Para la sección de Microensayos del blog Ancile, dentro de la serie denominada Momentos estelares de la filosofía, el trabajo del profesor y filósofo Tomás Moreno, titulado, Nietzsche y el Eterno Retorno (1ª. Parte).
NIETZSCHE Y EL ETERNO RETORNO
(PRIMERA ENTREGA)
Nietzsche
y el Eterno Retorno (1ª. Parte)
I.
Continuamos la serie “Momentos estelares
de la filosofía”, que ya iniciamos en un “post” anterior dedicado al Juicio de Sócrates[1],
con este segundo artículo o micro-ensayo que tiene como protagonista a Nietzsche, y como motivo la inspiración del pensamiento del eterno retorno que tuvo el filósofo de Röcken, en el mes de
agosto de 1881, cuando se encontraba en Sils-Maria, en la Engandina suiza, en
los bosques de Silvaplana, junto al lago, “a seis mil pies por encima del
hombre y del tiempo”. Vivenciada como una auténtica y excepcional “revelación”,
el filósofo germano recuerda así en Ecce Homo
su trascendental visión o experiencia anímica: “Aquel día caminaba yo junto al lago de Silvaplana a
través de los bosques; junto a una imponente roca que se eleva en forma de
pirámide no lejos de Surlei, me detuve. Entonces me vino ese pensamiento”[2].
Ese pensamiento no fue otro, en efecto,
que el del “eterno retorno de lo idéntico” que, unido a la constatación de la
“muerte de Dios” anunciada por “el loco” (en la tercera parte de La Gaya Ciencia), marcará una profunda
inflexión en su obra, un cambio radical en el desarrollo de su doctrina y constituirá
la concepción fundamental de su ya próximo, inminente, Zaratustra. La buena nueva
de su doctrina recién vislumbrada nos anunciará el “ideal del Superhombre” como
meta del hombre, alcanzable mediante una decidida “voluntad de poder” y una
radical “transmutación de todos los valores” vigentes hasta ese momento en la
cultura cristiano-occidental, esto es, tras una profunda transvaluación
axiológica y moral.
Estas
ideas constituirán la urdimbre a partir de la que Nietzsche tramará su filosofía, transformada en una
especie de kerigma salvífico, de doctrina de salvación. Efectivamente, en La Gaya Ciencia, publicada en 1882, ya
aparecen -aunque sólo susurrados, sugeridos por su terrible significado- esos
temas referidos a la “muerte de Dios”, y a la idea del “eterno retorno”. La
obra, escrita en estilo aforístico, anuncia la llegada de una sabiduría alegre, nueva, desprovista de
los severos ropajes de la moral y de la sabiduría monoteísta, que ha de ser
asumida y aceptada de buen grado, tras hacerse cargo de la terrible soledad, el
vacío y la angustia derivados del terrible acontecimiento de la “muerte de
Dios”. Nos encontramos, pues, en el preludio de la predicación de Zaratustra,
momentos antes de que “íncipit tragoedia”, en la hora en que la sombra es más
corta, en la luz del mediodía, cuando se prepara la irrupción de un nuevo
ideal: la vida, el instinto, lo irracional.
Para
muchos de sus intérpretes -Karl Löwith,
Martin Heidegger, Karl Jaspers, Eugen Fink, Paul Valadier
etc.- la doctrina del “eterno retorno” es la clave de todo su pensamiento y el
eje alrededor del cual gira toda su doctrina metafísica, moral y soteriológica.
En la jerarquía de sus ideas fundamentales ésta ocupa, sin duda, el primer
lugar: “Del superhombre habla Zaratustra a todos;
de la muerte de Dios y de la voluntad de poder a pocos, y del eterno retorno de lo mismo, no habla, propiamente, más
que a sí mismo”, escribe Eugen Fink[3].
Hay
que señalar, además, el carácter de revelación casi mística con que se gestó en
el espíritu del filósofo. Como es sabido, la doctrina del eterno retorno no es
original de Nietzsche, sino que procede de una larguísima tradición cultural
que se remonta a las civilizaciones griega y oriental (hinduista) y se prolonga
hasta culturas todavía más arcaicas, caracterizadas -como Mircea Eliade describió [4]-
por su horror al tiempo y a la historia, por su ontología de la repetición, de
la reactualización de lo que ocurrió en el tiempo primordial de los orígenes,
“in illo tempore”, mediante el rito y la liturgia evocadores de tales
acontecimientos sagrados.
Entre
los antecedentes griegos de esta concepción circular del tiempo, de esta idea
de la destrucción y renovación periódicas del cosmos, podríamos citar a los
órficos y a los pitagóricos, a Heráclito, Platón y Empédocles y, por supuesto,
a los estoicos[5].
En su ensayo “La doctrina de los ciclos” de su Historia de la Eternidad, Jorge
Luis Borges recoge esta cita del estoico Eudemo (del siglo III a. de C.)
que revela la antigüedad de la creencia: “Si hemos de creer a los pitagóricos,
las mismas cosas volverán puntualmente y estaréis conmigo otra vez y yo
repetiré esta doctrina y mi mano jugará con este bastón y así lo demás”[6]. E
incluso, en 1940, le dedicará un bellísimo poema, “La noche cíclica”, que
comienza así: “Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras: / los astros y los
hombres vuelven cíclicamente; / los átomos fatales repetirán la urgente /
Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras”[7].
Según
el pensador germano Karl Löwith[8],
esta idea representaba en Nietzsche el retorno a una concepción cíclica del
tiempo y de la historia, la recuperación de una concepción arcaico-pagana, que
implicaba la negación más radical de la concepción del mundo
cristiano-occidental, el rechazo de la idea de “creación cristiana” y de toda
trascendencia así como la repulsa y negación de la idea judeo-cristiana de la historia como progreso ascendente hacia
un fin o meta (eschatón) definitivo y
salvador. En su opinión, Nietzsche recuperaba con ella el “ciclo cósmico de los
paganos”, convirtiéndola en verdadero leitmotiv
de su doctrina. “No se hizo cargo, sin embargo, de que su propia invectiva contra Christianos fue una exacta
réplica –al revés- del contra Gentiles
de los Padres de la Iglesia”[9].
Nietzsche se convertiría así en una especie de “anti-Padre de la Iglesia”,
siendo su doctrina una perfecta y radical “inversión” de la weltanschauung cristiana.
En
efecto, tal doctrina comportaba, en fin, la negación de toda la escatología
soteriológica cristiana, llegando incluso -en opinión de San Agustín, que en su tiempo criticó esta doctrina en su “Civitas
Dei”, como antes también lo hicieran Justino y Orígenes- a hacer inútil o
innecesaria la “redención” de Cristo, ya
que, de aceptar esa cíclica doctrina, el Logos divino habría de encarnarse y
morir en la cruz indefinidamente, ciclo tras ciclo por toda la eternidad para
salvarnos. En palabras del antes citado genial escritor argentino, San Agustín
rebatirá, en efecto, la abominable idea
para burlarse “de sus vanas revoluciones”
y afirmar “ que Jesús es la vía recta que nos permite huir del laberinto
circular de tales engaños”[10].
La
doctrina del “eterno retorno” aparece en Nietzsche siempre expresada en forma
indirecta, simbólica, enigmática; a través de diversas y sugestivas imágenes y
metáforas arquetípicas del tiempo circular, como por ejemplo: las del “Anillo
perfecto”, el “reloj de arena”, el “círculo”, la “serpiente”, la “luna”, etc.
De una manera explícita la idea aparece, por primera vez, en La Gaya Ciencia (1882), aunque
implícitamente estuviese ya incoada en algunos pasajes de escritos juveniles
como Libre albedrío y Fatum o Fatum e Historia de su época de Pforta
(1862).
En
el capítulo cuarto de la citada obra, Nietzsche intenta fundamentar
racionalmente la doctrina a partir de una determinada concepción del mundo de
una hipótesis que -simplificando borgianamente el argumento de Nietzsche- viene
a decir lo siguiente: si el universo está constituido por fuerzas o elementos
determinados, inconmensurables, pero finitos, que se despliegan en un tiempo
infinito, entonces todas las combinaciones posibles de esos elementos se han
realizado ya en el pasado un indeterminado número de veces y también se
realizarán en el futuro[11]. Y
lo expresa así en uno de los textos o aforismos más conocidos de su obra La Gaya Ciencia:
“Esta
vida, tal como al presente la vives, tal como la has vivido, tendrás que
vivirla otra vez y otras innumerables veces, y en ella nada habrá de nuevo; al
contrario, cada dolor, cada alegría, cada pensamiento y cada suspiro, lo
infinitamente grande y lo infinitamente pequeño de su vida, se reproducirán
para ti, por el mismo orden y en la misma sucesión; también aquella araña y
aquel rayo de luna, también este instante; también yo. El eterno reloj de arena
de la existencia será de nuevo y con él tú, polvo del polvo”
(341.
Peso formidable [12]).
Pero
es en la tercera parte de su obra Así
habló Zaratustra[13]
en donde el pensamiento del Eterno Retorno adquiere su máxima
relevancia y presencia. No es exagerado afirmar que esa tercera parte
representa el punto culminante de todo el libro y constituye el núcleo o
centro esencial de la misma. Y aunque ese
“pensamiento” domina implícitamente toda ella, sólo en dos de sus dieciséis
capítulos se trata temáticamente de la doctrina y emerge explícitamente a la
superficie, los titulados: “De la visión y del enigma” y “El Convaleciente”.
En “De la visión y del enigma” Nietzsche nos
previene, desde el título mismo, sobre la dificultad de comprender y de asumir
intelectual y existencialmente esta idea del Eterno Retorno: se trata, por una
parte, de una “visión”, por la inmediatez y el espanto con que la idea se le
presenta, es la visión del más solitario; pero, en segundo, lugar, se trata de
un “enigma”, porque es inexpresable, inefable, difícil de comprender,
inaccesible para la mayoría, pero que para él constituye su creación suprema,
su himno triunfante de la alegría en alabanza de un cosmos inmenso y absurdo.
Ninguna
doctrina de Nietzsche ha sido tan mal comprendida como ésta del Eterno Retorno
(ewigen Wiederkunft); a pesar de que
esa idea se halla en el centro mismo de su pensamiento más maduro. Es más, cabe
afirmar incluso que -como sostiene el teólogo radical estadounidense Thomas J. J. Altizer- “el símbolo del
Eterno Retorno nos ofrece el único camino para una comprensión de la inmanencia
absoluta, la nueva realidad creada por el hombre moderno”[14]
que ha recibido el anuncio de la muerte de Dios y ha sacado las consecuencias
pertinentes de ese terrible hecho: que no es posible huir de la vida, escapar
de este mundo, ni esperar salvación alguna en ilusorios o alucinados trasmundos
del más allá. Tal vez ningún comentarista haya advertido que la forma
metafísica de la doctrina del eterno retorno no es otra cosa que el sentido de la realidad revelado por
Zaratustra y que si bien coincide en parte con la antigua idea india del samsara y con el mito griego del Eterno
Retorno, difiere profundamente de la sacralidad de ambas concepciones para
reflejar, por el contrario, una realidad absolutamente profana, completamente
aislada de la reflexión de lo sacro.
En
ese capítulo, y en boca de un enano, va desarrollando Nietzsche progresivamente
la fatídica y fascinante doctrina:
“Todas
las cosas derechas mienten […] toda verdad es curva, el tiempo mismo es un
círculo. […] Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y
esa misma luz de la luna, y yo y tú, cuchicheando ambos junto a este portón,
cuchicheando de cosas eternas -¿no tenemos todos nosotros que haber existido
ya?- y venir de nuevo y correr por aquella otra calle hacia delante, delante de
nosotros, por esa larga, horrenda calle, ¿no tenemos que retornar eternamente?”
(“De la visión y del enigma”[15]).
Y
para mejor ilustrar su doctrina Nietzsche utiliza, como señala en el texto, la
imagen del “Portón del Instante”: encrucijada de dos callejas en la que se
entrecruzan la calleja del Pasado infinito y la calleja del Futuro, también
infinito. El “instante” es, precisamente, resumen, cifra y compendio de la
eternidad, en él reside el centro de gravedad de la eternidad. La idea del
eterno retorno tiene dos aspectos por así decirlo: se la puede ver desde el
pasado o desde el futuro y aquí -siguiendo a Eugen Fink[16]-
caben dos posibles interpretaciones al respecto: una pesimista-fatalista, “si
todo lo que ocurre es sólo repetición de lo anterior, entonces también el
futuro está fijo, no hace más que repetir lo que ya ha sucedido” y nada hay
nuevo bajo el sol (es inútil nuestro esfuerzo, nada vale la pena, todo está
fatalmente predeterminado, fijado de antemano).
Y
otra optimista: “todo está todavía por hacer; tal como nos decidamos ahora nos
decidiremos en el futuro, cada instante posee un significado que trasciende la
vida individual” (si todo ya ha pasado, todo puede pasar, todo es posible, nada
hay ineluctable). El eterno retorno refuerza el valor de nuestras acciones
presentes y enfatiza nuestra responsabilidad personal respecto a ellas, ya que
cuanto hagamos en este mismo instante o momento, retornará a nosotros una y
otra vez.
Aunque
la idea suscite miedo y espanto, hay que asumirla con valor y determinación, hay
que morder a la “culebra” (símbolo de ella), arrancarle la cabeza y escupirla
lejos de sí. Con todo ello, Nietzsche nos invita a aceptarla como debemos
aceptar el instante y la vida con todas sus consecuencias, “como si”
eternamente se fueran a repetir el dolor y el sufrimiento, el placer y la
alegría, lo miserable y lo hermoso, todo lo bueno y malo, en fin, que nos
sucede. Entonces, el hombre-pastor se
transforma y se ríe. Abandona su asco, su ahogo, su espanto: se aproxima el
Superhombre. El camino no es fácil, exige, sobre todo, la Voluntad de aceptar
el eterno retorno de lo mismo. (Continuará)
Tomás
Moreno
[1] Véase en este
mismo Blog “Ancile” del poeta y escritor Francisco Acuyo, las reflexiones
filosófico-literarias aludidas: “El Juicio de Sócrates (I) del 29 de junio de
2013 y “El Juicio de Sócrates” (II) del 11 de julio de 2013.
[2] F. Nietzsche, Ecce Homo, Alianza Editorial, trad.
Andrés Sánchez Pascual, Madrid, 1971, p. 93. La idea del “eterno retorno de lo
mismo” pertenece, pues, a la Engandina y precede a la aparición de Zaratustra.
La denominada “roca de Zaratustra” ubicada en la Engandina, se debe a un
malentendido: la figura de Zaratustra como pregonero de esa idea, es posterior,
pertenece a la Riviera, a la bahía de
Rapallo. Recordemos la narración de Nietzsche: “El invierno siguiente lo viví
en aquella graciosa y tranquila bahía de Rapallo, no lejos de Génova […]. Mi
salud no era óptima; el invierno, frío y
sobremanera lluvioso; un pequeño albergo
(fonda), situado directamente junto al mar, de modo que por la noche el oleaje
imposibilitaba el sueño, ofrecía, casi en todo, lo contrario de lo deseable. A
pesar de ello, y casi para demostrar mi tesis de que todo lo decisivo surge “a
pesar de”, mi Zaratustra nació en
este invierno y en estas desfavorables circunstancias. Por la mañana yo subía
en dirección sur, hasta la cumbre, por la magnífica carretera que lleva a
Zoagli […]; por la tarde […] rodeaba la bahía entera de Santa Margherita hasta
Portofino… En estos dos caminos se me ocurrió todo el primer Zaratustra entero, sobre todo Zaratustra
mismo en cuanto tipo: más exactamente, éste me
asaltó” (Ibid., pp. 94-95).
[4] Mircea Eliade, El Mito del Eterno Retorno, trad. Mario
Anaya, Alianza-Emecé, Madrid, 1972.
[5] Cf. A. K.
Coomaraswamy, El tiempo y la eternidad,
versión de Esteve Serra, Taurus, Madrid, 1980.
[6] Jorge Luis
Borges, Historia de la Eternidad, Alianza-Emecé, 1971, p. 86
[7] Jorge Luis
Borges, Antología poética 1923-1977,
Alianza Editorial, Madrid 1983, p. 46.
[8] Cf. Apéndice II,
“Revisión Nietzscheana de la doctrina del Eterno Retorno”, en Karl Löwith, El Sentido de la Historia. Implicaciones
teológicas de la filosofía de la historia, trad. de Justo Fernández Bujan,
Aguilar, Madrid, 1958, pp. 308-322.
[9] Karl Löwith, El Sentido de la Historia, op. cit., p.
319.
[11] Ibid, p. 81. La
teoría de los conjuntos de Georg Cantor le sirve a Borges para tratar de
destruir el fundamento de la doctrina nietzscheana (p. 83 y ss.).
[12] Friedrich
Nietzsche, La Gaya Ciencia, trad.
Pedro González Blanco, SARPE, Madrid, 1984, p. 166. En otras versiones, este
aforismo nº 341 se traduce por “La más
pesada carga”.
[13] Friedrich
Nietzsche, Así habló Zaratustra,
trad. Andrés Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1972.
[14] Thomas J. J.
Altizer, Mircea Eliade y la dialéctica de
lo sagrado, trad. Sagrario e Iñaki
Aizpurúa, Fontenella, Madrdi, 1972, p. 240-241.
[15] Friedrich
Nietzsche, Así habló Zaratustra, trad. Andrés Sánchez Pascual, Alianza
Editorial, Madrid, 1972, pp. 226-227.
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