martes, 22 de marzo de 2022

EL PERRO SEMIHUNDIDO, DE MANUEL VARGARA

 Traemos la segunda entrega de Como te iba diciendo (cartas a cielo abierto), de nuestro querido amigo, Manuel Vergara, para la sección de Pensamiento, del blog Ancile, esta vez bajo el título particular de, El perro semihundido.



EL PERRO SEMIHUNDIDO, 

DE MANUEL VARGARA


















Esta postal es de Goya. En un formato curiosamente idéntico al anterior, pintó el maestro la más extraña de sus pinturas negras. No lo es por su color (pinceladas de un ocre amarillento que se ha dicho, con razón, recuerdan a Tapies), mas sí por el dramatismo de la escena.

    Justo donde Hakuin situaba el puentecillo con el caminante cabizbajo, pone Goya la cabeza, entre blanca y negra, de un perro suplicante, con los ojos puestos en algo o alguien que debe estar arriba. Lo vertical y estrecho se acentúa con el ascenso de esa mirada. Pero el patetismo es mucho mayor en este poema mudo que en aquel otro, ya que del abismo sube una llamada de socorro (de profundis clamavit). Y eso, a pesar de que en esta situación el perro (todo perro) mantiene una contención más que humana: nada comparable a las bocas, los ojos y, el eléctrico erizado de pelos humanos en Los desastres de la Guerra (que él subtitula: lo que no se puede ver: ¿querrá decir que lo pintó sólo para él?).

     El perro mantiene la boca cerrada y las orejas en su sitio. No hay más en esta abstracción que el cuerpo hundiéndose y la mirada arriba; pero que la demanda venga de la inocencia muda, es lo que contribuye más al dramatismo de la escena.

    Existen fotografías (años 70 del S. XIX) de la pintura, cuando todavía era óleo sobre pared en la “Quinta del sordo”; antes de que -mal repintada-, pasara al Prado. Allí, en blanco y negro, parecen verse unas aves en la vertical de la mirada del perro, y al fondo lo que podría ser una cascada que se descuelga casi desde todo lo alto (¿no hay pinceladas curvas, arriba a la derecha de la foto, que mostrarían claramente esto?). En este caso la diagonal en primer plano, que a punto está de engullir al perro, bien podría ser la turbulencia del agua, y no arena como se ha dicho. Caso de que fueran aves, roquedo y, cascada, la impresión de espacio sería también mayor. Pero si Goya quiso crear una abstracción (se adelanta al simbolismo, dicen), quizá sale ganando -¿qué sabe uno?-, tal y como está ahora en El Prado..

Riner María Rilke, por L. Pasternak

    Hay, de parte del pintor, ternura por el perro. Se ha dicho de él que simboliza la soledad. Pero no se trataría, sin más, de soledad sin  compañía, sino de esa otra radical soledad ante el abismo; ya que –“perro”, o no-, a nadie se le escapa que el tema es la condición humana: El abismo visto a través de los ojos del que ya lo conoce: ¿No será quizás la propia mirada del pintor, anciano, ante su muerte?

  Goya es tan uno de los nuestros que, -dijo Don José Bergamín-: en ese cuadro se mirarían los españoles…, no-nacionalistas. ¿Podría ser una butade? O no: el español (cultura cristiana), no tiene más salida que “por arriba”; ajena tanto al universo cultural budista del cuadrito anterior, como a la idolatría nacionalista. Suena en cambio a tontería oír que la mirada del perro está distraída por unas aves que le sobrevuelan…; pero no que a alguien le parezca éste, “el cuadro más bello del mundo” (Antonio Saura).

    En todo caso, en estas dos primeras “postales” (el puentecillo y el perro), te doy -de Oriente y Occidente-, lo mejor: todo aquello que (no) puede ser dicho: Huelga el empeño por fijar en palabras lo que no es relato; ya que, siendo “poemas visuales”, cumplen a la perfección el precepto unamuniano de sentir el pensamiento y, -a la par-, pensar el sentimiento: Lo suyo es puro impacto.

    Rilke lo recibió (invierno de 1913, a su vuelta de Ronda)…, pero nos lo devuelve traducido en un sesgo claramente existencialista: Haz una segunda lectura del cuadro -se apresura a pedirte el poeta-. Desoye la súplica perruna (temerosos buscamos un soporte”), que no es sino un cristiano “de profundis” por nuestra condición de arrojados a la existencia…Y entonces -sólo entonces-advertirás que:…lo que así se zafa (con tu autocompasión cobarde, que lo estropea todo), es lo más tuyo; no lo dejes escapar: Somos libres, justos tan solo allí donde alabamos…, porque trascendemos con el canto nuestro temor a ese destino mortal.

    En la piedad con la que Goya trata esa cabecita, no ha de leerse sino compasión, digamos, cristiana. El dulzor en el peligro que madura (Rilke), en cambio, ya es muy otra mirada (que, para empezar, como un exorcismo, aleja de él el pensamiento del suicidio, con el que tuvo que bregar en Ronda): De hecho, si, como un Zaratustra, se dirige al lector (llámame…), es para que, interiorizando también la muerte (la santa ocurrencia de la muerte dirá más tarde), se una a la fe de Orfeo, su Señor; el que con su canto, rescata del abismo:

                          Llámame en aquella de tus horas

                          que te resiste inacabablemente:

                          suplicando cercana como el rostro

                          de un perro…

                                    (Los sonetos a Orfeo XXIII)

Goya nos salva con el pincel; Rilke, con Orfeo: Del perro más humanamente español; a su interpretación (¡encontrar dulzor en ser a la vez el hacha y la rama, tiene tela!), más existencialista. Volveremos sobre esto si te parece.



Manuel Vergara






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