Ofrecemos la segunda entre y definitiva entrega del post Genealogía de la Misoginia Occidental: Aristóteles, del profesor y filósofo Tomás Moreno para la sección de Microensayos del blog Ancile.
GENEALOGÍA DE LA MISOGINIA OCCIDENTAL:
ARISTÓTELES, SEGUNDA ENTREGA
Genealogía
de la Misoginia Occidental: Aristóteles (y II).
La imagen que Aristóteles desarrolla de la mujer
es, como anteriormente hemos visto, la de un ser defectuoso, carente de lo que tiene el hombre, esto es, de
aquello que le hace ser a éste un ser superior en la naturaleza, a saber: su capacidad
de actividad intelectual superior, de deliberación (bouletikon), y de juicio moral autónomo. La mujer no tiene esas
capacidades puesto que ni puede deliberar entre el bien y el mal (al carecer de bouletikón o poseerla en menor grado), ni puede controlar sus
pasiones (es àkouros: carente de
autoridad sobre sus elementos irracionales) (Pol. 1277 b 26-27). Su única virtud consistirá en obedecer
al hombre, quien debe instruirla para comportarse correctamente (Ética Nicomaquea 1150 b 6-14). Por todo
ello lo natural es que -dada tal
insuficiencia mental y moral- la mujer deba ser gobernada por el hombre, esto
es: que el hombre mande y que la mujer obedezca y sea súbdita (Pol. 1254 b
6-14). Por eso, según Aristóteles, el valor de un hombre se refleja cuando
manda y el de una mujer cuando obedece (Pol. 1260 a 20-23).
De ahí que el lugar de la mujer en el
orden sociopolítico sea el ámbito
privado, el oikos (la casa)[1],
el sedentarismo, y su función principal el cuidado de niño/as (Económica 1343 b 29 y 1344 a 8-9). A la
mujer, tal como dijera Sófocles, le conviene ante todo el silencio, es decir, la renuncia a la utilización del “logos”, de
aquel lenguaje-razón que en su boca se convierte en una insoportable
parecería una
cotorra si hablase como el hombre de bien”; y en general de una caricatura
se trata su participación de la virtud: “el
hombre semejaría un bellaco si fuese valiente del mismo modo que es valerosa la
mujer” (Pol., 1277, b, 20 y ss.).
En Aristóteles existe la certeza del
estatuto de la diferencia sexual. Y esa diferencia determina su rol social
subordinado e inferior. En palabras de Rosalía
Romero:“las mujeres son a-genealógicas, no
transmiten la forma, son sólo un accidente necesario para la procreación […]
Consecuentemente, su lugar en la polis es secundario, no son auténticos
sujetos”[2].
Esta concepción subordinada de la mujer que defiende Aristóteles se diría que
es un auténtico racismo,
puesto que sostiene que determinados presupuestos bio-fisiológicos determinan
muy directamente una serie de consecuencias lesivas para la mujer no sólo en el
plano del psiquismo y de la moral, sino también el de la política y las
costumbres. En la misma perspectiva, la “Ética Nicomaquea” llega incluso a
situar claramente la amistad femenina, inferior, en todo caso, a la amistad
entre dos hombres[3].
Pero en la distribución misma del
poder -que consagra en lo social una inferioridad evidente de la raza femenina
ya impresa en el factor biológico- Aristóteles le asigna, sin embargo, una
condición todavía de relativo privilegio, cuando traza una precisa línea de
demarcación hacia abajo, esto es cuando se la compara con la situación del niño
o del esclavo:
“El hombre libre manda sobre el
esclavo de diversa manera a como ejerce su autoridad sobre la mujer, el hombre
sobre el muchacho, y todos poseen las correspondientes partes del alma, pero de
forma diferente: porque el esclavo no posee en su totalidad la parte
deliberativa, la mujer la posee pero sin autoridad y el niño finalmente la
posee también, pero sin alcanzar desarrollo alguno” (Pol., I, 13).
El déficit de la mujer con respecto a aquel “bouletikon” que, como veíamos, constituía
la dimensión de lo verdaderamente humano, es sin embargo menos agudo que la que
caracteriza al . El poder que
se ejerce sobre ella será político (aunque sin alternancia de funciones de
dominación), no despótico como el que se ejerce sobre los esclavos ni regio
como el que se pone en práctica sobre los niños (Pol., I, 12).
Luce Irigaray |
La
mujer libre, es decir, esposa del ciudadano, es “por naturaleza distinta del esclavo”,
que linda con ella en el estrato inferior de lo humano; por lo demás, la
naturaleza no construye instrumentos con doble función. Por consiguiente,
asignado a la mujer el papel de la reproducción, prefiere destinar la fatiga
del trabajo corporal a un elemento distinto, una raza a propósito de hombres
salvajes. Gracias a la sumisión al marido, la mujer entra, pues, en una
equilibrada distribución del poder que le protege de la esclavitud. Su raza
limita con la condición transitoria de los niños y con la de los esclavos, y de
este modo queda separada de la animalidad y puede gozar del privilegio de la
contigüidad, incluso de la intimidad, con lo que es verdaderamente humano (el
varón, padre o marido) y, por su mediación, con lo divino.
Han
sido muchos los críticos y comentadores de Aristóteles que han criticado
seriamente esta conceptualización aristotélica de la mujer, que, por su
influencia y prestigio, ha condicionado históricamente la imagen y el rol
social de la mujer a lo largo y ancho de toda la cultura occidental y que, en
realidad, solo respondía a una estructura
patriarcal de la cultura griega. De
ella, a través de la concepción antropológica tomista, del judaísmo rabínico y patriarcal
-mediante el mito de Eva- y de la antropología moral patrística ha derivado, la
situación y la conceptualización de la mujer y de la sexualidad en la cultura
occidental durante los últimos milenios.
Martha Nussbaum |
podía amarse o reconciliación consigo misma ni lograr su propia identidad si no lo hacía a través del amor y la mirada del otro, del varón. Según la representación patriarcal de cómo deberían ser las mujeres, a la mujer griega le resultaba imposible mirarse en la mirada de sus semejantes, las mujeres, para volver a ser ella misma sin que se la expulse o deporte a un orden simbólico extraño a ella.
No es casual, por ello, que en la
iconografía y en el sistema simbólico de la cultura griega, se asociara siempre
a la mujer con el espejo, como algo en lo que ella podía reflejarse (aunque cosificada, reducida a cosa), mientras
que el varón, al que le estába vedado el espejo, se le permitía mirarse en los
ojos de su semejante, donde encontraba la confirmación de su propia identidad
viril. El semejante es un espejo y mirarse al espejo es necesario e inevitable,
porque sólo el otro, semejante a sí, puede devolver una imagen valorizadora.
La imposibilidad, para la mujer, de
reflejarse en la mirada de sus propias semejantes para valorarse, resume la
condición femenina que está caracterizada –y no sólo en la cultura griega- por
esta gravísima carencia: “venir al mundo y no aprender a reflejarse bien”. De
esta imposibilidad femenina de mirarse en los ojos de sus semejantes, para
poder valorarse, es un excelente ejemplo el pensamiento aristotélico, que pone
las bases del simbolismo del patriarcado[4].
Por su parte Martha
Nussbaum[5], tras reconocer que Aristóteles es un pensador
político que -a diferencia de Platón- insiste hasta la saciedad en que la
familia y el hogar son factores esenciales para el desarrollo de la excelencia
humana: y que es un varón heterosexual[6]
en una cultura en la que la mujer está más o menos privada de las ventajas de
la educación y desarrollo personal que
“existen dos ámbitos en los que el examen de las opiniones que lleva a cabo
Aristóteles deja mucho que desear. Su investigación del potencial de la mujer
para la excelencia es burdo y precipitado.
precisaría para convertirse en una compañera digna en las actividades relacionadas con la mayor parte de los valores humanos importantes, considera que
precisaría para convertirse en una compañera digna en las actividades relacionadas con la mayor parte de los valores humanos importantes, considera que
Aristóteles pasa por alto el problema
del desarrollo de las facultades femeninas y niega a la mujer todo papel en la
más alta “philia”[7], partiendo de afirmaciones
gratuitas sobre su incapacidad para la plena elección moral adulta que revelan
una completa falta de sensibilidad y dedicación. Si hubiese prestado a la
psicología femenina o a la fisiología de la mujer (en la que comete errores
grotescos y fácilmente subsanables) sólo una parte de la atención que consagró
a la vida de los moluscos, habría prestado un mejor servicio a su propio
método.
Una
crítica semejante fue la expresada, G.
E. R. Lloyd en un ya clásico estudio[8] en
donde muestra hasta qué punto Aristóteles se hace eco de la ideología
misógina predominante en su cultura y la apoya. Donde es más patente su
insuficiencia es en el ámbito de la fisiología, en donde la corrección de los
errores en que crasamente incurrió estuvo fácilmente a su alcance: pudo haber
contado los dientes a algunas mujeres para ver si, de hecho, su número era
menor; pudo haber comprobado también fácilmente su afirmación de que una mujer
hace enrojecer el espejo en que se mira durante la menstruación, etc.
Con
este modo de pensar -sentenciará por su parte Wanda Tommasi- Aristóteles se coloca a la cabeza de una larga serie
de pensadores misóginos, que en Occidente llega por lo menos hasta Freud, para
los cuales la mujer no sería sino una deficiencia, un fallo parcial respecto al
ideal más alto de humanidad, siempre varón[9].
Tomás Moreno
[1] Como ha recordado Rosalía Romero: Aristóteles
explicaba y legitimaba el orden social jerárquico por analogía con el mundo
natural. De este modo, la conducta de la mujer era ordenada y definida por
analogía con las hembras animales En el modelo organicista aristotélico se
asigna un lugar al colectivo femenino (el oikos) y se prescribe una política
paternalista a causa de la presupuesta inferioridad de las mujeres y, como
consecuencia de ésta, su mayor vulnerabilidad.
[2] Rosalía Romero, Historia de las filósofas, historia de su exclusión (Siglos XV-XX),
en Alicia Puleo, “El reto de la igualdad de género. Nuevas perspectivas en
Ética y Filosofía Política, Bilioteca Nueva, Madrid, 2008. Para un análisis del
Estagirita desde la perspectiva de género y feminista puede verse: María Luisa
Femenías, “Inferioridad y exclusión.
Un modelo para desarma”, Buenos Aires, Nuevo hacer, 1997.
[3] Aristóteles, “Etica a Nicómaco”,
Instituto de Estudios Políticos, en edición bilingüe en griego y español,
Madrid, 1959), a cargo de M. Araujo y J. Marías. Sobre el androcentrismo del
pensamiento político de Aristóteles y la posibilidad de una lectura
no-androcéntrica del mismo vid. Amparo Moreno Sarda: “La otra ‘Política’ de Aristóteles”,
Icaria, Barcelona, 1988.
[5] “La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y
la filosofía griega”, Visor, trad. de Antonio Ballesteros, Madrid, 1995, pp.
459-461
[6] “Pero en honor de Aristóteles hay
que hablar de su buena y noble relación con las mujeres. Se casó con Pitia y
tuvo una hija con el mismo nombre. Pitia murió muy joven y al parecer causó un
gran dolor en Aristóteles. Una romántica muestra de su amor se manifiesta
claramente en su testamento, cuando ordena: “Que allí donde se construya mi sepulcro, queden depositados los restos
de Pitia, después de haberlos recogido, tal y como ella ordenó”.
Posteriormente vivió con Herpilis, de quien tuvo un hijo, Nicómaco. En su
testamento también tiene amables palabras para ella: “Que también cuiden bien
de Herpilis, quien fue tan amble conmigo.” Ordena asimismo que Herpilis escoja
la casa en que quiere vivir y, por si desea volver a casarse, deja una
importante cantidad como dote, además de advertir que el futuro marido sea un
hombre tan noble como sí mismo”. Cfr.
Manuel Güel y Josep Muñoz, “Solo sé que no sé nada”, Ariel, Barcelona, 1998, p.
74.
[7] Al quedar las mujeres confinadas en el hogar, no podían
convertirse en “philoi” en su más elevado sentido; por tanto, el varón tenía
que buscar a éstos entre los miembros de su propio sexo.
[9] Wanda Tommasi, “Filósofos y mujeres. La
diferencia sexual en la Historia de la filosofía”, Narcea, Madrid, 2002, p.56.
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