Siguiendo los anteriores post dedicados a la Femme Fatale, traemos este nuevo para la sección de Microensayos del blog Ancile, del profesor y filósofo Tomás Moreno, titulado Carmen, Carmen, Salomé y Lulú y otros arquetipos románticos femeninos.
CARMEN, SALOMÉ Y LULÚ Y OTROS ARQUETIPOS
ROMÁNTICOS FEMENINOS, POR TOMÁS MORENO
Salomé y Lulú y
otros arquetipos románticos femeninos
III. Pero la fuerza del estereotipo de la femme fatale romántica se concreta, sobre todo, como ha
identificado y analizado magistralmente José
Jiménez[1], en tres
extraordinarias figuras literarias, cuyo perfil psicológico se proyectará
intensamente en la literatura de mediados y finales del XIX. Se trata de tres
arquetipos de mujer que se destacan y sobresalen de todos las demás de su época:
Carmen
(1845), de Prosper Mérimée, Salomé (1891), de Oscar Wilde, y Lulú
(1895), de Frank Wedekind.
Las tres llegan poco tiempo después
a la ópera, por medio de Bizet (Carmen,
1875), de Richard Strauss (Salomé, 1905) y de Alban Berg (Lulú,
1928, estrenada en 1937) e
impregnan las representaciones pictóricas de la mujer en el final de siglo,
proyectándose luego en el cine a través de múltiples versiones fílmicas.
Interrogándolas, podemos reconstruir los “rasgos” fundamentales que intervienen
en el “tipo” de la mujer fatal: belleza, fuerza erótica, exotismo, capacidad
para utilizar el deseo masculino y, sobre todo, independencia[2].
¿Qué veían, en ellas, sus
contemporáneos?, se pregunta José
Jiménez. Desde luego, un polo de atracción que los dejaba fascinados. Pero,
simultáneamente, también un tipo de comportamiento libre, no sometible a los
dictados del orden masculino, que iba directamente en contra del reparto
establecido de las funciones sociales. En Salomé[3],
el tópico espiritualista idealizado del amor femenino se transforma en la
expresión de un amor estrictamente carnal: “Estoy enamorada de tu cuerpo”,
proclama la protagonista.
En Lulú, encontramos una actuación que
sigue sus propios criterios, y rompe con ello la visión masculina de lo que
“debe ser” una mujer: “me es totalmente indiferente lo que se piense de mí. Por
nada del mundo quisiera ser mejor de lo que soy. Me siento bien así”.
Y,
finalmente, en Carmen despunta una
afirmación irreprimible de libertad: “No quiero que me atormenten ni mucho
menos que me manden. Lo que quiero es ser libre y hacer lo que me plazca”. Y
también: “Carmen será siempre libre”. Lo que condena la sociedad de la época
es, ante todo, esa expresión de libertad y diferencia. Y, aunque hoy nos
conmueva que, como resultado de esa condena, la coherencia de los tres casos
conduzca a la muerte, no dejará de haber todavía quien adopte la óptica de los
“hombres caídos” que aparecen en los distintos escenarios.
Pero, para Jiménez, “esa mezcla de
atracción y temor ante la libertad de la mujer”, que percibimos a través de la
imagen de la mujer fatal, tiene mucho
que ver con el carácter dual (escindida, de nuevo) con el que se representa la
“naturaleza” femenina en las tradiciones culturales de valores
predominantemente masculinos:
Habría un polo
‘positivo’, entendido como subordinación de la mujer al nomos, como institucionalización de su comportamiento. Es la
vertiente de la mujer como madre y esposa
[…]. Pero existiría otro polo, que en tales sistemas de creencias se
considera ‘negativo’, y se concretaría en la afirmación de que dejar actuar
libremente a la mujer, no poner límites a
su ‘naturaleza’, a su physis, es
fuente de todo tipo de peligros. Y aún más: afirmación del deseo sin límites en
lugar de la renuncia que supone la cultura, imposibilidad por tanto de
establecer relaciones de alianza, sobre las que se instaura el orden social[4].
El problema, sin embargo, concluye
J. Jiménez, es que el deseo masculino no puede prescindir de esa physis, no puede evitar quedar fascinado
por ella, aun poniendo en peligro los fundamentos de su dominación social. De
ahí que la imagen de la “mujer fatal” sea siempre un producto de la imaginación
masculina, cargado con la nostalgia de la imposibilidad de realización de un
deseo sin límites.
Por su parte, Hans Mayer[5] incrementa significativamente el ya
largo listado de predecesoras de la femme
fatale. Además de la Lulú de
Wedekind, introduce otras dos, la Melisanda
de Maeterlinck y la Electra de
Hofmannsthal, incluyendo como antecedentes suyos los tres escándalos femeninos
más sonados de los que nos informa la Biblia, a saber: Salomé[6], Dalila[7] y Judit[8], tres figuras
de la escena inspiradas por mitos bíblicos o clásicos, por el mundo de la
leyenda. Tres representaciones de mujer, tres arquetipos femeninos de “naturaleza demoníaca” y expresión del
peligro y de la marginación femenina, irreductibles a esquemas burgueses.
No se olvida de Carmen la gitana -la que por ello carece de la ley y de la moral
burguesas convencionales y no puede encajar en ninguna parte-, la más
cercana, sin embargo, a nuestro imaginario romántico y a nuestra tradición
folclórico-musical. Al arquetipo de la Carmen
de Prosper Merimée (1845),
Román Gubern,
el gran experto cinematográfico de nuestro país, dedicó hace poco más de una
decena de años un minucioso análisis en Máscaras
de ficción[9],
en el que desarrolla, además, las múltiples adaptaciones cinematográficas que
la figura de la apasionada mujer andaluza
ha tenido a lo largo del siglo XX, desde la producida en Estados Unidos por la
Edison Co. en 1904, hasta la que le dedicó Jean Luc-Godard en la década de los
70 con el título de Prénom: Carmen.
Más recientemente, en 2012, el
catedrático catalán y gran historiador
del cine publicará su primera novela La confesión de Carmen[10],
bajo el seudónimo de Claire Guillet (aunque en la contraportada ya figure su
nombre y condición autoral) en la que retoma y renueva el mito tan arraigado en
el folclor decimonónico español.
Supuestamente, entre los manuscritos llenos de tachaduras que dejó Merimée al
morir, figuraba La confesión de Carmen
en donde se retomaba la historia e intriga narrada unas decenas de años antes
(1845) en su famosa novela Carmen,
con la peculiaridad de que, en esta nueva versión, se informaba sustancialmente
de aspectos de su vida antes ignorados u ocultados y, sobre todo, es Carmen en
persona (y no Don José, como en la versión primera) quien ejerce de voz
narrativa y nos cuenta su propia y personal historia.
En Carmen encontramos sin duda, como muestra Gubern, a una de las
primeras mujeres fatales de la literatura moderna, un arquetipo cultural en
cuyo origen se halla explicitada la
dicotomía religiosa que opone la
mujer-madre a la mujer-placer y, también, un invento masculino que estigmatiza a la mujer fatal como una mujer deseada y odiada al mismo tiempo porque
hace vulnerable al hombre.
Para otros, finalmente, la formulación
más explícita de la femme fatale,
estaría representada, poco antes del invento del cine, por Wanda Von Dunajev, la amante
tirana protagonista de la novela de Leopold
von Sacher-Masoch La Venus de las
pieles (1870), cuyo objetivo es, en palabras de su autor, mostrar “la
tiranía y la crueldad que constituyen la esencia y la belleza de las mujeres”[11].
Carl Jung, en cambio, sostendrá que
el arquetipo de la femme fatale había
sido creado en la literatura europea por dos personajes míticos,
tardorrománticos, atractivos y ucrónicos: La Ayesha de She (La diosa del
fuego, 1887), de Henri Rider Haggard, y la Antinea de La Atlántida
(1920) de Pierre Benoit[12].
Tomás Moreno
[1] En este apartado seguimos fundamentalmente sus reflexiones al respecto del
capítulo V ("La mujer fatal") de su obra La Vida como azar. Complejidad de lo moderno, op. cit., pp. 118-121. Las
cursivas son nuestras.
[2] La vida como
azar. Complejidad de lo moderno, op. cit.
[3] Ya vimos en el anterior microensayo cómo
Oscar Wilde, a fines del siglo (1891, París, y 1984, Londres) volvía a hacer
popular el mito de Salomé con su obra y cómo Strauss la transformará en una
ópera, coincidiendo así con todo el renacimiento de la figura de Salomé como
mujer fatal y malvada que había invadido la representación pictórica europea: la
Salomé dansante (1876) y aquella
amenazada por la aparición de Juan el Bautista de Gustave Moreau (1874-1876),
la Salomé de Henri Regnault (1870) y
aquellas otras de Gustav Adolf Mossa (Salomé
o el Prólogo del cristianismo, 1901). La figura de Salomé, mítica y bíblica
inspirará, pues, a pintores, escritores, poetas, músicos y será como un emblema
del arte simbolista del último tercio del XIX, que se puebla de crueles y
bellas Salomé.
[4] José Jiménez, op. cit, pp.
120-121.
[5] Historia maldita
de la literatura. La mujer, el homosexual, el judío, Taurus, Madrid, 1982,
pp. 33-40 y 119-128.
[6] Salomé: Hija de Herodías, esposa de su cuñado Herodes, mitad sueño, mitad aparición representa para Gustave Moreau: el
fantasma de una belleza no dominable. Tras bailar la famosa danza de los siete
velos pide por su madre la cabeza de San Juan Bautista, que había denunciado al
matrimonio por no ser lícito y la exhibió en su danza como un botín. El arte bizantino
reprodujo el hecho en un mosaico en rojo y oro de la catedral de San Marcos, de
Venecia.
[7] Dalila: es la perversa y bella
mujer que seduce a Sansón,
encarnación de la amiga embustera y destructora de un hombre fuerte y temeroso
de Dios. Wedekind, en Sansón o vergüenza y celos (poema dramático de 1913) caracteriza a
Dalila como hetaira engañadora, como hizo más tarde, en 1877, Camille
Saint-Saëns en Sansón y Dalila. Aprovechándose del reposo de su ingenuo amante, le cortó
el cabello, arrancándole así el secreto de su fuerza. Es la perversora como
engendro de una angustia vital ante la castración. Lucas Cranach el Viejo la
pintó como honrada burguesa germana del Renacimiento, ricamente vestida, con un
gesto que más bien evoca el sentido del cumplimiento del deber que un divertido
placer de destrucción en el momento de cortar sus rubios rizos a Sansón,
dormido, con la armadura puesta, para privarle de su fuerza y entregarle en
manos enemigas para que le sacaran los ojos.
[8] Judit: joven y bella hebrea que
venga a su pueblo sirviéndose de sus encantos y su aguda astucia. El general
Holofernes, a las órdenes de Nabucodonosor, debía castigar al pueblo hebreo.
Judith lo seduce, emborracha y con sangre fría, en el sueño post-coital, lo
degolló, mostrando su cabeza a todo el pueblo. Pasó a ser un tópico de la
pintura, si bien es verdad que rara vez se pintaron los antecedentes de su
hazaña: Judit en el festín de Holofernes. Lo que debía gozarse y temerse era la
conclusión: la mujer con la espada y con la cabeza del varón y enemigo como
botín. Corinth la representó en un célebre cuadro.
[9] Anagrama, Barcelona, 2002, cap. IV "La mujer
depredadora", epígrafe de "La Gitana de fuego", pp. 58-70.
[11] Leopold von Sacher-Masoch, La Venus
de las pieles, trad. Andrés Sánchez Pascual, Tusquets, Barcelona, 2014.
Recientemente llevada al cine por Polanski, con Emmanuelle Seigner en el papel
de Wanda y Mathieu Amalric en el del amante e infortunado Severin. Es sabido de
todos que el término clínico "masoquismo" procede del apellido de su
autor L. von Sacher-Masoch, al igual que el de "sadismo" deriva del
Marqués de Sade.
[12] Curiosamente, afirma R. Gubern, Jung
omite a Lulú, la protagonista
dramática de Frank Wedekind creada y escrita a partir de 1892/1893, que muchos
críticos literarios consideran la primera réplica femenina cabal de la figura
de Don Juan, y tal vez la excluye porque, a diferencia de Ayesha y Antinea, no es Lulú un mito ucrónico, sino un personaje
perfectamente anclado en la sociedad burguesa de su tiempo.
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