Para la sección, Microensayos, del blog Ancile, llevada a cabo por el catedrático de filosofía Tomás Moreno, traemos una nueva entrada retomando la temática de las utopías, esta vez con el interesantísmo personaje Vasco de Quiroga, todo bajo el título: La utopía de los hsopitales-pueblo de Vasco de Quiroga.
LA UTOPÍA DE LOS HOSPITALES-PUEBLO
DE VASCO DE QUIROGA
I. No fueron pocos los hombres
instruidos de la época de Tomás Moro que recibieron su relato sobre la isla de Utopía como si fuese “una historia
verdadera” y que estaban preparados para hacer el gran viaje oceánico hacia el
Nuevo Mundo recién descubierto, hacia los utópicos para aprender de ellos, y
quizá para convertirlos, nos recuerda Melvin J. Lasky en una enciclopédica
obra sobre la utopía, Utopía y revolución[1]. Uno
de ellos fue un juez español, el madrigalense Vasco de Quiroga, quien inflamado con el espíritu del Renacimiento
europeo, llegó a la Nueva España en el decenio de 1530 y esbozó y realizó
empíricamente a la manera de la Utopía de Moro[2],
un nuevo sistema de gobierno para los indígenas que fue seriamente tomado en
consideración por el Consejo de Indias[3].
En su estudio sobre la utopía
americana del siglo XVI, el ilustre investigador mexicano Silvio A. Zavala se refiere precisamente “al programa humanístico
[de Quiroga] basado en la utopía de Moro”, que, a su juicio, debería ser “la
Carta Magna de la civilización europea en el Nuevo Mundo” y señala que, además
de la influencia del humanista inglés, también recibió la del relato las Saturnales de Luciano, a quien cita en la versión traducida por
Erasmo y Tomás Moro. En efecto, las Ordenanzas promulgadas por Quiroga
tradujeron fielmente la propuesta utópica de Moro, pero “la transportaban de la
atmósfera de la divagación teórica a la aplicación inmediata”.
El humanista y jurista castellano combinaba
en su proyecto comunitario la idea de retornar a una edad de oro, vieja y nueva
a la vez, con la esperanza de hacer posible una iglesia renaciente, ya que su anhelado proyecto tenía un objetivo social y
religioso a la vez, pues habría de ser (al contrario que el de Moro) una utopía
cristiana en la que poder “ubicar y plantar rectamente el tipo de cristianos,
al igual que en la Iglesia primitiva”.
Paz
Serrano Gassent en su excelente Introducción[4]
a los textos conservados de Vasco de Quiroga (Cartas, Información en Derecho,
las Ordenanzas y su Testamento) comenta en este sentido que su
obra presenta el interés de permitir analizar un aspecto de la conquista de
América a veces oscurecido por las hazañas espectaculares de los hechos de
guerra o la magnitud del desastre indígena: el de la evangelización y la
construcción, con y para la masa indiana, de utopías[5]
que, pese a su origen europeo, sólo parecían posibles en el Nuevo Mundo
descubierto, espacio abierto para la realización de todos los sueños”, que o
bien languidecían en el Viejo Mundo o morían anegados en sangre. El Nuevo
Mundo, por el contrario, ofrecía todo un nuevo espacio, con una nueva humanidad
para realizarse[6].
Fernando
Ainsa considera, por su parte, que Quiroga propuso construir allí un modo
de “estado cristiano perfecto” basado en la interpretación que de la Utopía de Moro había hecho Guillermo
Budé, a quien cita en forma reiterada. La isla moreana de Utopía no era una
simple ficción literaria o fantástica, estaba en el Nuevo Mundo y se fundaba y fundamentaba en “tres principios
divinos” muy caros a su promotor: “la igualdad entre los hombres”, “el amor
resuelto y tenaz por la paz y la tranquilidad” y “el desprecio del oro y de la
plata”[7].
Los proyectos utópicos europeos de
la época se trasladaban así a América[8] de la mano de almas audaces, tan
determinantes en la formación del espíritu utópico y revolucionario moderno
como las de los franciscanos Juan de Zumárraga,
Motolinia y Jerónimo de Mendieta, primero, y como el oidor seglar y después
obispo Don Vasco de Quiroga y los
jesuitas, posteriormente. Animados, pues, con ese ilusionante experimento
cristiano-social, aunque con concepciones ideológicas diferentes y distintos
modelos de sociedad, tanto unos como otros partían de la defensa del indio y
sus cualidades naturales - docilidad, mansedumbre, humildad, carencia de
codicia, que le conferían un carácter privilegiado- para intentar reconstruir con ellos el ideal de la primitiva cristiandad.
Los franciscanos se hallaban -como han sostenido J. L. Phelan en una célebre investigación sobre su obra y escritos[9]
y posteriormente Georges Baudot[10],
en otra encomiable investigación- inmersos en un contexto mesiánico-milenarista,
característico de la época, y su intención era fundar el paraíso en las Indias,
animados por el resurgir de las profecías de Joaquín de Fiore, cuyo espíritu no coincidía en absoluto con la mansedumbre franciscana y poco tenía que
ver con el advenimiento pacífico de la Edad del espíritu del monje calabrés.
Los doce primeros apóstoles, miembros de la provincia de la Custodia
del Santo Evangelio, acudieron al Nuevo Mundo con el ánimo apostólico (y
utópico) de transformarlo en una perfecta comunidad cristiana en la que
figurasen los ancestrales rasgos o caracteres de la Iglesia apostólica de los
primeros tiempos en forma de república
indiana, separada de la comunidad española (que agredía y esclavizaba a los
indios comunes). De ahí las interdicciones y enfrentamientos
contra la Primera Audiencia y contra
la ciudad de México por parte de los
franciscanos -y del obispo de la misma orden, fray Juan de Zumárraga- y la
acusación que sobre ellos se lanzó de conspiración
contra los intereses de la Corona española, al pretender fundar una
comunidad exclusivamente india bajo la tutela de los frailes.
Los franciscanos[11]
trataban, pues, de construir para los indígenas “islotes ideales de perfección”
y lograr un orden perfecto, civilizado y urbano, tanto espiritual como
temporal. Es decir intentaban crear con los indios (esos “cristianos nuevos”,
pobres y niños desvalidos) “un orden diferente, pero dominado por el imperio de
la superior fe y cultura, en el que al habitante de utopía, la masa indígena no
se le exigía como en el proyecto de Münzer, una acción liberadora, sino
sumisión a esa emancipación espiritual impuesta”[12]. Sin duda alguna, uno de los
representantes más conspicuos de ese intento utópico fue Gerónimo de Mendieta,
como John Leddy Phelan nos mostrara. En su opinión el paraíso
terrenal anhelado por Mendieta contenía gérmenes de la idea utópica. En
realidad, Mendieta era más utopista que el mismo Tomás Moro, cuya utopía estaba
ubicada en un espacio y en un tiempo de su propia imaginación. En contraste con
el alemán y con el español, Tomás Moro era totalmente pesimista en cuanto a su
materialización concreta. Münzer y Mendieta ubicaban sus utopías en un espacio
y un tiempo determinados: Thomas Münzer en Alemania, y Gerónimo de Mendieta, en
la Nueva España. El paraíso terrenal de Mendieta era un intento de trascender
el orden colonial español en su totalidad.
En su pensamiento existía una fusión
de la visión mesiánica apocalíptica del reino milenario en la Tierra con las
exigencias activas de un estrato oprimido de la sociedad. El paso final que
hubiera comprometido a Mendieta con la revolución social nunca se dio. Münzer
exhortaba a los grupos explotados a participar activamente, para reivindicar
sus derechos mediante la violencia; sin embargo, Mendieta deseaba que la
dirección viniese de arriba: del Mesías-emperador, Gobernador del Mundo. Los
indígenas no habrían de tener ninguna participación combatiente en su propia
liberación. Mendieta pertenecía a la tradición joaquinista; pero su idea de que
el Mesías habría de romper las cadenas de la explotación económica de una clase
determinada, para que los indígenas pudiesen lograr “la cristiandad más
perfecta y saludable que haya conocido el mundo”, se apartaba un tanto de los
seguidores de Joaquín de Fiore, para ir en dirección de la mentalidad utópica
de Münzer.
Por su parte, Don Vasco de Quiroga aspiraba –como sostiene en su Introducción, Paz Serrano Gassent, y antes señalábamos- a algo semejante
pero con diferencias significativas, fundamentalmente referidas a “los diversos
puntos de partida y los distintos caracteres de los actores de la utopía”. El jurista y obispo Vasco de Quiroga, y funcionario de la Corona, más pragmático, humanista,
conciliador y moderado que los franciscanos partía
de un modelo o de una concepción totalmente distinta de la defendida por los
frailes franciscanos, y más cercana a
los planteamientos de la Escuela
teológico-jurídica española, tratando de llevar a efecto con sus Hospitales-pueblo (o Pueblos-Hospitales) la realización cristianizada de la organización política que
proponía como modelo el canciller inglés.
Por estas razones, en Información en Derecho, el obispo
Quiroga declaraba explícitamente la necesidad de edificar la “ciudad ideal” en
América, condición indispensable para salvar moral y físicamente a los
indígenas. El plan de su utopía lo formulará con detalles en Ordenanzas de hospitales y pueblos, en
el Plan de funciones agrícolas y en
su propio Testamento de 1565, nos
recuerda Fernando Ainsa en un
excelente ensayo sobre la génesis de la utopía social cristiana y del discurso
utópico americano en general.
La fundación de la república se lleva a cabo a partir
de “pueblos muy concertados y ordenados”, habitados por gentes sencillas,
humildes, “a la manera como andaban los apóstoles”. El primer Hospital-Pueblo
de Santa Fe se bendice el 14 de septiembre de 1532. La experiencia debería
durar casi 30 años y su ingeniosa organización demostró ser práctica y eficaz.
Como había dicho el propio Quiroga no se trataba de entender la caridad como un
simple dar, sino como un modo de “organizar la bondad”, dándole ley a las cosas
para resolver los problemas. El principal general era de “dar a cada uno según
su calidad y necesidad, manera y condición”, un principio en el que no es
difícil reconocer textos utópicos contemporáneos [13].
Sin embargo, tan nobles pretensiones
no lograron a llegar a realizarse plenamente. Como escribe atinadamente Paz Serrano:
“Finalmente primaría en él su fidelidad a la Corona y
a la Iglesia. La utopía, reforma de la inicua práctica colonial, se quedaría en
mero proyecto, reducida, en el orden social y educativo a la nostalgia de lo
que pudiera haber sido otra manera de afrontar la conquista. La educación, más
que servir a los deseos de un mundo mejor o a la prosperidad futura del indio
civilizado, en pie de igualdad con los conquistadores, se convertía, como
indica Julia Varela, en una pieza más de
la política de tierra quemada dictada por el Consejo Real, una forma dulce de
guerra que implica sucesivos actos de violencia real, material y simbólica”[14].
De esta manera el oidor Quiroga, de fidelidades burocráticas a la vez que religiosas, ofreció
un modelo más paternalista y menos discordante con los intereses coloniales,
que el propugnado por los doce primeros apóstoles y misioneros franciscanos,
más cercano a un modelo mesiánico milenarista.
A pesar de ello, Don Vasco o Tatavasco
(Padre o Papá Vasco como cariñosamente
lo llamaban los tarascos y aún se le continúa recordando con ese apelativo por las tierras de Michoacán) fue un
gran misionero y civilizador y una
de las grandes personalidades americanas de la primera época de la Nueva España. Enrique Dussel nos recuerda asimismo, tras señalar que Vasco de
Quiroga fue el “primero que tuvo la idea de las reducciones”, antes que los
jesuitas del Paraguay. Para terminar ofreciéndonos esta apretada síntesis sobre
su semblanza personal, social y religiosa en la que queda reflejada su
fascinante personalidad:
Siendo oidor de la Audiencia de México, un laico de
unos sesenta y tantos años, se estableció entre los indios y los “pacificó”,
los evangelizó como laico y no más. Quiroga era un humanista que había leído mucho
a Tomás Moro. Leyendo la Utopía,
pensó constituir sociedades cristianas fuera del contacto con los españoles. El
rey, por último, lo propone como obispo. […] Vasco de Quiroga es una de las
personalidades americanas, un hombre que decía: “Yo no soy obispo de hispanos
sino de indios”. No llegó a construir su catedral porque todo el tiempo vivió
entre os indios. Hizo ciento cincuenta pueblos de indios; admirable era la
organización que tenían aquellos tarascos. Por providencia tuvieron su primer
contacto con los españoles por medio del obispo Vasco de Quiroga. Así nació la
diócesis de Michoacán”[15]. (Continuará)
TOMÁS MORENO
[1] Melvin J. Lasky, Utopía
y revolución, trad. Juan José Utrilla, Fondo de cultura económica,
México,pp. 38-54.
[2] Podemos distinguir aquí entre sueños e intentos utópicos de reforma social que se alimentan de
mitos e imágenes ancestrales del imaginario cultura y de categorías
mesiánico-milenaristas (religiosas) y utopías
empíricas propiamente dichas, planteamientos utópicos que se ensayaron o
experimentaron en la realidad social
americana. Entre estas últimas expertos como Stelio Cro y Fernando Ainsa
destacan las utopías empíricas pertenecientes al modelo utópico del
cristianismo social, a saber: 1ª, la Teocracia Reformista de Bartolomé de las
Casas; 2ª, la Teocracia electiva de Vasco de Quiroga y 3ª, la República
cristiana del Paraguay (Reducciones jesuíticas).
[3] Silvio A. Zavala: La
Utopía de Tomás Moro en la Nueva España y otros estudios (1937) e Ideario de Vasco de Quiroga (1941). Para
otros estudios importantes sobre la temática Vid. el ensayo de José Antonio
Maravall, “La utopía político-religiosa de los franciscanos en la Nueva España”
en Estudios Americanos (enero de 1949) I: 197-227 y los de Stelio Cro, La utopía cristiano-social en el Nuevo Mundo,
Anales de literatura hispanoamericana, nº 7, 1978, pp. 87-130, y
Francisco Martín Fernández, Humanismo,
erasmismo y utopía en el nacimiento de América, 1986, U. Pontificia de
Salamanca, Salmanticensis, 33 (1), pp. 55-80.
[4] “Vasco de Quiroga. La
Utopía en América”, edición de Paz Serrano Gassent, historia 16, Madrid
1992, pp. 3-18.
[5] Distinta sería la actitud frente a América del mundo
protestante, con la excepción de los anabaptistas y sectas derivadas. Como
consecuencia de la estricta separación entre el orden espiritual y político y
la imposibilidad de influir desde lo sobrenatural en la maldad de la naturaleza
humana, no se encontrará entre los puritanos que allí acudieron ese afán por
evangelizar y construir con los naturales el orden ideal.
[6] “Pues no en vano”, escribiría Quiroga, “sino con mucha causa y razón, este de acá se llama nuevo
Mundo, no porque se halló de nuevo, sino porque es en gentes y en casi todo
como fue aquel de la edad primera y de oro”.
[7] Fernando Ainsa, De
la Edad de Oro a El Dorado. Génesis del discurso utópico americano, Fondo
de Cultura Económica, México, p. 156
[9] J. I. Phelan, El
reino milenario de los franciscanos en el Nuevo Mundo, tr. J. Vázquez de
Knauth,.Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1972.
[10] Georges Baudot, Utopía e
historia en México. Los primeros cronistas de la civilización mexicana (1520-1569),
Espasa–Calpe, Madrid, 1983, pp. 88-102.
[11] Enrique Dussell en Desintegración
de la Cristiandad colonial y liberación, (Ediciones Sígueme, Salamanca,
1978, pp.57-58) nos describe cómo en el 1524,
llegaron a tierras mexicanas los “doce apóstoles”: franciscanos extraordinarios
que se lanzan a recorrer todo México. Uno de ellos era Motolinía, que
significaba “el pobre”. Aquellos misioneros venían de la España del XVI donde
florecía santa Teresa y san Juan de la Cruz; esa España que se hallaba en los más
fervoroso d su afán caballeresco y a su vez de su ansia de santidad. Motolinía
recorría a pie, descalzo, todo México;
cientos de kilómetros; era para los “indios”: “el pobre”; porque era más pobre
que ellos, con la franciscana sotana raída etc. Aprendió rápidamente el azteca
y predicaba admirablemente en este idioma, como los otros primeros misioneros.
La iglesia no permitía que los indios aprendieran el idioma castellano. La
corona de Castilla se vio obligada a establecer una organización política para millones
de gentes (Aragón estaba más comprometida con/en la política europea). Hasta
1519 América era insignificante, “no aportaba un centavo” a la Corona, no
interesaba. A partir de 1519 en adelante comienza la época de esplendor, es
cuando llegan los grandes eclesiásticos: Zumárraga en 1528; Julián Garcés
obispo dominico a Tlaxcala, después Vasco de Quiroga, en Michoacán y Marroquin
en Guatemala; clero secular en aumento y miles de misioneros. dominicos,
franciscanos , mercedarios.
[12] Paz Serrano Gassent, op. cit, p. 21.
[13] Fernando Ainsa, De
la Edad de Oro a El Dorado, op. cit., p. 157.
[14] Paz Serrano, Introducción,
op. cit., p. 42.
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