Proseguimos con los estudios sobre la misoginia con las reflexiones y excepcional aporte de filósofo Tomás moreno para la sección, Microensayos, y esta vez bajo el título: De la supuesta inferioridad moral de las mujeres. EL juicio moral sobre las mujeres: de Aristóteles a la Patrística.
DE LA SUPUESTA INFERIORIDAD
MORAL DE LAS MUJERES.
1. EL JUICIO MORAL SOBRE
LAS MUJERES: DE
ARISTÓTELES A LA PATRÍSTICA
La supuesta inferioridad
moral de las mujeres sería el tercer
rasgo que, según la mentalidad androcéntrica patriarcal, caracteriza la diferencia de la mujer con respecto al
hombre o a lo masculino. Aristóteles es
quien por primera vez vincula la inferioridad físico-biológica e intelectual
con la inferioridad moral. Las deficiencias bio-fisiológicas de las mujeres afectan no sólo a su capacidad
intelectual y a su emotividad y carácter psicológico, sino también a su carácter
moral”: “Los cuerpos de las mujeres
prueban que éstas tienen un carácter cobarde y blando, con sus cabezas
pequeñas, rostros y cuellos finos, torsos, rodillas débiles, caderas
redondeadas y pies pequeños” (Fisiognómica,
809b 3-10). Además la mujer es más compasiva que el hombre,
llora más fácilmente, es más celosa, más apta para regañar, más negativa al ver
las cosas, más desvergonzada, más falsa al hablar, más engañosa, y tiene mejor
memoria, le cuesta más pasar a la acción. La conclusión, obviamente, deja a la
mujer en una posición inferior: el hombre es más virtuoso, valiente, recto y,
en pocas palabras, mejor que la mujer.
Aristóteles está, pues, también en
los inicios de esa conceptualización moral y emocional negativa de las mujeres.
La mujer no tiene esas virtudes éticas que el varón posee por derecho, como
señala el texto antes citado; carece de esas capacidades morales, puesto que ni
puede deliberar entre el bien y el
mal (al carecer de bouletikón o
poseerla en menor grado), ni puede controlar sus pasiones (es àkouros: carente de autoridad sobre sus
elementos irracionales) (Pol. 1277 b
26-27). Su única virtud consistirá en obedecer
al hombre, quien debe instruirla para comportarse correctamente (Ética
Nicomaquea 1150 b 6-14). Por eso, según Aristóteles, el valor de un hombre
se refleja cuando manda y el de una mujer cuando obedece (Pol. 1260 a 20-23). .La imagen
que Aristóteles desarrolla de la mujer es, por lo tanto, la de un ser
defectuoso, carente de “lo que tiene el hombre”, esto es, de aquello que le hace ser a éste un ser superior en la
naturaleza: su bouletikon. Esto es,
su capacidad de actividad intelectual superior, de deliberación o de juicio
moral autónomo.
La mujer no tiene esas capacidades, puesto
que ni puede deliberar entre el bien
y el mal (al carecer de bouletikón o poseerla en menor grado),
ni puede controlar sus pasiones. Es àkouros:
carente de autoridad sobre sus elementos irracionales (Política 1277 b 26-27). Su única virtud consistirá en obedecer al
hombre, quien debe instruirla para comportarse correctamente (Ética Nicomaquea 1150 b 6-14). Con respecto a la virtud en general el hombre la
puede alcanzar en plenitud mientras que la mujer semeja una simple caricatura
del varón cuando se trata su participación de la virtud: “el hombre semejaría
un bellaco si fuese valiente del mismo modo que es valerosa la mujer” (Pol., 1277, b, 20 y ss.).
No hay
duda de que los escritos y textos de
los Padres de la Iglesia, constituirán el fundamento de la moral sexual
dominante durante los siglos posteriores en el seno de la cristiandad
occidental y la causa de la específica conceptualización de las mujeres en la misma,
a las que se reservarán exclusivamente los papeles de esposa y madre,
representados por las figuras de Eva y
la Virgen María[1], con el
consiguiente y contradictorio protagonismo de éstas tanto en el pecado como en
la redención. La imagen negativa de la mujer, del cuerpo y de la sexualidad
femenina inspirada en Eva, la primera mujer, responsable del pecado original,
fue efectivamente decisiva entre los primeros Padres de la Iglesia, de igual
manera que lo había sido entre los gnósticos encratistas (cristianos herejes de
la época) y que lo será en la baja Edad Media y en el Renacimiento. En
consecuencia, gran parte de las preocupaciones
patrísticas se centraron, pues, en debatir acerca de la naturaleza moral femenina
y de los peligros y seducciones de su naturaleza carnal, de su sexualidad.
Como escribe al respecto Uta
Ranke-Heinemann: “Si bien Jesús no fue un asceta, ni se deshizo en alabanzas de
la virginidad, sin embargo este ideal se difundió en el cristianismo” en los
decisivos siglos de la antigüedad tardía (siglos I y II d. C.), en los que se
desarrolla la primera Patrística (época post-apostólica en la que se produce el
encuentro entre el pensamiento griego, el judaísmo y el naciente cristianismo).
El historiador francés Jean Delumeau
ha apuntado, en este sentido, cómo en la agresividad de Tertuliano (160-240 de
C.) –y en la de otros muchos Padres como Justino, Orígenes o Jerónimo- contra la sexualidad y contra la mujer, en la exaltación de la
virginidad y en el rigorismo sexual exagerado que profesaba se camuflaban una
verdadera aversión por los misterios de la naturaleza fisiológica femenina y
por las realidades biológicas de la maternidad[2].
Así, en el De monogamia evoca con disgusto las náuseas de la mujer
encinta, los senos colgantes y los críos que berrean[3].
Lo que de esta manera destaca más en
todos sus escritos es, sin duda, su exaltada posición misógina, que se debe al
deseo de unión con Dios, en relación con lo cual la mujer –al fin y al cabo
hija de Eva- representa una peligrosa
tentación, a causa de la atracción sexual que ejerce sobre el hombre[4].
Expresa, por ello, en sus escritos un irrefrenable
odio, horror y aversión por el cuerpo femenino y por sus órganos y un absoluto
rechazo y negación de la sexualidad, viendo, además, en la mujer –en toda mujer- una tentación y un
peligro para la moral de los hombres. Por ello dedica su De cultu feminarum[5]
a arremeter contra las costumbres femeninas de adornarse.
Las mujeres, incluso las mejores,
eran “la perdición del género humano” conspiradoras con Eva, la tentadora, y
“las puertas por las que entra el diablo” (De
cultu feminarum, 1.1). Impulsado así por el deseo de castigar las
costumbres procaces de las mujeres, Tertuliano denunciará su coquetería,
estrategia que emplean para dar una buena imagen y engañar al hombre. Llevando
a la práctica esa congénita gana de
placer que la propia naturaleza ha puesto en ambos sexos, las mujeres
desahogan con toda libertad el deseo de exhibirse y los hombres muestran la
propensión a dejarse atraer por quien se exhibe[6].
Incluso Juan Crisóstomo (ca. 345-407), uno de los
Padres de la Iglesia, menos hostiles a la mujer juntamente con Clemente de
Alejandría[7],
advertiría acerca de la supuesta belleza femenina lo siguiente:
“El conjunto de su belleza corporal es nada menos que
flema, sangre, bilis, mocos y fluidos de alimentos digeridos… Si se considera
lo que está almacenado detrás de esos amables ojos, el ángulo de la nariz, la
boca y las mejillas se reconocerá que todo ese bien proporcionado cuerpo no es
más que un sepulcro blanqueado”[8].
“Cuando veáis a alguna mujer no
fijéis la mirada en ellas”, escribirá siglos más tarde con toda coherencia San Agustín, (Régula, C. VI), pues heredará de esa tradición patrística su conceptualización
negativa del sexo femenino y de la moral de las mujeres. En efecto, tras su
conversión, las mujeres, en las que Aurelio Agustín había satisfecho durante
muchos años sus deseos libidinosos de juventud, se transmutarán en cierto modo
en encarnación negativa de Dios[9],
puesto que son asimilables al deseo,
a la concupiscencia, sin más. Y también hablará despreciativamente del amor y
del placer sexual ya que para su recién adquirida antropología cristiana
–lastrada no obstante de un dualismo de origen maniqueo, aunque más mitigado,
es cierto, que el de los gnósticos, pero dualismo al fin.
Como
explica Bermejo, para San Agustín “el alma humana podía orientarse hacia Dios o
hacia el placer, pero en ambos casos podríamos afirmar que cada uno de los
términos es conmutable por el otro”. Buscar el placer, el pecado, implicaría
negar el alma, nuestro interior, a
favor del cuerpo, que es nuestro exterior
y sentir así el placer de los sentidos. Pero conocer a Dios y hacer que se
apodere de nuestra alma supondría, por el contrario, renunciar al placer de los
sentidos y rechazar esa parte de nosotros mismos –el cuerpo- que nunca podrá
identificarse con la divinidad: Ahora que mis gemidos son testigos de que me
resulto desagradable a mí mismo, tú brillas y me agradas, y te amo y te deseo
hasta avergonzarme de mí mismo y rechazarme, y elegirte a ti, de modo que no
sienta placer alguno, ni en ti ni en mí, a no ser por medio de ti” (Confesiones, X, 2)[10].
Ese giro radical suyo que va de la aprobación y la búsqueda del placer en las
relaciones con las mujeres a la tajante condena del placer corporal y de la
pasión sexual cristalizó en una caracterización y clasificación de la mujer como
incitadora al pecado, como simple artículo
de placer, asociada exclusivamente a
la libido[11], con el
consiguiente desconocimiento de su cualidad de compañera de la vida y de ser
humano digno de amor y de afecto.
TOMÁS
MORENO
[1] Cf. H. Kraus, Eve and Mary. Conflicting Images of Medieval
Woman, en N. Broude y M. D. Garrard, Feminisme
and Art History, Nueva York, 1982.
[2] El miedo en
Occidente, op. cit., p. 480.
[3] Que anticipan los exabruptos que Inocencio III
dedicará, siglos más tarde, en su De
contemptu mundi a las realidades fisiológicas que acompañan al parto. O las infames suciedades que Sprenger y
Kramer verterán sobre las mujeres en el Malleus para expresar su repugnancia con
respecto a la corporalidad femenina.Y que sorprendentemente recuerdan las nauseabundas descripciones plenas
de pesimismo antropológico, relativas a la corporalidad del “otro”, con las que
nos obsequia ocho siglos después Jean-Paul
Sartre en sus descripciones
fenomenológicas de La náusea: sus alusiones constantes a la sangre, la bilis, la flatulencia, los
vergonzosos excrementos, el humus de suciedad de los cuerpos de los otros (La Nausée, Le Livre de Poche Université, Gallimard, París, 1966).
[4] Como recuerda el teólogo español Juan José Tamayo:
“El cuerpo, preferentemente el de la mujer, se considera motivo de tentación,
ocasión de escándalo y causa de pecado. Hay que evitar, por ende, exhibirlo,
cuidarlo, mejorarlo, embellecerlo. Hay que ocultarlo (por ejemplo, con el velo,
vestidos largos, etc.), castigarlo, mortificarlo, hasta hacerlo irreconocible.
Desde esta lógica dualista se argumenta que el cuerpo de la mujer no puede
representar a Cristo que fue varón y sólo varón, no puede perdonar los pecados
por su falta de sigilo, no puede, en fin, ser portador de gracia sino de
sensualidad pecaminosa.” (Adiós a la
Cristiandad. La Iglesia católica española en la democracia, Ediciones B,
Barcelona, 2003, p. 180).
[5] Tertuliano, Gli ornamenti delle donne (De cultu feminarum), tr. it. de M.
Tasinato. Pratiche, Parma,
1995. Cf. en cast. la mejor versión es la de V. Alfaro & V. Rodríguez De Cultu feminarum. Tertuliano. El adorno de
las mujeres. Introducción y comentarios, texto latino y traducción, Málaga,
2001. Sobre los adornos y coqueterías
de las mujeres véase también el completísimo ensayo de Virginia Alfaro Bech, Los pecados de Tertuliano, en Venus sin espejo. Imágenes de mujeres en la Antigüedad clásica y el cristianismo
primitivo, ediciones KRK, Oviedo, 2005, pp. 225-241.
[6] Para apartarlas de estas artes
perversas, Tertuliano acentúa el carácter desagradable y repugnante de las
sustancias que se emplean en el “cultus” femenino, incluso la perla, la cual pertenece con todo derecho a los adornos de la
mujer, pero, a pesar de su belleza no es más que una pústula, una verruga dura y
redonda formada en el interior de una concha enferma, los colores
artificiales que las mujeres emplean para embellecerse son incompatibles con la
voluntad divina, que no ha querido crear, por ejemplo, ovejas rojas o azules
[7] Mucho más moderados por ser defensores del amor
conyugal, de la familia y más comprensivos con las necesidades de la naturaleza
humana.
[8] Citado en Marina Warner, Tú sola entre las mujeres. El mito y el culto de la Virgen María, op.
cit., p. 93.
[9] José Bermejo, Replanteamiento de la
Historia.Ensayos de Historia teórica II Akal Universidad, 1989, p. 84. Según Bermejo para San Agustín
“el amor hacia las mujeres no es compatible con el amor a Dios, puesto que
sustituye el amor a la belleza de Dios por sí misma por el amor a la mujer o el
amigo por sí mismos, que hallaría su correspondencia en la sensación de
sentirse amado. La reciprocidad en el amor humano supondrá un obstáculo frente
al amor divino, puesto que el amor humano, al ser recíproco, es una afirmación,
es una afirmación de sí mismo, mientras que el “amor Dei” ha de suponer el
olvido e incluso el rechazo de sí mismo. Al apartarnos de Dios nos pervertimos
y por ello será necesario que volvamos a él (“reverventur”) para que no nos
perdamos (“ut non revertamur”) (Confesiones,
IV, 11). Pero ese retorno sólo es posible a través de la continencia, pues “por
la continencia somos reunidos y congregados en la unidad de la que nos hemos
dispersado en muchas cosas. Porque en realidad te ama menos quien ama algo,
además de ti, y no lo ama por ti” (Confesiones,
X, 40). El amor a las mujeres no sólo nos aparta de Dios, sino también de
nosotros mismos y del acceso a la verdad y la felicidad (ya que, como dice
Agustín: “la vida feliz es el gozo de la verdad, ¡oh Dios, mi luz, salvación de
mi rostro, Dios mío!” (Ibid, X, 33).
[10] Ibid, pp.
82-83.
[11] “Aunque haya pasión o “libido”
de muchas cosas, cuando se habla de “libido” sin especificar el objeto suele
hacerse referencia casi siempre a la excitación de las partes obscenas del
cuerpo” (De Civitate dei, XIV, 16).
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