Me complace muy gratamente contar con una nueva colaboración para la sección de Narrativa del blog Ancile, de mi amigo y extraordinario narrador, Pastor Aguiar, que me trae el siguiente relato bajo el título singular de Los pollos.
LOS POLLOS
No vayan a preguntar por qué lo
hice. Esta pregunta es mucho más tonta que yo. Mejor, por qué lo cuento. Y les
diría que por la simple y cabrona necesidad de hacerlo. Puede que sea esta
mañana cristalina y caliente que enfrento yo solo en un parque del vecindario.
No soy boxeador, ni ajedrecista,
ni navegante que descubriera nuevas ínsulas. Me haría muy feliz cantar ópera,
pero cuando abro la boca y pujo, tal parece que mi ano ha cambiado de lugar. No
maltrato instrumentos, ni siquiera soy campeón de pulseadas en el barrio ni
aquel que se echa un saco de 16 arrobas de azúcar debajo de cada brazo y anda
veinte o treinta varas del camión al almacén. A mí la gente no me ve comiéndome
cuarenta huevos de avestruz ni tomándome un vaso de leche de ornitorrinco. Para
colmo muy pocas mujeres insensatas se atreven conmigo. Entonces escribo, con la
razón insólita que falta a todas las otras razones.
Pero, en fin, ya he matado el
cuento con tanta bazofia en su inicio, que debió ser para sus garras. Pero si
alguien ha logrado llegar a este punto certifico que me ha pasado lo siguiente:
se trata de los pollos.
Vivo en una pequeña casa hacia el
norte de la ciudad, en su periferia, cerca de los marabuzales. Un patiecito de
unos veinte metros de fondo la rodea por tres de sus lados, cercado con
cañabrava, dejándole abierta una entrada pegada a la pared. Allí he logrado dos
matas de guayabines rojos, más semilla que carne, y un guanábano que se hizo
todo tronco, cien varas rumbo al cielo con cuatro o cinco gajillos jorros que
dan unas flores enormes, amarillas y con peste a sicote.
Por la situación del patio
respecto a la mole de la casa, allí la mañana empieza cerca del mediodía, y el
sol se olvida de ponerse muchas veces, enroscándose en los rincones. Todo
armonizaba perfectamente con mis días de pesca en los canales a tiro de bicicleta
y la repartición de truchas tiesas al oscurecer, a dos pesos cada una, para
clientes fijos.
pequeños huevecillos turbios en todas direcciones, que más tarde le servirían de alimento.
En realidad, había pensado
comenzar la historia con una larga indagación sobre los posibles motivos de la
aparición de estas aves en mi patio, aquella tarde de abril, exactamente a la
hora que se vieron urgidos de buscar dormitorio sobre los gajos de las guayabas
y los bordes de las cercas, mientras otro grupo, una y otra vez, se apilaba
contra el tronco del guanábano tratando de escalarlo hasta algún saliente
cómodo.
Mi primer impulso fue de
calificarlos de intrusos en propiedad ajena y fui derecho a la escoba. Pero
mirándolos bien, mudé de gesto y me acerqué al grueso de la tropa. Si bien no
hallaba otro calificativo que pollos, de pronto me vi riéndome a solas e inclinándome
un poco para ver cada detalle.
Los más grandes rebasaban las diez libras, y todos encajaban en la sombrilla del amarillo. De lomos redondeados y cortos, sin cola alguna, repartiendo cagadas verdiblancas por doquier. Eran de largo cuello, como de cisne, sí, elegante y rematado con una cabeza casi redonda, de cresta trilobulada, blanca como la leche y a cada lado unos ojos con largas pestañas de mujer, lustrosas y negras. Cada ojo se movía en diferentes direcciones sin relación alguna con el otro. Un pequeño moco de guanajo sobre la nariz y un insólito hocipico de pollo-ratón que no hallo forma de describir. Vestían un gozoso plumero, largo, sedoso, fino como cabellera, y de todo aquello brotaba un fuerte olor a marisco.
No me atreví a avanzar más, y
entonces me fijé en sus patas espectaculares, tan gruesas, escamadas en rojo
con las rodillas hacia adelante como en los hombres, y todos los que detallé
eran cinqueños, con membranas interdigitales como los patos.
Allí me quedé varado, cual un
tronco al borde del patio y fui, después de larga meditación, retirándome hacia
la butaca del portalito donde, hasta muy tarde fui dando cuerpo a lo que hoy
día es mi “Tratado Sobre la Funcionalidad Comparada de Distintos Modelos de
Rodillas de Pollo y el Papel de la Selección Natural en la Escogencia del
Mismo”.
Esta obra junto con el proyecto
del aparato para tomarse el agua de los cocos sin tener que subir a la palma o
tumbar la fruta y la reciente indagación sobre tres maneras de enlatar el
guarapo de caña sin que pierda su frescura, cerró la trilogía que amenaza con
hacerme millonario cuando más anhelo la tranquilidad de mis truchas.
Pero sin disgregarme más, esa
noche apenas dormí imaginando el patio hirviendo con aquella abundancia. Y
cuando alrededor de las diez de la mañana, mordisqueando aún mi ración de
trucha en escabeche, me acerqué en puntas de pie al lugar, ya la pollería insaciable
se había comido todos los garbancillos, cuanta piedra merodeaba por el suelo,
los comejenes que deterioraban las cañabravas, las lombrices de tierra del lado
de la toma de agua y hasta la mierda propia. Para colmo se empecinaban en
tragarse la tierra cercana al guanábano, descubriéndole unas raíces carnosas
como enormes yucas, que picoteaban insistentemente.
En un gesto de defensa
involuntaria, recogí un pedrusco en las afueras del cercado y lo lancé en suave
parábola sobre el grueso de los animales. De pronto todos dejaron de comer, se
estiraron hacia arriba, miraron en derredor asombrados y al verme en el portón
comenzaron una interminable gritería de furia y reproche.
En aquel momento, un avión pasó
rasante, sobre nosotros, con gran estridencia. Brillaba a la luz tempranera
como un gran huso de plata, casi como una trucha enfilando al techo del mundo.
Entonces los pollos se arremolinaron, sus cuellos ondularon como serpientes
buscando altura. Sus alas de desplegaron y desdoblaron en una gran aparición de
vuelo y empezaron a despegar torpemente, con un ajetreo que parecía aplausos
rozando el borde superior de la cerca y subiendo cada cual más rápidamente
detrás de la nave aérea, que ya trasponía el otro extremo de la ciudad.
Un sólo pollo enorme, viejo, que
hasta entonces no había diferenciado, se acercó a mí con una ligera arritmia en
su lento andar y el ala derecha sangrante y quebrada por el guijarro que yo
había lanzado minutos antes. Se me acercaba con la expresión de una mujer
anciana, más de compasión que de reproche, más de amor que de condena. Llegó
junto a mis pies, me miró directamente, ahora con gesto de ligera impaciencia,
y después me señaló el ala herida.
Pastor Aguiar
Muchas gracias querido amigo, por este honor que me regalas. En verdad alguna vez en un remoto pasado crié pollos, eran insaciables y cuando me veían llegar organizaban un coro que ni te cuento.
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