tal que, si se buscase su parecido a través de todas las regiones de la tierra, faltaría siempre algún rasgo, algún detalle, algún elemento conque comparar lo incomparable. No me pareció posible que hubiere en el mundo un lugar con tan bello, vívido y palpitante exterior, y lo más extraño, que fuese más rico y profundo interiormente para todo aquel que lo observase, y que, en fin, no prodigase para ambos (el interior y el exterior) los más hermosos dones. Y mi alabanza queda aún por debajo de su belleza, excelsitud y excelencia porque creo, sinceramente, que acaso la empequeñezco más bien que darle justo y debido encarecimiento  a su real proporción.

            En estos términos, para alguno hiperbolizados, expresaba mi admiración y arrobamiento ante un paisaje ciertamente excepcional, y que a mí me pareció del todo fundido y vivo y palpitante al mismo ritmo que el corazón que lo observaba, y cuya extraordinaria e inusual naturaleza, me llevó a un momento de profundo arrebato (¿de ensoñación?) en el que llegué a sufrir gozosamente una suerte de rarísimo rapto, donde no supe distinguir el paraje extraordinario del mí mismo atónito que se fundía entre los pinos, la rocalla, el cielo, el pájaro suspenso entre las dos montañas amables que dirían protegerlo, si ambos, pupilas y el panorama eran la configuración de una misma e inusitada conciencia que iba a complementar una identidad sublime e inmensa. Era testigo doble y uno con la extraña equivalencia del paisaje que ya no era el paisaje, sino mi paisaje indistinguible de mí mismo, resuelto en una misma conciencia, siendo a un tiempo sin tiempo (más allá del sujeto y el objeto) entidad contempladora y contemplada.

            Esta experiencia o visión fascinadora y fascinante la traigo al caso porque, una ocasión concreta,[1] me hizo rememorar este episodio fragmentariamente relatado, donde la relación con el entorno paisajístico pudiese parecer extraña para muchos y seguramente entendida por muy pocos, pero que se ha repetido en otras muy particulares ocasiones para admiración e incredulidad propia entonces, por no saber con certeza, no solo cómo describirla, mucho menos cómo explicarla. Así las cosas, aquella coyuntura o circunstancia concreta me hizo comenzar este, no sabría decir, si relato o ensayo relatado, para motivar una serie de reflexiones que, acaso lo mismo pudieran sugerirle algo al personaje implicado (buen amigo de quien suscribe estos párrafos). Aquel momento ocasional en su relato tal vez, le pueda servir de experimento ajeno para ser pensado y explicado con argumento propio. Acaso

La paradoja de la complementariedad del ser y el devenir, Francisco Acuyo

también para ser contrastado con su personal y muy legítima apreciación de la naturaleza en sus diversas formas y manifestaciones que, ante sus ojos, seguramente muy atentos, y su espíritu bien atemperado  pueda entender esta otra visión mía, contrastada, de la naturaleza que, en su apariencia indiferente y ataráxica, puede mostrarse en un ámbito no tan distante para quien se imbuye en ella con otros ojos.         

            Así las cosas, no obstante, bien es cierto que la naturaleza puede presentarse  como un orden impersonal, no exento de una especie de fatalidad suprema, cuyo aroma nihilista la presenta con una fría solemnidad que muchas veces esconde una potencia insensible e incluso cruel, y que muchas veces somos refrendatarios y declarantes los que la observamos con lo que damos en denominar juicio objetivo. Planea sobre esta visión una evidente pulsión determinista (y fatalista, decíamos) del mundo, la cual, por otra parte, no debe extrañarnos, habida cuenta de que la visión positivo materialista impera en la interpretación de las percepciones, y en las conclusiones en forma de pensamientos en nuestra sociedad moderna (y posmoderna, en muchos casos) y que también rezuma los dejos y huellas más o menos conscientes del tantas veces intransigente paisaje interpretativo del monoteísmo judeocristiano.

           Pude aprender a moverme a través de no pocos sinsabores (arrostrados por propios prejuicios personales, y otros adquiridos), en el más profundo calado y hondura del ser y el devenir de las cosas, sobre todo empujado por mi curiosidad, impregnada casi siempre de la incertidumbre e intuición de poeta, que no obstante, quería saber todo lo razonable sobre ellas. Mas, la razón, no era en muchos casos el instrumento apropiado para entender esa ambiciosa aspiración de conocimiento.

Pero sobre todo sería mi torpe y poco avisado navegar en el proceloso ámbito de la  metodología científica cuando habría de caer en la cuenta de cuán ajeno era a lo más profundo de mi propia percepción y entendimiento el mundo que me rodea, y que la poesía, con admoniciones varias, para el científico seguramente inquietantes, de consuno me prevenía. 

Hubo un tiempo en el que el paisaje estaba allí, impasible, distante, lejano; yo, aquí, en su indiferencia, dispuesto a conquistarlo y hacerlo mío desde mi razón escrutadora. Debo decir que, desde el inicio, había ya una resistencia instintiva, decía, de poeta, a apreciar lo que era indiscutible desde la ciencia, a saber: la supuesta realidad ambivalente y, por tanto, estrictamente separada del sujeto observador y del objeto observado.           

            Esta resistencia a segregar lo visto de el que lo vio, fue en aumento en cuanto quise hacer expresión viva de la naturaleza a través de mis humildes versos, que parecían no querer sujetarse no ante ésta, sino ante ninguna otra dicotomía. Se hacía clara una fuerza, un impulso, que empujaba precisamente hacia lo contrario: a integrar en mi conciencia de poeta lo que fuera de ella había, pero, además, me apercibía de un diálogo paradójico (que en modo alguno podría ser psicótico, pues a posteriori de su experiencia, reconocía, a la luz de la razón y la lógica convencional, su dificultad para expresarla), a través del cual ya no tenía ningún sentido el afuera o el dentro de mí, y que, con tanto aprieto e impedimento, digo, fuera del discurso poético, trataba de contar, describir, imaginar, conceptualizar, o como en cualquier suerte de logomaquia, de nombrar, pues, el lenguaje se hacía rebelde y contradictorio, se salía de la norma, incluso de la causa, y se revelaba, se liberaba del rebelde y mezquino discurso convencional al uso, y que a la sazón habría de entregarme de nuevo al poema para una expresión más satisfactoria de lo que fuese lo real, pues en su supuesta ficción me hacía huésped de sus habitaciones más íntimas. Resultaba el verso para la realidad, ¡espejo en el que poder corregir los defectos de la referencia y representación del mismo lenguaje!

Extraña paradoja. Pero tiene su sentido. Hablaremos de ella en el próximo post de este blog Ancile.

 

 

Francisco Acuyo

 

           



[1] Se trataba de la ocasión en que mi querido amigo José Luis López Bretones, intervenía en el ciclo Poesía a cielo abierto en el Ateneo de Granada. En ella exponía su relación singular con la naturaleza y sus contenidos y paisajes, que se le ofrecían distantes, impasibles, indiferentes a su espíritu observador.


La paradoja de la complementariedad del ser y el devenir, Francisco Acuyo


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